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Consumo y tiempo libre

Joan Martí
Joan Martí
Licenciado en filosofía por la Universidad de Barcelona.
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análisis

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Para el capital, la disgregación de la sociedad salarial es una oportunidad de reorganización y al mismo tiempo un riesgo político. El riesgo está en que los humanos hagan un uso imprevisto de su tiempo y de su vida y le busquen sentido. Se ha hecho lo necesario, pues, para que a aquellos que puedan permitirse un tiempo de ocio no les esté permitido utilizarlo a su gusto.

Todo transcurre como si debiéramos trabajar más en cuanto consumidor a medida que trabajamos menos en cuanto productor. Como si el consumo ya no significase una satisfacción, sino una obligación social. El aparataje tecnológico del ocio cada vez se asemeja más, por cierto, a la maquinaria del trabajo.

Al tiempo que todos nuestros clics al vagabundear por Internet producen datos que los Google, Amazon, Facebook y Apple revenden, al trabajo le encasquetamos todos los atavíos del juego: puntuaciones, niveles, bonos, por no hablar de ciertas amonestaciones que nos revierten a niños traviesos.

De ahora en adelante se tiene que poder vigilar en masa cada una de nuestras actividades, cada una de nuestras comunicaciones, cada uno de nuestros gestos. Hay que disponer de cámaras y sensores en todas partes porque la disciplina salarial ya no basta para controlar a la población. Solo se puede pensar en ofrecer una renta universal a una población perfectamente bajo control y la pandemia lo ha puesto en bandeja.

Pero ahí no está lo esencial. Por encima de todo, hay que mantener el reino de la economía más allá de la extinción del salariado. Algo que se logra haciendo que, si cada vez hay menos trabajo, todo esté cada vez más mediado por el dinero, aunque sea en cantidades ínfimas.

A falta de trabajo, hay que mantener la necesidad de ganar dinero para sobrevivir. Incluso si algún día se implanta una renta universal, tal como recomiendan tantos economistas liberales, haría falta que su monto fuera suficiente para no morirse de hambre, pero absolutamente insuficiente para vivir, incluso mezquinamente.

A la majestuosa figura del trabajador le sucede otra, raquítica la del muerto de hambre, pues para que el dinero y el control puedan infiltrarse por todos lados, es preciso que el dinero falte por todos lados. En adelante todo debe constituir una ocasión para generar algo de efectivo, un poco de valor, para ganarse algún “dinerillo”.

Lo que está en juego en la “economía colaborativa”, con sus inagotables posibilidades de valorización, no es solo una mutación de la vida; es una mutación de lo posible una mutación de la norma. Antes de Airbnb, una habitación desocupada en casa era una habitación de invitados o un cuarto libre para un nuevo uso; ahora es un lucro cesante.

Antes de Blablacar un trayecto solo en tu coche era una ocasión para soñar despierto o para subir a un autoestopista, o para qué sé yo; ahora es una ocasión para hacer un poco de pasta de tapadillo y, en consecuencia, económicamente hablando, un escándalo. Lo que antes iba al chatarrero o se regalaba a gente cercana, ahora se vende en Wallapop. Es preciso que, sin parar y desde cualquier punto de vista, estemos siempre contando. Que el temor de perder una oportunidad sea el acicate de la vida.

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