Por fin comprende la expresión que tantas veces había escuchado en su niñez: con los nervios rotos. Los nervios -el sistema eléctrico del cuerpo- pierden sus conexiones. Le cuesta mantenerse en pie, incluso hablar. Un muñeco que ni siquiera puede ponerse nervioso, pues no tiene nervios.

Apenas podía pensar. Ha llegado a casa y se ha tumbado en la cama. Le ha supuesto un esfuerzo -enorme esfuerzo- levantarse para cenar. Ahora ya está mejor, podría decirse que incluso está bien, pero ha rozado sus límites y podría haberse caído al suelo, quedado callado o mudo para siempre. Es extraño, piensa, lo poco que lee cuesta coronar montañas que para cualquiera serían puros imposibles, y lo muchísimo que debe esforzarme para lograr pequeñas cosas que para los demás no requieren -o así lo cree él- sufrimiento alguno.

Todo lo que tiene son sus nervios, su “nervio”. Si lo pierde sólo será un trozo de carne esperando la podredumbre. Le habría gustado contarse a sí mismo que ha tenido miedo; pero ni siquiera eso sentía. Nada se siente cuando los nervios están rotos.

Tiene que cuidar de sí mismo, evitar que jamás vuelva a sucederle nada parecido. Se mira en el espejo. Qué extraño. Su aspecto no es tan malo como esperaba. Sonríe. Sonríe bajito. Sonríe despacito. El motor está gastado pero la carrocería -su sonrisa se hace más amplia- aún conserva sus líneas y brillos.

(artilato, más relato que artículo, dictado por Javier Puebla y mecanografiado por Ángel Arteaga Balaguer)

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