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Biden y Putin, dos nostálgicos de la Guerra Fría

Máxima tensión en la frontera después del fracaso en las negociaciones entre Washington y Moscú

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análisis

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El Tío Sam y el oso de Moscú vuelven a las andadas, esta vez preparando una inminente guerra en Ucrania, un país que pocos sabrían ubicar en el mapa. O sea que vuelve la Guerra Fría. Aquello de la partición del planeta en dos bloques antagónicos, capitalista y soviético, fue un mal apaño para evitar la Tercera Guerra Mundial después de 1945 y el siniestro sistema se impuso como un aplastante Leviatán. Durante más de cuatro décadas el mundo vivió la ficción de la coexistencia pacífica, pero la realidad era muy diferente: los espías se mataban silenciosamente, los disidentes caían como moscas en las alambradas como telarañas del Muro de Berlín y cada cierto tiempo las dos superpotencias relajaban tensiones militaristas con un conflicto regional en algún pequeño y olvidado país del Tercer Mundo. Lo que no podía o no quería arreglar la ONU lo solventaba el teléfono rojo, del que Kubrick hizo un peliculón. Una llamadita entre la Casa Blanca y el Kremlin, con intercambio de bravuconerías, insultos y amenazas mutuas de un infierno atómico, era más que suficiente para que las cosas volvieran a su cauce. La disuasión funcionaba como mano de santo.

Hoy Biden y Putin pretenden volver a ese modelo o escenario terrible. Ya engrasan los cañones para entretenerse jugando al Risk en Ucrania, un país que produce chatarra espacial, gas contaminante, algo de turismo en Sebastopol (donde antes se refugiaban los que iban a por tabaco y querían perderse del mapa) y poco más. Occidente mira con preocupación el despliegue de tropas moscovitas en la frontera mientras los rusos sienten pavor ante una Ucrania integrada en la Unión Europea y con las baterías de la OTAN apuntándoles desde el patio trasero de su casa. De alguna manera, Crimea puede terminar convirtiéndose en la Bahía de Cochinos del siglo XXI.  

El retorno a la Guerra Fría no deja de ser una nostalgia imposible porque la cosa ya no depende de dos, sino de tres (China se ha comido a Estados Unidos y Rusia, aunque ambos imperios, como dos aristócratas decadentes, se resistan a reconocerlo). Los que vivimos entre los 60 y los 80 y ya vamos para carrozones sabemos lo que fue aquello. El mundo de entonces se asentaba sobre los cimientos de unos misiles de largo alcance como columnas dóricas y todos podíamos volar por los aires en cualquier momento. Varias generaciones se fueron a la cama cada noche sin saber si al loco soviético o al pirado yanqui de turno le daría por apretar el botón nuclear tras un colocón de güisqui o vodka, según. Éramos consciente de que en cualquier momento podía caer sobre nuestras cabezas un nuevo Hiroshima, una lluvia de ojivas para desintegranos como azucarillos, pero vivíamos la feliz neurosis con absoluta normalidad. Eso era el terror nuclear, hoy sustituido por el miedo al virus o al bombazo suicida del yihadista.

La Guerra Fría nos dejó Vietnam, la contracultura, el movimiento jipi, los Sex Pistols, el ecologismo como última utopía, Bacon y Pollock, la edad dorada del cómic (Superman como el nuevo Mesías salvador contra el cíclope bolchevique) y unas cuantas películas, unas bélicas donde los americanos iban repartiendo chocolatinas a los niños en cada país que liberaban y otras sobre invasiones extraterrestres donde los comunistas eran sustituidos por marcianillos verdes con antenas. Nos aleccionaron, nos programaron, nos hicieron sumisos hijos de la guerra, esa misma guerra que hoy, cuando suenan los tambores en Ucrania, frontera entre Oriente y Occidente, retorna con fuerza y asumimos con plena serenidad.  

A menudo los analistas y expertos geoestratégicos pretenden convencernos de que el mundo siempre se organiza en torno a un nuevo orden global cuando es justo lo contrario: en este planeta siempre reinó el desorden, el caos y la destrucción. Ahora que Eslava Galán publica su Enciclopedia nazi contada para escépticos con el fin de que no se nos olvide que el fascismo sigue estando ahí, más vivo que nunca, caemos en la cuenta de que la guerra, la fría y la caliente, forma parte íntima de nuestras vidas y que la tenemos tan interiorizada como el plasma sanguíneo. Dice Eslava que no es que Hitler tuviera mala suerte con las mujeres, sino que las mujeres tenían mala suerte con él. Más lucidez imposible. Nunca un libro fue tan necesario como este para recuperar la memoria y mostrar el nazismo tal como es, no como quieren venderlo los revisionistas y charlatanes de nuevo cuño.

Hoy, cuando celebramos un año más de Constitución del 78, los españoles constatamos con estupor que nosotros también vivimos nuestra propia Guerra Fría interior (azules contra rojos, capitalistas contra comunistas), que esta España de hoy sigue siendo consecuencia del 36 y que la Transición fue en realidad una transacción donde unos ganaron más que otros. Biden y Putin ponen a la humanidad al borde del enésimo apocalipsis atómico y lo peor es que ya no nos sorprende nada porque hemos asumido que la guerra de todos contra todos, como dijo el filósofo, es el estado natural del hombre. En una de estas, entre el vejete somnoliento y el macho de Siberia de pecho depilado, mandan este jodido y endiablado planeta al cuerno con la excusa de Ucrania, un país del que hasta hace dos días no se oía hablar. Algunos histéricos y obsesionados con el búnker ya corren al supermercado a por papel higiénico.   

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