No valen lo mismo las vidas de las personas. La frase suena tan mal, como irrebatible refulge el hecho. Si reconocemos que más que las palabras, nos definen los actos, y en su desglose no cuentan las escasas excepciones, sino las tendencias generales, queda desmentido que la nuestra sea esa cacareada civilización igualitaria, justa y ética a la que nos han hecho creer pertenecer. Y sin embargo hagan una encuesta entre sus allegados y sobresaldrá una mayoría que afirmará creer en esa imagen social, interiorizada y nunca puesta en entredicho en la que sin rubor afirmamos que todos los seres humanos somos iguales. Así lo afirmamos, saber y creer, aunque no es así como procedamos.

El autoengaño, no siempre tiene en cuenta los hechos asumidos y reales, aunque su aceptación sea pragmática y tácita, porque una cosa es afirmarlo y otra su práctica. Por ello, como colectivo, también aprendemos a mentirnos; y los más extraordinario, a quedar convencidos y adoctrinados por nuestra, desde entonces, propia falacia.

Todos somos iguales, sin embargo, que una personalidad pública lleve escolta, policía o que en caso de emergencia se pongan helicópteros y aviones a su disposición, no parece ser una contradicción, sino una eventual y lógica circunstancia. La muerte nos iguala, pero no es tu familiar quien abre un telediario. Aunque su valía humana, su ejemplo y su recuerdo sean el más grande de los tesoros para ti y los que lo conocieron, mientras el fallecimiento de un monarca, o de un dictador y asesino de masas copen la televisión y las sobremesas mediáticas; aunque la mayoría reconozcan su mala sangre y legado.

La suma de la preponderancia social y su repercusión frente al ciudadano medio, no importa de qué signo, desvirtúa ese reconocimiento igualitario y universal, como si por acuerdo implícito acatáramos que la situación social y económica añade un incuestionable plus que desnivela la igualdad. Somos seres sociales, comprensible si quieren, pero algo chirría cuando se toman a dos ciudadanos corrientes, por un lado, a un barrendero, un jornalero, un dependiente, un camarero o un teleoperador; y por otro, a un médico, un piloto, un político o un empresario. Integrantes de profesiones con consideraciones económicas y posibilidades de consumo bien diferentes, pero todos iguales de necesarios para el funcionamiento de una comunidad. Pero si fruto del desarrollo de su labor, uno puede mantener su calidad de vida adquiriendo una buena casa, un coche último modelo, seguros de salud privados, viajes, ocio, educación de prestigio y otro malvive para satisfacer sus necesidades básicas, recortando en salud, educación, alimentación y soñando con el milagro de la lotería para poder aspirar a la vida que le publicitan, como ocurre en la civilización actual; algo no sólo no cuadra, sino que los hechos niegan esa verdad utópica de la igualdad, y desdicen la verdadera naturaleza y rostro de nuestra civilización.

El drama humano de los refugiados y desplazados, subraya y señala sin dobleces esa esquizofrénica dualidad entre lo que se afirma y lo que se es. El valor de ese centenar de miles de vidas sólo se tiene en cuenta cuando la escena mediática los pone en escena, no porque el suceso acabe de comenzar, sino porque su presencia por miles en las fronteras de Europa se ha convertido en una tragedia difícil de obviar. Los años transcurridos desde el comienzo de la guerra en Siria y los enfrentamientos sangrientos en oriente medio, sólo eran hasta el momento una desgracia ajena y lejana, que no parecía interesar más que por sus repercusiones diplomáticas y comerciales. El valor de la vida de esos millones de seres humanos no se tenía en cuenta, porque aunque su existencia valiera lo mismo que la nuestra su desesperación y sufrimiento no llegaban a nuestra puerta.

Pero sí que otros muchos fueron llamando a nuestras puertas, por décadas viene ocurriendo en las fronteras del primer mundo, con pateras y barcos de inmigrantes que arriban o intentan la entrada en España, Italia o Grecia, muchos procedentes de conflictos armados de África, de situaciones de miseria extrema. Intentando escalar una valla con concertinas y siendo repelidos, como si de una plaga indeseable, ilegal y mafiosa se tratara. Sólo su número y la lejanía de sus conflictos, quizá no los dejó ser tan copiosamente evidentes como para que la bien intencionada opinión pública europea, sintiera ese irrefrenable impulso de acogida y solidaridad.

Sólo hay que echar un ojo a los trabajos sobre los dramas africanos fotografiados por Sebastião Salgado en Burkina Faso, Somalia, Congo, Ruanda, Burundi, Sudan, Chad, Etiopia, Senegal, y un largo etcétera, para darse cuenta de que el problema no es algo nuevo y que la pasividad de la comunidad internacional y de los países democráticos y desarrollados siempre ha remarcado que la vida de un hombre no vale lo mismo. Sobre todo, si no es de un compatriota y su drama está demasiado lejos como para que la opinión pública de mi país se pueda escandalizar y me pueda reclamar, algún tipo de acción.

La paradoja procede también de ese carácter cristiano y ético que ha enarbolado el hombre occidental y del primer mundo, curiosamente cuanto más tradicional, conservador y apegado a la creencia religiosa, más defensor del sistema capitalista y del modelo que por siglos adujo que su expansión era con fines civilizadores y eucarísticos, para difundir la palabra de Dios y la ética cristiana de igualdad, cuando en realidad estaba imponiendo la desigualdad y la imposición de un juego que no busca el desarrollo igualitario, sino la imposición de una jerarquía de dominio.

Claro que una sociedad que en su propio seno crea distingos sociales tan injustos como los actuales entre la clase social en el poder y el resto, y esperar de ella que cumpla lo que proclama en su relación con otros países y pueblos, debería ser una evidencia sobre la que no cupiese más discusión que la de buscar soluciones. Aunque lamentablemente ese no es el caso. Basta con la tendenciosa insinuación de que los problemas del mundo sólo se deben a los propios pueblos y su falta de acierto para elegir gobernantes.

Pero el hecho pragmático y afectivo, no debe nublar el reconocimiento y la lucha por el cumplimiento de ese derecho equivalente para todos. Quizá su intención efectiva no se cumpla, pero no por ello su base ética y humanista sea falsa. Tal vez sólo sea cuestión de tiempo, de crear conciencia y cambio, para que su expresión se cumpla y poco a poco podamos hacerla realidad. Quizá el mundo pueda algún día afirmar y cumplir lo que promulga. Pero sin duda, hasta que la imagen de nuestra civilización se una con sus hechos, queda un largo camino por recorrer y un mundo de injusticias y desigualdades por transformar. Sólo nos falta, quizá, una verdadera intención de aquellos que en realidad pueden cambiar la civilización, y depende de todos nosotros, forzarlos a tomar el camino adecuado.

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Martius Coronado (Vva del Arzobispo, Jaén 1969). Licenciado en Periodismo, Escritor e Ilustrador. Reflejo de la diáspora vital de vivir en Marruecos, USA, UK, México y diferentes ciudades españolas, ha ejercido de profesor de idiomas, jornalero, camarero, cooperante internacional, educador social y cómo no, de periodista en periódicos mexicanos como La Jornada, articulista de revistas como Picnic, Expansión, EGF and the City, Chorrada Mensual, RCM Fanzine, El Silencio es Miedo, también como ilustrador o creador de cómics en diferentes publicaciones y en su propio blog. La escritura es, para él, una necesidad vital y sus influencias se mezclan entre la literatura clásica de Shakespeare o Dickens al existencialismo de Camus, la no ficción de Truman Capote, el misticismo de Borges y la magia de Carlos Castaneda. Libros: El Nacimiento del amor y la Quemazón de su espejo: http://buff.ly/24e4tQJ (Luhu ED) EL CHAMÁN Y LOS MONSTRUOS PERFECTOS http://buff.ly/1BoMHtz (Amazon)

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