Aula universitaria
La nueva Ley de Universidades reconoce el derecho al paro académico y promueve la igualdad de género

Uno, dentro de la aureola romántica que le imprime a cada concepto nacido en la Antigüedad, consideraba que la Universidad debía ser ese centro de difusión de pensamiento y de intercambio de conocimientos entre dos planos verticales que conforman una misma realidad: el maestro y el discípulo, enseñante y receptor de todo el saber posible. Ambos formarían y conformarían la esencia de esa Universitas  medieval que nació con vocación de continuar la senda que los clásicos griegos y latinos y los padres de la Iglesia iniciaron con la puesta en público del sofos. De Erasmo a Fray Luis de León, de Menéndez Pelayo a Unamuno. Uno creía que es en esa relación donde se establecen los principios básicos de desarrollo individual como el esfuerzo, la constancia, la superación, la disciplina o el mérito, nomenclatura que ha pasado a ser hoy tan apartada de nuestro vocabulario general que parece formar parte del glosario latino o griego, una rara avis del lenguaje castellano. Uno creía que se ponían los cimientos con esa Universidad que nació desde las aulas eclesiásticas con el objetivo de patentar un modus operandi de docencia, basada en el respeto mutuo de profesor y alumno, en el que el primero transmitía y el segundo recogía, una vez transitada la discusión como vía de aprendizaje deseable, para volver a transmitir tiempo después a otra generación, y así sucesivamente.

Resulta que ese método fue válido durante siglos, consolidado desde la escolástica y proseguido por las sociedades modernas occidentales que, al albur del parlamentarismo del XVII, decidieron crear escuelas y centros de enseñanzas por doquier. Hasta hoy. Porque uno, que desgraciadamente no ha vivido en el Medioevo para haber asistido al nacimiento de la Universidad, observa perplejo e indignado el progresivo e imparable derrumbamiento de una institución multisecular que se ha dejado atrapar por los peligros siniestros de la ideología, que no de los ideales, pues estos fueron siempre la razón que movieron la construcción de institutos, centros académicos y escuelas en Europa.

Pero llegado el siglo XX la Universidad empezó a concebirse, más en España que en Europa, cierto, pero sin desmarcar la autoría del desvarío intelectual hacia nuestros vecinos continentales, como centro de adoctrinamiento y difusión de ideas contrapuestas antes que como pautado lugar de reflexión y generador de conocimiento y razón. Un sentimiento de orfandad recorrió, en los estertores del siglo, a la vieja institución que acogió entre sus vetustas paredes a nombres como Hannah Arendt, Raymond Aron, Ortega y Gasset, Isaiah Berlin, Julián Marías, y los menos apegados a la libertad individual Herbert Marcuse, Theodor Adorno y los franckfortianos varios. La Universidad Complutense y ciertas facultades de olor y ardor nacionalista son buenos ejemplos hogaño de tarima contaminada de superchería y mito.

Sin embargo, lo que se apuntaba ya en los años veinte y treinta, prosiguió  tras la Segunda Guerra Mundial, a pesar de lo que pudiera pensarse con la victoria aliada, ya que Europa fue abrazada por la línea económica norteamericana –el Plan Marshall- pero fue raptada por el discurso ideológico marxista-leninista, vulgo comunista, que imprimió un sello de respetabilidad a todo lo que desde esa óptica se transportaba a la sociedad, universidad incluida. El aura pusilánime que imprimía cada folleto, cada panfleto, cada librejo, cada difusión de ideas, sea por el soporte que sea, resumía décadas de impostura acogidas en la máxima de que si se hace desde la izquierda, debe ser bueno. Nada tan falso y nada menos bueno que esa creencia. Se entiende pues el porqué de mi disidencia a partir de la constatación de esa contumaz mentira instalada entre los pupitres españoles y europeos.

La impostura pedagógica de cierta izquierda viene refrendada en la implantación de planes educativos cuyo requisito fundamental no es la excelencia formativa, sino la mayoritaria adquisición de conocimientos básicos, y nunca mejor dicho lo de básicos. Y se acabó. La igualdad planificada, que no la equidad libre, se ha convertido en el fin último de esa izquierda pedagógica, cuyo know-how se reduce únicamente a practicar la pedagogía: he ahí el problema. No se ahonda en la reflexión, en la disciplina, no digamos en el esfuerzo, ¿qué es eso del esfuerzo? Mejor cultivemos el esfuerzo con la ESO, dirán los pedagogos subvencionados por la ideología progresista. Shanghai es un informe hecho desde la atalaya elitista privado, aseguran. Pisa es un estudio tan errado como su torre, concluyen henchidos quienes siguen defendiendo que la educación tiranousaria en España es decente.

No adivinen el futuro, que no tiene mérito, pues ya es desdichado presente el que soportan nuestras estructuras educativas: crecimiento del rebaño, cambio ocasional del pastor, ausencia de crítica, certidumbres, sobre todo certidumbres. Y de aquí la siguiente reflexión:

Cuando sólo cultivamos un campo de certidumbres y no lo abonamos de fecundas dudas, la cosecha será mísera con cada cambio de temporada. Porque sin dudas, no existe espíritu crítico y cuando este no se nos aparece cual fantasma nocturno, la sumisión intelectual serán las cadenas con las que nos arrastraremos hacia la eterna indigencia mental. Esa pereza será aprovechada por el Estado, el fantasma mayor, para reducir los pocos espacios de libertad a los que aún no hayamos renunciado. Se configurará entonces un nuevo orden moral donde todo está dictado por el gran dictador: ese paisaje ha ido diseñándose en los últimos decenios bajo el pincel demagógico y con barniz totalitario por buena parte de izquierda española, a modo y semejanza de sus ideólogos soviéticos. Pues bien, el cuadro ha concluido y la pintura, bien está decirlo, no puede ser más siniestra. Estamos recogiendo los frutos cosechados.

La España de hoy se dibuja en una Universidad quintaesencia de la intolerancia. Sin embargo, aún hay comisarios que al denunciar esto te incriminan, cual soplones de la Stasi, ante la opinión pública coetánea. Tú eres el intransigente por reclamar mayor calidad en la enseñanza, tú eres el totalitario por pedir esfuerzo y disciplina en las aulas, tú defiendes el modelo fascista (encima con paradojas) por solicitar el control estatal de la educación con un mínimo de criterios y exigencias para aprobar y pasar de curso, tú eres el intolerante por exigir que el mérito siempre esté por encima de la displicencia, las ganas por aprender por delante del conformismo personal, la superación y la responsabilidad como enseñanza obvia y no elección infrecuente. Pero claro, la izquierda de la LOGSE no ha construido a base de leyes educativas una Universidad para que todo eso se implante. Por eso quienes nos rebelamos contra eso, somos disidentes. ¿Se imaginan una Universidad donde los valores dominantes sean la excelencia, la calidad o el prestigio labrado tras años de memorioso esfuerzo? ¿Se imaginan?

Imagínenselo, pues será en la imaginación donde pueda desarrollarse ese modelo alternativo que todos buscamos implantar frente al pensamiento único. Sólo en la imaginación tendrá de momento su razón de ser el fermento y fomento de aquellos valores que han de situar a la sociedad civil como receptora de talentos. La realidad, siempre machacona, nos despierta del sueño imaginario de la inconsciencia.

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