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Palabra perdida, humanidad desperdiciada

L. Jonás Vega Velasco
L. Jonás Vega Velasco
Natural de La Adrada, Villa abulense cuya mera cita debería ser suficiente para despertar en el lector la certeza de un inapelable respeto histórico; los casi cuarenta años que en principio enmarcan las vivencias de Jonás VEGAS transcurren inexorablemente vinculados al que en definitiva es su pueblo. Prueba de ello es el escaso tiempo que ha pasado fuera del mismo. Así, el periodo definido en el intervalo que enmarca su proceso formativo todo él bajo los auspicios de la que ha sido su segundo hogar, la Universidad de Salamanca; vienen tan solo a suponer una breve pausa en tanto que el retorno a aquello que en definitiva le es conocido parece obligado una vez finalizada, si es que tal cosa es posible, la pausa formativa que objetivamente conduce sus pasos a través de la Pedagogía, especialmente en materias como la Filosofía y la Historia. Retornado en cuanto le es posible, la presencia de aquello que le es propio se muestra de manera indiscutible. En consecuencia, decide dar el salto desde la Política Orgánica. Se presenta a las elecciones municipales, obteniendo la satisfacción de saberse digno de la confianza de sus vecinos, los cuales expresan esta confianza promoviéndole para que forme parte del Gobierno de su Villa de La Adrada. En la actualidad, compagina su profesión en el marco de la empresa privada, con sus aportaciones en el terreno de la investigación y la documentación, los cuales le proporcionan grandes satisfacciones, como prueba la gran acogida que en general tienen las aportaciones que como analista y articulista son periódicamente recogidas por publicaciones de la más diversa índole. Hoy por hoy, compagina varias actividades, destacando entre ellas su clara apuesta en el campo del análisis político, dentro del cual podemos definir como muestra más interesante la participación que en Radio Gredos Sur lleva a cabo. Así, como director del programa “Ecos de la Caverna”, ha protagonizado algunos momentos dignos de mención al conversar con personas de la talla de Dª Pilar MANJÓN. Conversaciones como ésta, y otras sin duda de parecido nivel o prestigio, justifican la marcada longevidad del programa, que va ya por su noveno año de emisión continuada. Además, dentro de ese mismo medio, dirige y presenta CONTRAPUNTO, espacio de referencia para todo melómano que esté especialmente interesado no solo en la música, sino en todos los componentes que conforman la Musicología. La labor pedagógica, y la conformación de diversos blogs especializados, consolidan finalmente la actividad de nuestro protagonista.
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análisis

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Condenado a vagar por el páramo de la soledad, ese en el que el silencio se reconoce en la ausencia de eco, ese en el que la persecución de la sombra se torna en necesidad que no en muestra de locura; el tiempo se hace presente al materializarse cada instante no en el anhelo de fútil posesión, que sí más bien en certeza de renuncia.

Porque no es el Hombre más que un concepto, y por ende a lo sumo hacia el manejo de tales ha de tender cuando pretende hacerse dueño que no de una parte de la realidad, sino a lo sumo del espacio destinado a contener el cúmulo de vaguedades al que cada día puede tender una vez saciado el extraño fragor que vivir supone, sobre todo cuando la superación de la ignorancia ha servido como mucho para instalarnos en una suerte de certeza en la que no existe nada capaz de saciarnos, en la que la mayor atribución redunda en la esperanza de poder recordar un solo instante en el que, a falta de poder definir la felicidad, podamos cuando menos recordar aquellos tiempos en los que vivíamos ajenos a las desgracias.

Es el recuerdo la única manera de parar el tiempo. La afirmación, inexorable por inaccesible, hace redundar en toda su magnitud la certeza a partir de cuya asunción vienen a formar uno tras otro y por redundancia, en orden, todas la variables llamadas a conformar ya sea por naturaleza o por negligencia de ésta, los destinos y atribuciones en los que el Hombre puede si no encontrar serenidad, sí por lo menos reconocer la inevitable necesidad de la misma.

Pero está impregnado no en vano el recuerdo, de cierto regusto a renuncia. Es el recuerdo esa sombra en la que sólo el anciano se reconoce. Una sombra que, como ocurre con las cargas demasiado pesadas, con las maletas demasiado llenas, entorpece cuando no abiertamente imposibilita el comienzo de ese, el viaje de descubrimiento, hacia el que siempre debió estar encaminada nuestra existencia.

Apostemos pues por esa otra percepción de la sombra, en definitiva por esa otra percepción de nosotros mismos, en la que como niños, casi jugando, aprendemos a aprehenderlo todo, cuando la ausencia de prejuicio, cuando la ausencia de mochilas materiales no entorpece nuestro devenir.

Es entonces el momento de ese niño llamado a descubrir su sombra delante (porque el sol, agente irreductible de todo, incluso de la formación de esa sombra), impulsa desde atrás las velas del barco en el que se erige ese niño; un barco cargado de esperanza, capaz de conjugar el verbo desconocido (pues está sin duda llamado a hacer cosas que nosotros somos incapaces siquiera de imaginarnos), capar de declinar el sustantivo aún etéreo (pues sin duda alumbrará realidades que para nosotros resultan hoy imposibles de materializar).

Porque una vez más, nuestro tiempo ha pasado. El ciclo se ha cerrado, y el Hombre se ha visto superado por la realidad, como a diario es superado por el sol en su tránsito desde el alba hasta el ocaso. Y es precisamente en la certeza del ocaso, una vez que el astro rey nos ha superado, que somos conscientes de la enésima certeza que desde el regodeo el Mito de la Caverna nos regaló: la que pasa por entender que tener el sol el horizonte nos obliga a cerrar los ojos, pues su brillo cegador nos satura.

Juguemos pues una vez más a ser niños. Y como niños no hagamos de la rectificación trauma, sino reconocimiento de la nueva oportunidad que en la superación de todo error se esconde. Reconozcamos en primer lugar nuestra imposibilidad para superar nuestras múltiples carencias, tornando lo llamado a ser dramático, en un ejercicio de reconocimiento.

Seamos pues, y en primer lugar, consecuentes. Y desde esa original que no nueva posición, reconozcamos que si bien a niños no podemos retornar, reconocer en nuestros actos los propios de los que portan almas libres de prejuicios, sin duda que nuevas oportunidades nos brindará.

Volvamos pues a reconocer el mundo, y en lo que respecta a cómo, pues muy sencillo, retornando a la formalización de los conceptos cuyo dominio, o la falta de humildad que se esconde tras la premonición del que realmente cree que domina algo, supuso el comienzo del fin, el establecimiento del germen del que brota el mal cuyo drama hoy pagamos.

Tengamos pues la osadía de renombrar el mundo. Si el pensamiento piensa ideas, hagamos de los conceptos llamados a contenerlas algo más que meros cuando no vulgares receptáculos. Hagamos que las palabras sean en sí mismas, algo más que accidentes de contingencia, para tornarse en realidades necesarias. 

La ejecución efectiva de tal proceder, antes o después redundará en la certeza de que las palabras son, en sí mismas, elementos competentes; o en todo caso algo más que meros accidentes llamados a tomar la realidad del concepto al que definen. ¿Cómo si no, sin palabras, puede el Hombre definir todos y cada uno de los elementos destinados a componer lo que comprende? O incluso en un paso más ¿Tiene el Hombre alguna otra manera de determinar las fronteras que determinan su propia existencia, que separan su compendio del resto?

Es la palabra, en sí misma y por sí sola, un instrumento ampliamente poderoso. ¿Cómo aceptar si no la realidad que, terca se manifiesta ante nosotros, cuando por sí sola es capaz de contravenir los llamados a tornarse en objetivo del llamado a ser su portavoz? Para quien lo dude, que se introduzca durante tan sólo un segundo en los monólogos que por ejemplo Sancho protagoniza en la destinada a ser Segunda Parte de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, y que tras sumergirse en ellos diga si resulta posible seguir sosteniendo la tesis sobre la que la propia obra una y mil veces redunda, la que se empeña en decir que Sancho es, a lo sumo, un mentecato. “Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias: vuesa merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas de Rocinante, y avive y despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los caballeros andantes…”

Y digo yo: ¿Pueden ser éstas palabras atribuidas a uno llamado a ser tenido por mentecato?

Y qué decir, de lo llamado a hacer con la palabra, al respecto del propio Hidalgo. Pues empecinado en todo la obra en mostrarlo como un verdadero loco al que los sesos se le han licuado de tanto leer novelas de caballería, al final de sus palabras así como de sus actos hemos de reconocer, como por menester del propio Sancho que hacemos: “Sin duda –dijo Sancho –que este demonio debe ser hombre de bien y buen cristiano, porque a no serlo, no jurara en Dios y en mi conciencia. Ahora yo tengo para mi que aun en el mesmo infierno debe de haber buena gente”.

Reconocemos y nos reconocemos en la palabra, manifiesto pues no ya de meras voluntades, que sí de certezas y otras que de ser tenidas por propias, permitirían sin duda reconocer con más prestancia al llamado a ser tomado por Hombre.

Tal vez en ello, o en la negación como recurso de razonamiento por absurdo; que acabemos por descubrir las causas que determinan el porqué del recelo que cada vez con más fuerza separan al Hombre de lo llamado a componer su naturaleza a saber, el pensamiento, expresado en la palabra.

 

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