El debate multipartidista confirmó la peor de mis sospechas: cuando era a dos ya era aburrido, ahora que es a cuatro el aburrimiento se eleva al cuadrado. Nadie, ni siquiera los politólogos de nuevo cuño que ahora florecen como setas, saben qué influencia puede tener ese tipo de programas en la decisión final de los votantes. Probablemente menos de un nada por ciento. Pero aquí copiamos todo lo anglosajón, la hamburguesa, el día de Halloween y los debates políticos, que son tan inútiles como tediosos. Se dice que el primer debate de la historia fue entre Abraham Lincoln y su oponente y que hablaron de la esclavitud. No había televisión, pero ya había una audiencia engañada.

Más que debate, el de ayer fue un monólogo a cuatro, salvo algunos momentos puntuales en que hubo algo de cuerpo a cuerpo, algo de carnaza, y cada candidato se limitó a no perder más que a ganar. De hecho, no ganó nadie, más bien fue el sufrido ciudadano el que perdió dos horas de sueño. Rajoy, el hombre, compareció en el plató televisivo como ese rico arruinado que entra en el club de golf y todos le dan la espalda por apestado. El presidente indecente se llevó a la maquilladora de guardia del partido para que la máscara le quedara lo más realista posible. Arrastra Mariano una pesada mancha de chapapote tras de sí (de aquellos hilillos del Prestige estos lodos) y tuvo que mentir en todo para mantener el tipo. Mintió sobre el paro y la pobreza, mintió sobre el fraude fiscal, mintió sobre los impuestos y sobre todo mintió cuando habló de corrupción. La consigna que los asesores le metieron en la cabeza, como un disco rayado, parecía ser algo así como «mienta que algo queda». Y como Rajoy es un verdadero genio en el arte del embuste y la trola, salvó los muebles. Demostró que su descaro no conoce límites cuando trató de convencer al personal de que él ha hecho más que nadie para tratar de acabar con las corruptelas en su partido.

Rajoy-Debate¿Pero cómo va a querer acabar con la corrupción don Mariano si su partido ha vivido de la evasión, del soborno y del fraude, como un clan marsellés, durante estos años aciagos para olvidar? El PP no tiene un solo número rojo en las casillas de sus libros de contabilidad, todos están en negro, y hasta la reforma de la sede de Génova fue pagada de tapadillo, de extranjis, evadiendo grandes tributos al fisco.

A Rajoy ya no se lo toma en serio nadie, a estas alturas de la película ni él mismo se cree lo que dice, y hasta sus votantes piden que dé un paso al lado para que la gaviota aznarista, algo maltrecha sin duda, pueda remontar el vuelo, que no lo remonta ni poniéndole reguetón al himno. Una vez más, el presidente se aferró a la cantinela de lo bien que va España, a sus cifras macroeconómicas que no sabemos de dónde se las saca y al viejo truco de que va a crear dos millones de puestos de trabajo en la próxima legislatura, un anzuelo que ha tirado a última hora por si pica alguien. Pero hombre de Dios, cómo dice usted eso, si uno de cada tres españoles es pobre pobrísimo y tres millones ya no ven ni en pintura un mal contrato o un solomillo o una estufa para calentarse. Sin duda, Rajoy no tiene remedio, es un caso perdido. Ganará pero no convencerá, siguiendo la máxima unamuniana, y al final lo dejarán ingresado en el asilo de la Moncloa, pudriéndose por propia inercia, como hace él con los problemas de España.

SÁNCHEZDe Pedro Sánchez qué podemos decir que no se haya dicho ya. La eterna esperanza blanca del PSOE. Por momentos parecía que no había comparecido al debate y que se había escondido en algún lugar del terreno de juego, como un mal defensa central. Tiene percha Pedro Sánchez y queda bien bajo los focos de Atresmedia, es telegénico y apuesto, pero no gana una batalla dialéctica ni aunque se la pongan a huevo, como a Fernando VII. Ayer tuvo una nueva oportunidad de rematar a Rajoy pero dejó que el gallego saliera vivito y coleando del ring. Sánchez se sigue equivocando de enemigo, como le recriminó Pablo Iglesias en un momento de la noche, con razón y entre susurros. Su pacto con Ciudadanos no solo fue un error, sino una traición a la izquierda, pero él insiste, erre que erre, en que aquello fue un acuerdo progresista para el cambio. Esa idea que va soltando por ahí, de mitin en mitin, de que Pablo Iglesias se ha aliado con Rajoy, no se la compra nadie. Alguien debería decirle que la estrategia no funciona.

Con todo, en algunos momentos Sánchez sacó orgullo y casta (sobre todo casta) y tiró de torería socialista, que algo queda aún, como cuando le dijo a Rajoy que tendría que haber dimitido hace mucho tiempo por tanto Bárcenas y tanto Gurtel. Fue un zasca que subió algo el share. El gran problema es que la audiencia se quedó con el runrún de que el secretario general del PSOE no hablaba por boca propia, sino que era más bien un personaje de Susana y sus muñecos, un polichinela en manos de los barones, de la Ejecutiva, del Señor X, quién sabe…

Sin duda, a río revuelto, los chicos de la nueva política fueron los que sacaron más rédito electoral del debate. Pablo Iglesias estuvo moderado, comedido, templado. Supo sujetar la lengua ponzoñosa que tantos disgustos le ha dado en los últimos tiempos. Dijo lo que tenía que decir y lo dijo bien. Ni una coma más ni un punto menos. En algunos momentos hablaba para su parroquia morada, en otros para el vecino sociata de enfrente que anda confuso y escéptico, sin referentes. Iglesias ya sería presidente del Gobierno si no hubiera trazado absurdas líneas rojas, la famosa marca catalana. Allá él.

Y por último nos queda Albert Rivera, que se mostró convincente y seguro de sí mismo, algo que en televisión resulta de la mayor importancia. Rivera encarna el papel más cómodo en toda esta comedia que vive España, o más bien habría que decir tragedia. No es de izquierdas ni de derechas, no es chicha ni limoná, sino un aguachirle que entra fácil por el gaznate del populismo. Habla para autónomos y para asalariados, para obreros y empresarios, para republicanos y monárquicos. En su envoltorio naranja y naif cabe todo. Subirá unas decimillas en las encuestas.

Triste bagaje para una noche perdida. Uno se promete a sí mismo que no se tragará más debates, sean a dos, a cuatro, o a dieciocho, pero siempre acaba picando. Uno que es un vicioso.

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