La reciente noticia acerca de la prohibición de la práctica del chaupadi me hizo pensar en una conversación que tuve con un amigo una vez sobre las funciones corporales de las mujeres, porque lo cierto es que todavía existe un gran estigma social, incluso en nuestra sociedad. Vivimos en un mundo desnaturalizado en el que la menstruación todavía se ve como algo vergonzoso y en el que la concepción consolidada de femineidad hace incompatibles ciertas cualidades con la mujer.

Por muy escatológico que pueda parecer, esta fue la pregunta que un amigo tuvo la ocurrencia de hacerme el otro día:

—oye, ¿las mujeres cagáis?

—Pues claro—.Le dije.

—¡Qué asco!—.Me contestó él.

Lo cierto es que no era la primera vez que oía a un hombre comentar algo así. Porque, por supuesto, algo tan desagradable como el cagar no puede ir aparejado al concepto de femineidad de nuestra sociedad.

Naturalmente, tuve que aclararle que las chicas de bien cagamos rosas, que es algo más complicado de lo que parece. Los pétalos se deslizan por nuestro cuerpo sin problema, deshojándose al nacer al mundo y bañando la taza de un suave perfume. Si son todavía capullos no hay ninguna complicación. Salen como balas estallando al final como el confeti, transformados en un espectáculo de popurrí. Lo difícil son los tallos, eso sí. Las espinas pueden ser peliagudas y provocar cierto dolor. “Es lo que tiene ser una princesa”, le expliqué.

El proceso mediante el cual nuestro cuerpo transforma deshechos en hermosas flores no me lo preguntéis, no estoy segura. Supongo que empieza desde la cuna, como una mutación evolutiva producida por los babis rosas y los lazos con que nos adornan.

Ahora bien, queda una función corporal embarazosa. Tengo que confesarlo. Porque lo cierto es que menstruamos. Así es (voz apesadumbrada, mirada triste y avergonzada). Cada mes nuestros cuerpos se hinchan por las hormonas. Nos llenamos de gases, nos salen espinillas, nos duele todo el cuerpo. Siempre acabamos manchando unas bragas o las sábanas porque la sangre brota a borbotones como un río de vida, arrastrando la vergüenza de no haber concebido un hijo, de no ser puras, de no oler a rosas.

Y claro, tenemos que taparlo, como buenas princesas. Que ningún hombre pueda sentirse incómodo por una conversación sobre la intensidad de nuestros flujos o el malestar que nos produce. Eso es lo fundamental. Que nadie se entere de nuestro olor corporal o de cómo esto pueda afectar a nuestro rendimiento. ¿No queríais salir al mundo y dejar los hogares? Pues toca adaptarse a las normas sociales. Es lo que tiene ser una princesa.

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