La percepción del mundo sensible, cuya realidad conocida y quizá única es aquella que aprenden nuestros sentidos, resulta en la práctica, variable y dependiente del estado psicofísico presente del receptor, del condicionamiento de cada minuto de su vida pasada, y de la posterior interpretación de todo ello.

A continuación, elaboramos nuestra imagen del mundo, la que, si no realizamos un gran esfuerzo por cambiar, nos acompañará como una sombra inseparable hasta el fin de nuestros días.

Los cálculos y posicionamientos que hacemos sin darnos cuenta, los teñimos de emociones, sensaciones y pensamientos que los refuerzan; y así, conducta tras conducta, escribimos con vehemencia nuestro futuro.

Más tarde, elegiremos cuidadosa e inconscientemente, los actores y situaciones que nos confirmen lo ya preconcebido, rechazando de forma visceral aquello que no corrobore la gran puesta en escena que es nuestra propia vida.

¿Qué contenido podemos entonces ofrecer al concepto de realidad?.

¿Quién está dispuesto a empeñarse en el esfuerzo, tantas veces doloroso, de la lucidez?.

Sólo desde la coherencia somos profundos.

Dicho lo anterior, cabe afirmar que la idealización es un mecanismo de desprecio hacia la realidad, de evitación de la misma vida.

Donde no hay contacto no hay vida, ni muerte, sino vacío; por tanto, la idealización va tejiendo un sentimiento de vacuidad por falta de confrontación con uno mismo y con lo que nos es exterior: aquello que no somos.

Tenemos el poder de elegir entre llenar de contenido y sentido los años que vivimos, o sembrarlos de banales plazos y metas que no son sino pasatiempos, más o menos destructivos, mientras nos llega la muerte. Entretenimientos, autoengaños, y un hábito de posponer una y otra vez el presente en espera de la mágica motivación que, en forma de ilusiones, vendrá a salvarnos del sinsentido. Estrategia al fin, para no ver que, de esta manera, hemos perdido de antemano un juego no iniciado aún.

La rigidez mental es un camino seguro hacia el escepticismo. Pero hay algo más allá de los prejuicios y el automatismo, algo que indefectiblemente, pasa por el cuestionamiento de los pensamientos que motivan nuestras acciones, y por las consiguientes emociones en las que nos sentimos prendidos después.

El recorrido es duro pero liberador: reinterpretar la realidad.

Las cosas son también porque no son.

La belleza, la bondad, tienen que ver con la ausencia de sus opuestos.
Las apariencias no desvelan ninguna verdad (excepto la verdad de la existencia de lo falso) sino que la evitan o la ocultan.

Para profundizar en una búsqueda, es imprescindible llamar a la coherencia antes mencionada.

Y al contrario, lo superficial, es disperso.

La conducta modela el pensamiento, y éste la emoción.

Para que pensamiento, emoción y conducta logren la simultaneidad en el tiempo, es necesario ajustarse a un principio de realidad. Ajuste que, en ocasiones, podemos hacer desde el acto de pensar; otras desde el sentir, y algunas, sólo a través del hacer.

Lo que resulta verdaderamente frustrante y cultiva la pérdida de contacto con la realidad, es intentar una y otra vez ajustarla a nuestros deseos.

Por desalentador que nos parezca tantas veces, el esfuerzo de asumir es fértil e integrador; sin embargo, el de evitar ver desde el corazón, nos enajena esencialmente.

Cada reto personal o social que no valore en su medida el contexto real y las propias limitaciones, está mostrando, sin saberlo, su mayor debilidad.

Metas y desafíos son, conceptual y prácticamente, algo muy distinto.

Los proyectos y metas resultan necesarios, como lo es una mirada con perspectiva, consciente de un posible contenido futuro.

Por el contrario, un desafío tiene más parecido a una necesidad de demostración que proyecta la carencia.

Consecuentemente, nada hay mejor ni después que el instante de ser, acto cuyo abandono nos deja en la nada, en la inclemente deriva de otras nadas que no somos.

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