África
Ilustración de Patrizia Gea.

“Historias para desaprender el mundo no pretenden enseñar nada. No pretenden mostrar nada que no esté ahí. No pretenden aleccionar o hacernos ver que el mundo a nuestro alrededor es mejor o peor de cómo lo vemos. Todo lo que aquí se escribe puede estar basado en pura realidad o pura ficción. O una mezcla de ambas.

Historias para desaprender el mundo son historias escritas desde un lugar que a veces no reconocemos o no queremos ver. Una coyuntura o un nexo cultural o multicultural que nos sitúa en un lugar que podemos amar y odiar a un tiempo. La España que me vio nacer, La Guinea Ecuatorial que llegué a imaginar y sentir un poquito, el territorio desconocido o deslocalizado de un sueño que pudo haberse hecho realidad, el universo de la mujer afro y afrodescendiente. Mi abuela, mi madre, mi hermana, yo misma. Un yo negado o exaltado. Un universo que a veces queremos abarcar, pero que terminamos por definir como un inconmensurable agujero. El negro versus el blanco, el racismo, el violeta y el amarillo, la riqueza y la miseria. Lo relativo de un estereotipo o la confirmación del mismo. Todos los colores del arco-iris. O quizás ninguno.

Porque todos, algunas vez, quisimos desaprender o desaprender-nos. Historias para desaprender el mundo son sólo historias, al fin y al cabo.”


 

— ¡Ambolo! ¿Cómo te llamas?

Le increpó la sombra que a ratos dejaba entrever una cara iluminada por algún destello de luz improvisado. Una vela, un candil, un fuego que tan pronto calentaba unas manos (o eso parecían), tan pronto tostaban un poco de yuca loca.

Era una voz de adolescente, amable y femenina. Una voz con marcado acento Ecuatoguineano que a veces parecía querer ocultarse entre las sombras, como su interlocutora y desaparecer en un susurro.

La insistencia de la voz, le animó a responder.

—Hola, me llamo Alejandra, ¿y tú?

Fue entonces cuando Alejandra empezó a percibir que el rostro, hasta entonces velado, empezaba a entreverse como por arte de magia entre las sombras.

— Yo me llamo Nana. ¡Encantada de conocerte por fin, prima!

¿Era posible que sus ojos se adaptaran a la oscuridad? Lo que en un principio se le asemejó como un manto oscuro, tupido y opaco, no era más que una evidente falta de costumbre a una tarde-noche sin luz artificial. La luz la creaban los hombres, las mujeres y los niños, que con su ajetreada cotidianidad a la caída del Sol y aún con la falta de luz de farolas, se valían de medios más tradicionales y baratos como las velas o los candiles.

Ese otro tipo de luz, era percibido ahora por sus otros sentidos antes adormecidos, dando una vida sin igual a la nocturnidad. Respiró hondo el aroma de yuca y a pollo aparentemente chamuscado del puesto de comida que se encontraba a su lado.

— ¿Te apetece comer algo? —la animó Nana.

Casi inmediatamente sintió como sus tripas parecían cobrar vida y su boca empezaba a salivar. Una consecuencia directa de no haber probado bocado desde que dejaron el aeropuerto a eso de las 13:00, Madrid, hora española.

Tardó lo que le pareció una eternidad en responder.

Quizás no era buena idea aventurarse con la comida local nada más aterrizar en Malabo. Y mintió a su prima con el descaro que confería (o eso pensó) la supervivencia. Una gastroenteritis al inicio de su aventura en Guinea Ecuatorial, no auguraba un futuro muy prometedor.

—No, gracias, no tengo hambre —dijo a su prima—. Pero eres muy amable.

Y antes de acabar la frase, empezó a sonar una música especialmente ruidosa y pegadiza en una de las casetas o pubs Ela Nguema, el barrio popular de Malabo dónde vivía el tío de Alejandra.

— Es una canción muy popular aquí —le dijo divertida Nana—. Se titula “la buena cosa”.

— ¿La buena cosa? —le espetó asombrada Alejandra abriendo mucho los ojos.

Daba igual que los abriera mucho. Aún así seguían viéndose pequeños y rasgados. El intento de mostrar asombro e intentar vislumbrar en la oscuridad al grupo de chavales que bailaba al son de la música, creaba una contradicción facial un tanto cómica.

Sus ojos achinados eran herencia de su abuela María Nchamaviyang, “la china”. Una mujer de piel amarillo cobrizo y de carácter alocado hermosa por su belleza y caída en desgracia.

Su carácter arrogante, herencia de su abuelo Bonifacio Ntutumu, más conocido como “el médico”. Aquel que tuvo el descaro de levantar la voz y abofetear a uno de los jefes blancos de la colonia cuando lo llamó despectivamente “negro de mierda”, a pesar de su reputación como sanador y campeón de Messing (la lucha libre local).

— ¿La buena cosa? —repitió nuevamente esperando una respuesta con sentido para ella. Adecuada a lo que creía había aprendido hasta ese instante del entorno local.

El olor a comida (ahora claramente chamuscada) que ya empezaba a saturar sus fosas nasales y su vista semi-adaptada al estado de invidencia parcial sufrida por la escasez de luz, empezaban a hacerla sentir muy alejada de España.

— La buena cosa. Un hombre con una cosa muy grande y muy buena, que da mucho placer a las mujeres, ¿entiendes? —le dijo Nana tratando de ser paciente con la Ntang o blanca que venía de España.

Y casi antes de acabar la frase, empezó a reír a carcajadas. Una risa franca y abierta que resonó en todo el Ela Nguema. Seguramente fruto de la cara de estupor de Alejandra, que seguía claramente sorprendida.

¿No sería acaso la vez que mas ojos se le vieron en la cara?

De repente, empecé a sentir como la risa de su prima se incrustaba en sus entrañas y subía al pecho. Casi como un virus benigno de efecto inmediato y exponencial, sintió una oleada de felicidad imposible de aplacar y empezó a reír y reír apoyada en su prima para no caer. Ella, de la misma manera, se agarraba con firmeza al brazo de Alejandra sin dejar de mostrar sus hermosos dientes.

— “Pero no le quiten, su buena cosa…—repicaba la canción con un sonsonete—.

—“La buenaaa cosaaaaaaaa……”

Y así, con aquella melodía de fondo de temática especialmente inusual, acabaron llorando las dos a carcajadas por “la buena cosa”: Su particular reencuentro.

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