Necesitaba una caricia. Estuve devanándome los sesos como un imbécil buscando el medio de conseguirla hasta que lo vi claro: podía comprarla.

Por la mañana había estado en el mar. En una barca. Con unos amigos. Bueno, en realidad no eran mis amigos. Eran los amigos de un amigo que tampoco era mi amigo. Quiero decir que ellos se ríen a carcajadas entre sí, mantienen conversaciones fútiles y también interesantes porque saben mucho de todo y están muy preparados intelectualmente. Se echan novias. Se emborrachan. Con los años se casan. Tienen profesiones, casas, coches e hijos estupendos; y siempre están en contacto. Nunca pierden la amistad, más bien parece que se acrecienta con los años. Cuando se reúnen hablan del pasado con nostalgia y luego hablan de sus hijos que son todos estupendos, inteligentísimos y con porvenires brillantes.

Yo más bien les acompaño. No suelo hablar. Solo estoy ahí. Cuando apenas me conocen y aún no saben bien como soy (quien soy) se percatan de mi presencia. Por ejemplo: si estamos en una terraza y el que está sentado a mi lado se entusiasma con la conversación y mueve un brazo en el paroxismo de la descripción de una vieja hazaña y sin quererlo me golpea la cara se gira hacia mí y me pide excusas sonriendo. Pero cuando ya me conocen no se giran ni se percatan de que estoy ahí ocupando un espacio. A mí no me molesta. Estoy acostumbrado.

Bueno, el caso es que estábamos en alta mar, a varios cientos de metros de la costa, cuando decidieron alcanzarla a nado. Se lanzaron todos de cabeza al agua. Yo no me podía quedar en la barca como un lelo así que me lance también. Pero me tiré de pie. Nunca me lanzo de cabeza al agua. No sé hacerlo. Caí al agua como una piedra y me hundí varios metros. Nunca lo había hecho antes: tirarme al mar desde una barca. Braceé hasta lograr sacar la cabeza fuera del agua. Les busque con la mirada. Estaban muy lejos. Nadaban a crol con mucho estilo. Estuve por unos momentos indeciso: ¿Volver a la barca o intentar seguirlos?

Me decidí por lo segundo. Podía conseguirlo. Después de todo físicamente era como ellos. No soy especialmente débil. El problema es que nado muy mal a crol. No tengo estilo (y eso que de pequeño di clases) y me da vergüenza que me vean nadar así; por eso siempre nado a mariposa, braceando hacia los lados.

El mar es denso (y yo no lo sabía): una masa de agua densa y profunda que no facilita las cosas. Empecé a sentir mucho miedo porque veía que no avanzaba, que el mar me retenía. Decidí intentarlo a crol: lanzar un brazo hacia adelante, luego el otro, la cara enterrada en el agua, girarla a un lado, respirar, volver a hundirla… Al poco tiempo me sentí agotado; dejé de nadar y me mantuve a flote mirando hacia la costa. Ya no les divisaba. Me giré. La barca estaba lejísimos. No me sentí capaz de alcanzarla. Repito que estaba agotado. El mar se onduló un poco y tragué su agua salada. Una sensación horrible. Estornudé varias veces y cada vez que lo hacía tragaba más agua. Me invadió el pánico. Sentí de nuevo esa increíble densidad de agua rodeándome, intentando engullirme. Tenía que gritar. Tenía que sobrevivir.

No podía creer que pudiera morir de esa manera horrible. Sentí como se activaba súbitamente, aullando en mi interior como una sirena estridente, mi sentido de supervivencia.

No es que me hubiese sentido alguna vez vivo (lo digo por lo de sobrevivir) Vivo del todo no y creo que en parte tampoco. Siempre he tenido la sensación de vivir como en un sueño amargo donde no hay vibraciones, colores, alegría, emociones… Solo un todo grisáceo y un zumbido bastante desagradable. Pero al menos lo disimulo cuando estoy con los amigos. Cuando ando por las calles. Cuando conozco a alguien. Disimulo bastante bien y estoy seguro de que creen que estoy completamente vivo. Por lo demás no sé lo que opinan de mí. Presiento que no tienen opinión. Por ejemplo: si estoy con alguien que es mi amigo andando por una calle y de pronto nos topamos con otro amigo al que hace mucho tiempo que no vemos, el amigo (en principio) se alegra de vernos a los dos; pero, dos minutos más tarde, se enzarza en una conversación que dura casi (por lo general) tres cuartos de hora con mi otro amigo y yo quedo al margen. Solo estoy ahí. Prácticamente inmóvil, escuchando, intentando sonreír, haciendo ver que no me importa, que no me siento desplazado. ¿Pero qué es en realidad lo que está pasando? Que mis dos amigos no esperan más de mí. Que están conmigo porque no soy pesado, no soy antipático, no soy nada que les repugne, que les incomode. Solo alguien que esta ahí. Ni se plantean como me conocieron, como me hice amigo suyo. No se acuerdan. No les importa.

De pronto, cuando no paraba de entrarme agua por la boca, cuando apenas lograba mantenerme a flote, una mano tiró de mí y me vi bruscamente tendido en una lancha motora que ahora recuerdo olía a goma.

-Pero como se le ocurre bañarse aquí. Está prohibido. A estado a punto de ahogarse. Pero ¿cómo se puede ser tan estúpido? No se puede fondear aquí.

-Mis amigos…

-Ya los veo.

Cogió el timón y se dirigió hacia ellos. Estaban llegando a las rocas. No parecían cansados, más bien tenían un aspecto fantástico mientras aun en el agua escuchaban con cierta sorna la bronca del salvavidas. Yo me sentí ridículo sentado en la lancha. Y no logré disimular. Pero ellos no se percataron…

Odié el mar. Un odio profundo… salvaje… Quise desgarrarlo, destriparlo. Me imaginé siendo un titán, alzado sobre él, con un puñal en cada mano, clavándolos una y otra vez, mientras, a cada puñalada, lanzaba un grito desgarrador y arqueaba su asqueroso lomo lleno de algas y medusas infectas.

Estuve toda la tarde tenso. Sintiéndome más extraño que nunca. Caminando rápido, con la mirada fija oculta tras las gafas de sol, con la cabeza a punto de estallar (como suele decirse) y sabiendo que necesitaba una caricia.

Por eso la compré.

Nunca antes había estado con una prostituta. Recogí del suelo una tarjeta de esas que están por todas las calles de la ciudad y llamé. Una mujer con una voz muy agradable, pero con un tonillo que no sé por qué percibí como amenazante, me indicó los precios. Cien euros media hora, doscientos una hora. Luego me dio a escoger entre varias razas. Me decanté por una hora y por una española. Le di mi dirección y me senté en el sofá para fumarme un cigarrillo.

Empecé a sentirme muy nervioso mientras esperaba. No sabía muy bien cómo se debe de esperar a una prostituta o, como hubiesen dicho mis amigos, a una puta. Creí que lo más conveniente, y es lo que me salía del corazón, sería tratarla como una mujer sin más. Ser caballeroso y estar aseado. Me duché y me perfumé. Luego me vestí con elegancia y ordené el salón. En plan precaución (repito que nunca antes había estado con una prostituta) escondí las cosas de valor. Saqué los doscientos euros de la cartera, los guardé en el bolsillo del pantalón y escondí la cartera junto a las tarjetas de crédito. Tal vez fuera ruin por mi parte tanta desconfianza. No lo sé. (He de confesar que también puse en la pantalla del móvil el número de la policía).

Pasó, y no exagero, una hora y la chica no aparecía. Comprobé si estaba bien colocado el contestador automático. Se me pasó por la cabeza una idea estúpida: Quizá la chica del teléfono, por mi tono de voz, se había percatado de cómo era yo y, al igual que mis amigos, me tomaba ya como un ser invisible y había decidido consciente o inconscientemente que mi llamada no se había producido. Pero no. Eso no era posible. Aunque seguí dudando hasta que sonó el telefonillo. Estuve a punto de preguntar quién era, pero me pareció una idea estúpida. Solo podía ser ella. Simplemente apreté el botón para que se abriera la puerta. (A veces mi contestador no funciona y al apretar el botón no se abre la puerta y entonces la gente no vuelve a llamar y sin más se va. Recé para que no pasase esa noche. Ni creo ni dejo de creer en Dios, pero de que algo existe estoy seguro, sino que hago yo aquí contándoles esto). Era la una de la madrugada. Nadie la vería subir (A pesar de ello volví a rezar para que no vistiese como una fulana). Sonó el timbre.

-Hola.

-Hola.

Entró con mucho desparpajo. Se quedó en el recibidor mirándome y me preguntó algo con la mirada. Por unos segundos no entendí lo que decía. Así que le pregunté también con la mirada.

-¿Cómo?

-En donde…

Le señalé el salón. Entró. Dejó un pequeño bolso sobre la mesa y sacó el móvil. No sé con quien se puso a hablar. Yo solo la miraba. Era muy guapa: rubia, tez pálida, ojos azules, claros, brillantes. Nariz respingona. Labios rojos, muy rojos y carnosos, y un tipo estupendo. No tendría más de veintitantos.

Cuando dejó de hablar por el móvil me acerqué a ella y le ofrecí un cigarrillo. Lo aceptó sin más. Volvió a sonreírme y se me quedo mirando un buen rato. Llevaba una camisa blanca, sin mangas, con trazos rojos, como pintados a brocha, y unos vaqueros muy estrechos.

-Eres muy guapa…

-Gracias cariño…

No sabía qué hacer. Que decirle. Había pensado como pedirle la caricia. Lo tenía bien preparado. Pero ahora no sabía cómo decírselo. Me resultaba como ridículo hacerlo. Me sentí muy violento, pero a la vez tranquilo. No sé si me explico: ella era muy natural, no parecía estar mínimamente inquieta, nerviosa, pero tampoco decía nada. Solo hablaba con la mirada y es complicado entenderse así. Muy complicado.

Me acerqué a ella.

-Espera un poco cariño.

-No, si solo quiero ofrecerte algo de beber.

-Ya me lo traen.

Volvió a sonar el telefonillo

-¿Es para ti? -le pregunté con la mirada.

Ella volvió a sonreír.

Cuatro minutos más tarde llamaron a la puerta. Estaba confuso y muy asustado. Cogí el móvil antes de abrir la puerta. Un hombre vestido de chófer me saludó con mucha educación y me entregó dos latas de cerveza. Cerré la puerta perplejo y se las di. Abrió una y se la bebió de un trago.

-¿Puedes guardarla en la nevera?

-Claro.

La metí en la nevera y volví al salón. Se había sentado en el sofá con las piernas cruzadas. Estaba hurgando en su bolso. Sacó un preservativo y lo dejó sobre la mesa.

-No. Espera. No quiero eso.

-Imposible cariño. Sin preservativo no lo hago. Tienes que ponértelo.

-Me refiero a que no quiero sexo. No te he llamado para eso.

Ella sonrió. No pareció sorprendida. Era una profesional. Supongo que se sintió aliviada. Un cliente atípico. Solo conversación.

-Pero cariño… tienes que disfrutar un poquitín, te siento muy agobiado. Yo estoy aquí para darte placer. Soy muy buena haciéndolo. Relájate…-todo esto lo dijo otra vez con la mirada, sonriendo pícaramente. Intenté contestarle del mismo modo, pero no supe hacerlo. Me limité a negar con la cabeza.

-¿Te la has limpiado bien? ¿Quieres que te la limpie yo?

-No, de verdad. No quiero sexo. Solo quiero una caricia.

Se rio. Una carcajada limpia, blanca, fresca. Una carcajada que no ofende, que no molesta, que no te hace sentir ridículo.

-¿Cómo te llamas?

-Francia

-¿Francia? Que nombre tan original. Es muy curioso. ¿Tus padres han vivido en Francia?

¿Que pregunta tan tonta, no? Que pregunta tan absurda. Qué más da. Se la habrían hecho todos sus clientes. No era para tanto.

-¡Bah!, no es mi nombre verdadero. Pero me gusta. Cuando me retire quiero vivir en París, es mi sueño

-¿Pero porque no te llamas París, directamente?

Esto se lo pregunté con la mirada y esta vez ella me entendió.

-París suena a chico. Francia es más femenino. Y yo soy muy femenina. ¿Dónde quieres la caricia cariño?

Llevó sus dedos al cinturón de mi pantalón para desabrocharlo. Le cogí las manos y la detuve.

-No. Ahí no Francia. No quiero sexo. Nada de sexo. Ha sido un día desagradable. Muy tenso. Solo quiero una caricia en la cara. Una caricia suave.

-Entiendo cariño.

Lo que le pedía debía ser tan nimio que seguro que se puso aún más contenta. Se levantó del sofá y se arrodilló en el suelo.

-Acuéstate y cierra los ojos.

Pasaron unos minutos sin que ella hiciera nada. Hasta que volvió a hablar.

-Relájate cariño. Te siento muy nervioso.

No podía. Tenía miedo de que lo intentase otra vez. Que insistiera con lo del sexo, que se pasase la hora entera intentándolo. De pagar por nada.

Pero no. Lo había entendido perfectamente. Note su mano en mi frente. La deslizó por mi rostro. Luego se colocó a horcajadas sobre mí y esta vez sentí sus dos manos en mis mejillas. Comenzó a moverlas despacio. Masajeándolas. Era algo indescriptible. Las palmas de sus manos eran cálidas, aterciopeladas. Mi rostro se deshacía, se disolvía… Era fantástico. Pero aún no había llegado lo mejor: cuando ya no tenía cara, cuando ya me había difuminado por completo y la paz, esa paz que solo se percibe en algunos viejos cementerios, se había adueñado de mi ser extinto, percibí una ligera presión en mi parpado derecho que me devolvió la corporeidad, pero de un modo diferente, completamente nuevo para mí. Era otra vez un ser encarnado, pero (es imposible describirlo con palabras, aunque lo intento) estaba, por primera vez, vivo. Pero vivo de verdad. Esperé dichoso a que sus labios se posasen en el otro parpado. Tardó una eternidad en hacerlo, pero al fin volví a sentir esa presión divina y abrí los ojos para ver por primera vez el mundo…

Su rostro sonriente me miraba con afecto….   .

-¡Ha sido fantástico Francia! Me has devuelto a la vida.

Y su risa volvió a inundar el salón. Había cambiado. Todos los objetos se habían transformado de un modo que, insisto, no puedo describir. (No puedo hacer literatura, os habréis percatado de que no se escribir así que los definiré como sencillamente “nuevos”. Sí. Es lo más correcto. Después de todo yo acababa de nacer y todo era así: nuevo.)

-¿Sabes Francia? Eres un ángel. Casi puedo ver tus alas.

-Ahyyy cariño… qué locos estáis algunos hombres. ¿Me das la lata? Estoy seca.

Fui a la nevera y cogí la cerveza.

-Aún queda mucho tiempo. ¿Qué quieres hacer ahora? Puedo irme. Me pagas y te dejo solo. Lo que prefieras.

-¿Marcharte? No Francia. Hablemos.

Hablé mucho rato hasta llegar a lo de la barca. Eché pestes sobre el mar y ahí ella me interrumpió.

-No digas eso. El mar es maravilloso. Siempre que puedo voy a la playa al atardecer. Me siento en la orilla y hablo con él. Le pregunto cosas.

-¿Hablas con el mar? ¿Como lo haces conmigo? ¿Con la mente?

Se volvió a reír.

-Mira, yo le hago una pregunta y cierro los ojos. Si el sonido de las olas se hace más fuerte es que dice que sí, pero si el sonido no cambia es que dice que no.

Le acompañé hasta el coche. El hombre uniformado me saludó con la visera. Cuando se alejaron me dirigí hacia la playa. Todo había cambiado. Todo. Había vida por todas partes. Armonía. Cuando me cruzaba con alguien me quedaba perplejo porque todos eran -¿cómo podría decirlo?- hermosos. Sin embargo, la desazón comenzó a corroerme poco a poco y volvió la niebla grisácea y el zumbido en los oídos. Francia no era un ángel… era más bien un mago… y la magia se desvaneció en el camino. Al llegar a la playa me volví a hacer invisible.

Me quité los zapatos y me remangué los pantalones. La arena estaba fresca y el mar parecía un inmenso ser de superficie plateada y ondulante lamiendo pacíficamente la arena. Pero yo sabía lo traicionero que era. Su falta absoluta de piedad. La trampa mortal que se escondía bajo esa superficie hipnótica…

Me senté en la orilla, cerré los ojos y escuché el sonido de las olas. Era regular, como el palpitar de un corazón magnánimo y perezoso que se sabe inmortal. Acompasé mi respiración a ese latido y susurrando le pregunté:

-¿Tú… me escuchas?

 

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