Seguro que muchos de los que nacieron y crecieron en un pueblo todavía recuerdan cómo manteníamos a raya a las gallinas con un sarmiento mientras nos aliviábamos al pie del basurero en un rincón del corral. Lo que no podíamos imaginar es que con ese sencillo acto, uno más de los muchos actos cotidianos  de ecologismo radical, además de espantar a las gallinas, espantábamos al fantasma del efecto invernadero, protegíamos la capa de ozono y retrasábamos en suma el tan temido cambio climático. Nada menos.

Éramos ecologistas sin saberlo porque amábamos y respetábamos a la naturaleza de una manera natural, sin pararse a pensarlo siquiera, como se quiere y respeta a la propia madre. Y sentíamos que la naturaleza nos correspondía porque nos daba todo, nos cuidaba y protegía y sabíamos de una manera profunda, elemental, sin  necesidad de ser traducido a palabras, que si cumplíamos sus sencillas reglas, si manteníamos una estrecha convivencia basada en el aprecio y el respeto ella, como buena madre que era, cuidaría de nosotros como siempre lo había hecho. Pero hubo un momento en que, cegados por nuestra estúpida fiebre del desarrollismo a toda costa, le dimos la espalda, la menospreciamos cuando no abusamos de ella sin ningún miramiento. Creímos insensatamente que ya no la necesitábamos para nada y así nos va. Y ese espíritu primario y elemental de aprecio y respeto  por la naturaleza es algo que ahora urge recuperar si no queremos ahogarnos en nuestra propia basura. Pero puede que sea demasiado tarde para eso, la partida esté perdida y ya estemos condenados por esta sociedad  basada en el consumo que al principio nos parecía tan  moderna y fascinante y ahora nos damos cuenta que no lo era tanto. Una sociedad que nos mantiene enganchados al desaforado consumo como a vulgares yonquis a través de una omnipresente publicidad,  que nos obliga a tener cada vez más cosas que no necesitamos, tratándonos no sólo como a borregos sino algo peor que eso: como a retrasados mentales. Una publicidad que seguimos como  los toros siguen al capote sin darnos cuenta que acto seguido viene la estocada, la puntilla y el descabello y finalmente el arrastre de mulillas, que es el momento exacto de la lidia en el que nos encontramos.

En aquellos ya lejanos años sesenta y setenta de Los Beatles y los Planes de Desarrollo, del radiocassette y las albarcas hechas con rueda de Seiscientos, todavía nos manteníamos a salvo de esos reclamos porque no había televisión, que tal como ahora está se ha erigido en nuestro peor enemigo, pero también porque había una filosofía de la vida basada en la prudencia, en la moderación, la previsión y la sensatez que se oponía al  derroche y al despilfarro porque sí, y seguía las reglas no escritas de la reutilización, el aprovechamiento y el reciclaje de todo lo que había a mano que no era poco si se sabía emplear la imaginación además de ese sentido común que ahora está más en peligro de extinción que el oso panda, el lince, el águila imperial y la ballena azul juntos. No debemos confundir aquella vieja cultura de la moderación y la sobriedad con la miseria, que también la había y mucha, era algo más: una  forma de entender la vida basada en la mesura, la sobriedad y  la continencia que  se resistía a caer vencida por el bonito y caro envoltorio de la nada que ahora compramos compulsivamente cuando nos clavan en la mollera las inmisericordes espuelas de la publicidad.

Más de uno recordará que en aquellos años todavía vivíamos apegados a la tierra, comíamos fundamentalmente los productos de temporada que daba el terreno y los excedentes se convertían en conservas hechas en casa. En las casas había gallinas y gorrinos, esos prodigios de la naturaleza, además de otros animales domésticos que eran los encargados de comerse los cereales que nosotros mismos cultivábamos y también nuestros desperdicios y después nos los comíamos nosotros a ellos.  De esa manera tan práctica y sencilla cerrábamos perfectamente el ciclo de la naturaleza. Entonces se aprovechaba todo lo que se tenía a mano y nada se tiraba, todo se mantenía y reparaba cuando era necesario y se volvía a utilizar, puro desarrollo sostenible. Las casas eran de tierra amasada, dormíamos en colchones de lana, el aceite usado se convertía en jabón y la ropa y el calzado se remendaba y reutilizaba mil veces. El plástico apenas existía y el cien por cien de los envases de vidrio también se reutilizaban. En las casas había cuatro bombillas que apenas consumían, la iluminación de los pueblos era igualmente escasa, ecológica había que decir, no como ahora  que las calles parecen el escenario de un teatro. Ahora las calles de muchos de nuestros pueblos han perdido ese encanto y misterio, ese recogimiento, ese secreto impenetrable que tiene la noche, y si se pasea de noche por sus calles uno se angustia porque parece que detrás de cada esquina va a surgir una compañía de Zarzuela o los Coros y Danzas de Navalmoral de la Mata. Esa desproporcionada iluminación, por poner un ejemplo de absurdo derroche, además de la contaminación lumínica que impide disfrutar del maravilloso cielo nocturno, constituye un gasto de energía que cuesta mucho, demasiado, y no sólo hablo de dinero, que también, sino de algo mucho más importante, y es que esa luz  se produce con fuentes de energía no renovables que están deteriorando el medio ambiente a marchas forzadas y acelerando el temido cambio climático. Pero esto parece importarnos poco y pensamos con la estúpida convicción del nuevo rico, que ese deterioro, ese perjuicio al medio ambiente puede subsanarse con dinero porque estamos convencidos, y ese es nuestro trágico error, que el dinero puede comprarlo y arreglarlo todo. Cuando la realidad es que en esto de la conservación del medio ambiente, una herencia que recibimos de nuestros ancestros y debemos legar por lo menos en las mismas condiciones a las generaciones venideras, hay daños que no hay dinero capaz de arreglar, ni siquiera de atenuar o suavizar.

Uno de los primeros anuncios de televisión, de los pocos buenos que recuerdo, además del “todos contra el fuego” “pezqueñines, no gracias” y otros, llamaba al ahorro de energía diciendo “aunque usted pueda pagarla, España no puede” y ese lema es justamente el que ahora debemos aplicarnos. En aquellos tiempos, en los pueblos  se usaban los sarmientos o las ramas secas del monte y todos los desechos vegetales aprovechables como combustible. Y éstos constituían una inacabable fuente de energía renovable, una fuente de energía limpia donde las haya, que servía para cocinar y para calefacción. Más de uno recordará las “glorias”, tecnología punta romana, que nos calentaban en los largos y duros inviernos de antaño. Después las cenizas de las estufas, chimeneas y “glorias” se echaban a las viñas, a los olivares y a los barbechos junto con la basura orgánica y todo volvía una y otra vez a su origen.

No se trata de volver otra vez a la estufa o la “gloria”, aunque hay gente que lo ha hecho porque no tiene dinero para gasoil, ni a vestir ropa vieja y raída ni calzar albarcas con suela de Seiscientos; ni a la tabla de lavar, a la trilla o al candil o a espantar a las gallinas con un sarmiento mientras nos aliviamos al pie del basurero. Todo eso debe pertenecer al recuerdo, que no al olvido. Ahora nuestro reto debe consistir en, sin  renunciar a las comodidades que ahora disfrutamos, hacer un uso racional de ellas. Estamos equivocados, y perdiendo un tiempo precioso, cuando hablamos del deterioro del medio ambiente como un asunto lejano, algo a lo que habrá que dedicarle alguna atención más adelante, cuando es nuestra casa la que está empezando a arder con nosotros dentro.

La Tierra, Gaia, la madre tierra nutricia, Gea, “la del amplio pecho” es un gigantesco ser vivo viajando por el espacio y nosotros una pequeña comunidad de parásitos viviendo de y sobre su piel. Cualquier día le molestaremos más de la cuenta y se nos quitara de encima como un perro se sacude las pulgas con un vertiginoso rasgueo a lo Paco de Lucía. De modo que el daño no se lo hacemos a la Tierra, porque ella sobrevivirá a nuestra corta y molesta visita como ha sobrevivido a todo porque es una maravillosa fábrica capaz de producir millones de formas de vida a lo largo de millones de años y nosotros sólo somos una de esas pequeñas formas, una suerte de fastidiosos piojillos que duraron un segundo en su escala de tiempo. Quizá los parásitos más estúpidos con diferencia que pasaron por aquí, porque a pesar de nuestra enorme capacidad para pensar somos incapaces de mantener limpia, o al menos un poco decente y curiosa, la casa donde vivimos, nuestra única casa, de la que sacamos todo lo necesario para vivir. Pero qué puede hacerse si empezando por nuestros dirigentes, Rajoy y su primo, Hernando y su burla porque el nivel del mar no sube lo que una vez leyó en un periódico, es de suponer que se sentirá decepcionado y que está esperando a que suba metro y medio para empezar a tomar medidas y, cómo no, el simpar Aznar, un tonto metido a estadista, negando el cambio climático… y tantos y tantos y tontos abonados a la  necedad y al cretinismo. Y por desgracia, fuera de España las cosas no van mejor, los dirigientes mundiales con Trump a la cabeza, se resisten a tomar medidas contundentes para conservar lo que todavía queda, alegando que eso “frenará” su desarrollo económico. No se puede ser más irresponsable, además de imbécil. No se sabe si aún tenemos tiempo suficiente para paliar este desastre, lo que está claro es que cada vez nos queda menos.

Desde hace mucho disponemos de arsenales nucleares capaces de destruirnos diez o veinte veces sin embargo aún no tenemos ni puta idea de  cómo evitar que nos ahoguemos en nuestra propia mierda.

 

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