Doce kilos

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Doce kilogramos: la capacidad de una lavadora de tamaño estándar, el peso de una incautación de mediana trascendencia o la tara aproximada de una bombona de butano de uso doméstico. Doce kilos. Doce.

Anabel había engordado doce kilos en el transcurso de los últimos cuatro meses. Ahora, cuando se sentaba a orinar o hacer de vientre, las piernas se le dormían en cuestión de segundos, y hasta resultaba milagroso ponerse en pie y salir del baño sin una ceja partida. Porque ya no era la misma. Pese al peeling, al tinte, a los batidos de soja y a la leche de almendras. Todo había sido un derroche inútil, con especial mención de la pedicura asiática y los masajes linfáticos del curandero del tercero be, que le habían drenado la cartera en sesiones de cuarenta minutos, tres veces por semana, a cincuenta euros el sobeteo.

Nadie conocía la verdadera causa de aquel sobrepeso. La rutina de sus comidas no había variado en absoluto durante los últimos ciento veinte días. Incluso podría afirmarse que Anabel había pasado más hambre que de costumbre, sobre todo después de advertir los primeros indicios de la catástrofe en su cintura. No era tampoco una cuestión de líquidos que su cuerpo hubiera retenido por cuenta propia, ni ninguna otra rareza endocrina. Según todos los informes, su balance interno era sencillamente normal, sin padecimientos evidentes u ocultos. Era el cuerpo sano de una mujer de treinta años. Pero con doce kilos de más.

Anabel no devolvía las llamadas y dejó de frecuentar los lugares de costumbre. Al parecer, había una gran diferencia entre llevar aquellos doce kilos a cuestas y no llevarlos. Lo había podido comprobar en los silencios a destiempo de Eduardo antes de abandonarla, o en la manera en que ahora la manoseaba su madre en las visitas para sobrellevar el duelo.

– Pero mujer, si te ves más sana que nunca… Jamás estuviste más lustrosa, coñe. Yo no sé a qué tanto drama.

En poco tiempo creyó alcanzar el propósito de su reclusión: sus conocidos la habían dejado en paz, finalmente.

Todos con excepción de Rubén.

Rubén había estado ahí, desde el principio, fingiendo con reiterada torpeza no andar enamorado de Anabel. Había persistido, durante casi veinte años, en esa suerte de cortejo secreto y enfermizo que, en la cabeza de un demente, habría acabado tal vez en tragedia; pero Rubén era inofensivo o lo parecía demasiado. Aburrido e inofensivo. Como una carga que ella hubiera tenido que soportar antes de aquellos doce kilos, desde su infancia hasta ahora, asistiendo al bochorno de tantas y tantas burlas a costa del pobre Rubén por parte de todos, y de las que ella misma había participado con especial aspereza en demasiadas ocasiones.

Sin embargo, hoy –no se sabe cómo– es Rubén quien vence la aduana del portero automático, coincidiendo tal vez con algún vecino que baja la basura, saca al perro o sale a echar un pitillo clandestino; sólo después llamará con los nudillos a la puerta, echándose a un lado para no ser descubierto por la mirilla, y se compondrá el poco flequillo que le queda ya en su frente manchega.

Cuando ella aún no ha terminado de girar el pomo de seguridad, Rubén ya estará sentado en la sala de estar.

– Te traje un libro. Yo no lo leí pero me garantizan que es bueno. Hay gente que dice…

– ¿La gente? ¿Qué gente? Pero si a ti no te dan ni la hora. No seas ridículo, Rubén.

Él se acaba entonces el vaso de agua que ella le ha ofrecido con desgana y después se larga. Hasta el día siguiente. Y ya puede ser un disco de Caetano, flores frescas o una simple barrita de muesly que ella se volverá a cagar en su alma.

– Ni en tus mejores sueños, mamarracho. Antes prefiero que se pudran estas carnes.

Pero Rubén no escucha ya esta posdata, porque aguarda estoicamente el retraso del veintisiete, sentado en la parada de la plaza de Jacinto Benavente con Atocha.

Su paciencia es tan virtuosa como inútil, quién sabe.

La esperanza –y no los kilos– es lo último que se pierde.

 

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