El otro día fuí a comer a casa de mis padres, tenían la tele puesta en el Canal 24 horas y surgió la retransmisión, en riguroso directo, del anuncio público del premio Nobel de Literatura. Su portavoz, una mujer alta, distinguida y con cierto aire de maestra de gramática, de piano tal vez, asomó por la misma puerta de siempre, como si se escabullera de una reunión del claustro del cole, y, sabiéndose perfectamente observada por aquella parte del mundo que no pasa hambre ni frío y puede permitirse el lujo de conceder alguna importancia a estas cosas, parecía estar a punto de pronunciar «Phillip Roth«, o quién sabe si algún desconocido nombre tagalo, panameño, albanés, cuya vida iría a cambiar para siempre en un instante. Todo cuanto ella iba diciendo me sonaba a sueco, pero aún así creí entender estas dos palabras: «Bob» y «Dylan«. Filtrándose en su voz -«Bob«-, esa inconsciente ironía -«Dyyylan«-, de quien se dice: «en efecto, sabíamos que os sorprendería…».

Para mí aquello fue dinamita. Como la que inventara Alfred Nobel, por cierto. Si bien mi padre se sentó entonces en la mesa y, sin especial afán de burla, dijo : «¿Este no era un cantante?…». Añadiendo que no entendía nada a estas alturas de la vida. Ello me hizo recordar al padre de Woody Allen en «Hannah y sus hermanas», cuando Woody le inquiere: «¿Y si la vida no tiene sentido? Por ejemplo, ¿por qué existieron los nazis?…». Y el otro, resignado, le responde: ¿Cómo quieres que sepa por qué existieron los nazis si ni siquiera sé cómo se utiliza este abrelatas?…». Hablo de esa confusión que ralla en desconcierto. O en concierto, en este caso. Solo se me ocurriría decirle sin decírselo: «pero si nunca te interesó tres pepinos el rock, el folk o el propio Dylan… ¡Y no entiendes sus letras!…

No soy entendido de su obra, salvo cuatro o cinco discos, pero amigo, qué discos. Justo la tarde anterior me puse en casa «Tombstone Blues» del álbum «Highway 61 revisited«, y mientras la tarareaba distraídamente pensé en lo mucho que me gusta esta simple frase: «and the town has no need to be nervous» («y la ciudad no tiene ninguna necesidad de ponerse nerviosa»). No parece gran cosa a simple vista, pero en el contexto de esa canción, igual que la línea de un verso, resulta simplemente estupenda. Aunque vaya, la ciudad mediática no tuvo en cuenta esta vez que Dylan era ya candidato desde hacía algún tiempo: poco más que una mera boutade escandinava para algunos, ni siquiera entraba en los pronósticos. Vamos, que el Nobel no estaba cantado… Hasta ahora.

El galardonado solo ha publicado dos libros -un poemario del que él mismo renegaría y la primera parte de sus memorias-, lo que le hace un Novel Nobel, un tipo inédito de premiado, cuyos fans más acérrimos enloquecen de alegría mientras otros, quizá los más inteligentes, se lo toman a simple choteo (con twits tan impagables como: «Si a Bob Dylan le dan un Nobel, Sabina merece por lo menos un Ducados«). Esa misma noche curioseé un coloquio radiofónico al azar, y los periodistas implicados reaccionaron con esa rancia condescendencia que permite asociar dicho Nobel con los extrañísimos Nobeles de la Paz a Obama y a Santos. Un Nobel a un cantautor esta vez… Qué disparate.

¿Lo es?… La respuesta, amigo mío, está flotando en el viento, aunque de qué serviría por ejemplo preguntarse si el Nobel es un simple premio y ya está, tan subjetivo o cuestionable como todos los demás. Demasiados escritores, científicos, economistas, químicos, etc, lo ansian con toda la incuestionable objetividad de su alma, excepto Boris Pasternak -tristemente presionado por el estado soviético para rechazarlo-, o el siempre impactante Jean-Paul Sartre, capaz de haberlo codiciado con tal de pegarse el lujo de decir: «no» con su más loable talante filosófico (que no le impediría aceptar el dinero correspondiente, por cierto).

Al día de hoy todavía siguen intentando contactar con Dylan desde Estocolmo, y qué esperarse de alguien que está tan de vuelta de todo que ni saluda a su público desde el escenario. El primer sorprendido -¿no es gracioso que actuara en Las Vegas esa misma noche?-, debió ser el propio Bob. Al igual que todo escritor agraciado antes que él -no necesariamente agradecido-, ha pasado a ser automáticamente un «Nobel». Sea conocido o no, leído o no (y, desde hace una semana, escuchado o no). Solo que todo el mundo conocía a Dylan, su voz gatuna, esa actitud mohina, que no le impidió hacerse con el premio más célebre -con permiso del Óscar, que él mismo consiguiera hace más de diez años-, y el más politizado también. Pero esto da igual: casi todos picamos.

Nada más conocer el veredicto, todos los que, mediados de octubre, hemos trabajado como libreros alguna vez nos precipitábamos a colocar un montón de ejemplares de las obras de Mo Yan, Tranströmmer o Le Clèzio en una especie de altarcito junto al escaparate, sin importar que casi nadie supiera muchas veces quién diablos eran esos tipos. Aún pese a excluir de su gloria a Proust, Tolstoi, Borges, Cortázar, Joyce o Greene, el Nobel representa el infalible panteón literario universal, de hecho muchos debemos al Nobel la lectura de Steinbeck, Lagerkvist, Böll o Faulkner, solo por haber sido publicados en la ceremoniosa «Biblioteca Premios Nobel», ediciones Orbis, que reposaba en alguna estantería de nuestras casas. De ahí que una decisión así haya parecido a muchos impropia de esos tiempos mejores en que recaía en gente como… ¡Winston Churchill! (pero nunca he leído a Winston Churchill; ¿quién me dice a mí que no es un gran escritor?; ¿debo prejuiciarle tanto como a Dylan, «solo» por haber ganado tanto la Segunda Guerra Mundial como una cena de gala en Estocolmo?).

Y ah, si premiar a uno no implicara muchas veces el habérselo arrebatado a otro que -siempre supuestamente, claro-, se lo merece mucho más. Todo sería más apacible. Pero no lo es. Recuerdo un editorial de El País en el que Vicente Molina Foix trataba con cierto desdén a Dulce María Loynaz solo por creerla menos merecedora del Premio Cervantes -«el Nobel de las letras hispánicas»-, que a Juan Benet, fallecido ya entonces. Por supuesto, hay quienes consideran que este año se lo han vuelto a robar a Murakami, pero el japonés tiene mucho tiempo por delante, hablemos de Roth: norteamericano como Dylan, y dada lo improbabilidad de que dos compatriotas repitan premio en años no ya consecutivos, sino próximos, el autor de «Pastoral americana», principal candidato desde no sabe cuándo, puede haberse quedado sin «el» premio para siempre, aunque sobrevivirá. Y su obra con él. Y, más especialmente, sin él: la posteridad es lo único que dictamina estas cosas, qué perdura y qué no: solo un Nobel Póstumo podría tener verdadero sentido, aún cuando la disponibilidad de los implicados a la hora de asistir a la ceremonia oficial se vería algo menoscabada, sin duda. Borges consideraba el hecho de no recibirlo cada año «una tradición escandinava», y al llegar octubre numerosos lectores (¿oximorón?), volvían a chasquear la lengua. Cortázar, hemos de esperar, ni siquiera lo esperó jamás, y a Proust le pudo haber tocado, aunque murió demasiado pronto. ¿Y a Kafka? Ese sí que habría sido póstumo a la fuerza.

Recuerdo a un profesor universitario comenzar sus clases con la pregunta: ¿qué es la literatura?… Al pensarlo, a mí me pasa como a San Agustín cuando hablaba del tiempo: «si no me lo preguntan, lo sé; si quiero explicarlo, lo ignoro». ¿Es estrictamente necesario que un texto sea un libro -y un escritor un prosista o poeta- para ser considerados como tal?… ¿Es que Bob Dylan no ha escrito algo lo suficientemente bueno entonces, aún cuando sepa cantarnos, a su personalísima manera, aquello que él mismo escribió?… Y aún cuando supiéramos qué diantres es la literatura, ¿cómo y por qué accedemos muchas veces a ella?… Un día, en la Feria del Libro, pude presenciar a Bryce Echenique firmando ejemplares de su premiada novela en el stand de la editorial Planeta, el más cuantioso en dinero del ídem (Bryce, artista algo caído en desgracia últimamente; ¿para cuando el Cervantes, aún conviniendo en la vanidosa naturaleza de un premio?), y entonces oí a un señor que, sin saber quién era aquel escritor peruano ni importarle, preguntó a su hija adolescente: «Mira, el Planeta, ¿lo quieres?».

El teatro, según aquel profesor de literatura, no era tal, dado que los textos teatrales están concebido para ser representados, no leídos. Según eso, Darío Fo -Nobel fallecido en el mismo exacto día en que se lo dieron a Dylan, qué impagable acto de bufonería-, nunca lo hubiera merecido tampoco. O Pinter, tan reciente. Ni Pirandello, en el primer cuarto de siglo. Claro que aquel profesor defendía, asimismo, que atribuir -aún con términos elogiosos-, valores literarios al teatro o al cómic -a alguien como Dylan-, implicaba menospreciar el arte al que pertenecen. Aún cuando ello busque ennoblecer, hacer justicia, a esas artes que no son, estrictamente, «literatura». Si bien puede que la «literatura» sea un concepto mucho más amplio de lo que algunos de esos profesores universitarios postulan. Sí, puede que la Fundación Nobel se nos haya adelantado, y la «literatura», sea lo que buenamente sea, englobe a toda disciplina en que juegue un papel fundamental…. la palabra. Sea esta publicada o no, ya en formato Gutenberg o digital. Además, cada vez que alguien determina oficialmente qué es la literatura, resulta ser un gobierno totalitario. En cuya afirmación de lo que sí es literatura suele abundar la negación, la censura, la erradicación incluso de lo que no lo es.

Quizá considerar que los guiones de cine, cómic, teatro, las letras de las canciones, no puedan ser leídos y admiradas por su cuenta, es como pensar que la palabra ha sido exclusivamente concebida para ser leída. Sin poder ser recitada en voz alta, sin ir más lejos, para el goce de un ciego como Homero (primero en la parrilla de salida de los Nobel póstumos; y en cuyos días ya existía la literatura como representación más abierta de la naturaleza). O un Milton. O ese Borges a quien María Kodama leía en voz alta algún que otro párrafo día tras día. Y si Nobel fue Gabriela Mistral, por qué no va poder serlo Silvio Rodríguez. Fuese algo así justo o apropiado. Lo único que se pide, en cualquier caso, es que no se dude del talento de Silvio Rodríguez.

Pero todo esto ya es meramente subjetivo, pero, ¿qué premio no lo es?… El guionista Rafael Azcona consideraba a Woody Allen un Nobel en potencia, y se entiende perfectamente qué quiso decir precisamente alguien que, a su vez, y por qué no, hubiera merecido un Cervantes. Y no por ser guionista solamente, sino por poseer el talento único y extraordinario que Azcona demostró siempre con -lo adivinaron-, la palabra (o nuestro tal Dylan con la suya). Ese tiempo más abierto llegará, quizá ya ha llegado. Los tiempos están cambiando: el propio Dylan lo dijo, lo cantó, lo grabó. Y «Blowing in the wind» representa un texto y una melodía ya ensamblados en nuestra conciencia de por vida (y «Hurricane», y «Like a rolling stone», y «I want you», y «Lay lady lay«, y así nos podríamos pasar toda la tarde).

Yo a Sabina no le daría solamente un Ducados -ya no fuma más, tengo entendido-, pero sí le mandaría al Paraninfo de Alcalá de Henares el próximo mes abril, a ver si así nadie vuelve a robarle dicho mes nunca más.

En fin, que nadie tiene más culpa que mérito por haber ganado algo que ni siquiera pidió. A este respecto, existe una cita erróneamente atribuida a Woody Allen y que pertenece a Jack Benny -protagonista de «Ser o no ser» de Lubistch-, y que el primero mencionó en el discurso de agradecimiento del premio Príncipe de Asturias: «No merezco este premio, pero tengo artritis y tampoco me merezco eso».

Si no es literaria esta frase, dicha por un actor. Si tampoco lo es esta de Leonard Cohen: «Darle el Nobel a Dylan es como ponerle una medalla al Everest». Si la del padre de Woody Allen en «Hannah y sus hermanas» no posee gracia suficiente como para ser publicada, recitada o cantada aunque con voz de gato, de perro, eso me da igual, yo ya no entiendo nada.

2 COMENTARIOS

  1. Dentro de 100 años nadie se acordará del anodino Vargas Llosa. En cambio Dylan cambió el mundo, nuestra sociedad y la forma de entenderla para siempre. También Leonard Cohen se lo merecía, desde luego mucho antes que los injustamente premiados Vargas, Lessing o Fo, a quienes el tiempo sin duda pondrá en su merecido (olvidado) lugar. Las modas y los personajes pretenciosos y ridículos pasan. La autenticidad pervive. — Por favor, revisen el corrector ortográfico, puede configurarse fácilmente para corregir la multitud de faltas que pueblan este escrito. La confusión que ¿RALLA? en desconcierto parece algo propio de Jesús Gil y Gil ?

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