-Mira, León, tienes que venir a ver esto.
La madre de León Salgado está excitada como una niña. Enardecida. Quizá contagiada por el espíritu permanente maravillado de sus cuatro nietos de corta edad, a cuyo cargo está mientras Luis, el hermano de León, pasa unos días de merecido descanso junto a Fina, su esposa, en una playa lejana.
-No te lo vas a creer. Ya verás, ven, pero pasa tú solo, sin los niños.
Suena misterioso eso de que deba pasar él solo, ¿qué va a presenciar en el cuarto del servicio que está vedado a los menores? Desde luego que su madre jamás le invitaría a ver nada incorrecto.
Atraviesa, expectante, el office luminoso, blanco, circundado por altos armarios lacados y empuja la puerta blanca que franquea la entrada a la habitación estrecha y también blanca para encontrarse con un bulto, que no es sino una de las dos sirvientas ecuatorianas de su hermano, reclinada sobre la cama plegable y cubierta por una gran tela floreada a la que se ha practicado un mínimo orificio que coincide exactamente con la boca del oído. Sobre el gran trapo, estampado de mimosas, gladiolos y margaritas, se yergue, horizontal e impresionante, una tea, un cono hecho con papel de periódico y luego recubierto con la vela de una cera, al que se ha prendido fuego en la parte superior, y que sostiene en su mano derecha Angelita, la otra mujer ecuatoriana al servicio del hermano mayor de los Salgado. El fuego avanza con solemne lentitud y en ningún momento el fragmento ya quemado del cono se rompe o resquebraja. León se vuelve para encontrarse con los ojos divertidos, fascinados, de su madre que ha entrado en la habitación tras él, de puntillas, sin el menor ruido; ella, tan racional y pragmática.
-¿Qué están haciendo?
-Espera, espera y verás. ¿Queda mucho, Angelita?
-Un poquitín, hasta que sólo quede como un dedo por quemarse.
Y en ese momento, cuando sólo queda un dedo por quemarse, Angelita se agacha, agitando su pelo negro, serios sus ojos opacos, de hechicera, y sopla la llama, los carrillos hinchados, seguros sus movimientos, hasta extinguirla. Entonces su compañera surge de bajo la tela colorista, con una sonrisa aliviada, pero también cansada, debido a la incómoda postura que se ha visto obligada a soportar durante muy largos minutos, y León sigue sin comprender nada, por lo que de nuevo se enfrenta con el rostro inteligente de su madre, quien esta vez ni siquiera pretende explicarse con palabras, limitándose a reconducir la atención de su hijo hacia el ritual insólito con un gesto inequívoco de sus cejas rubias, para que preste atención mientras Angelita, y a cada momento parece más una auténtica bruja, brillando con luz propia en el cuartito aséptico y blanco, corta con un cuchillo de cocina el pequeño fragmento de cono sin calcinar, y surge del mismo, como si fuera un milagro, una masa parduzca y pegajosa, que no es otra cosa sino el cerumen que había taponado el interior del oído de Rocío, su compañera, y que ha abandonado su presa al llamado del calor y el fuego. Probablemente, razona León, exista una sencilla explicación científica para el fenómeno que acaba de presenciar, pero cuando busca de nuevo la mirada cómplice de su madre esta le roba, adelantándose a su pensamiento, las palabras de la boca.
-Parece cosa de magia, ¿verdad?
Sí, cosa de magia, y huele a humo y a artes antiquísimas, extrañas, en el corazón de la casa tan blanca.
(Relato, y capítulo, número 52 de El Año del Cazador, obra singular que convirtió a Javier Puebla en el primer escritor en la historia de la literatura en escribir un cuento al día durante un año. Mecanografía: Lolitaa F.M.).