En aquel momento creo que no entendimos gran cosa.

Ahora se puede confesar y, además, es un rasgo clásico de las películas generacionales, pero también de las películas íntimas, las que componen la autobiografía. No es vergonzoso: 120 minutos después de aquella odisea de motos, explosiones, drogas, antihéroes y rostros desencajados no entendimos ni una de las infinitas subtramas que componían la cinta. Pero apenas importaba. Salíamos del cine –o de la casa del colega que se la había pillado por mil pelas en VHS- absolutamente entusiasmados con Akira, con ganas de comprarnos una moto roja y una chupa naranja. Muchos todavía ni habíamos llegado a la época de las masturbaciones y, sin embargo, ya nos habíamos enamorado para siempre de Kay, la chica de la peli.

(Hace poco, por cierto, lo hablaba con un compañero entre vinos: Kay se convirtió en el icono fetichista, la mujer guerrera e implacable, la hermosísima terrorista teen ingobernable que lo mismo se liaba a palos con los maderos de aquel neoTokio militarizado que sonreía, discretamente, guardando un enigma político y sexual de altos vuelos. Muchos pasamos de las princesas Disney a Kay en un parpadeo, abriendo así el camino hacia la fascinación por los arquetipos guerreros de mujer que más tarde rubricarían, entre otras, Lara Croft y la Teniente Kusanagi, aunque esa, claro, es otra historia).

Pero a lo que iba. Ver Akira era tomar contacto casi con la vanguardia cinematográfica, con un modo de narrar que nada tenía que ver con las mascadas, aburridas, complacientes propuestas animadas que nos habían ido saliendo al paso y al peso en las décadas de la infancia. El pánico cundió entre nuestros padres –y ahora, lo sabemos, tenían razones de sobra para estar aterrorizados. Aquella peli que rulaba de mano en mano en el patio del recreo, de la que se sacaban copias al por menor en aquellas casas pudientes del barrio que tenían dos VHS conectados, era, con toda propiedad, peligrosa. Y lo era, principalmente, porque se atrevía a mirar a los ojos al espectador, porque nos trataba como adultos, porque, quizá por primera vez, nos exigía un rol activo no tanto en la construcción del relato, sino en su disfrute, en esa sensación de pérdida, de incredulidad. Era una cinta rápida, violenta, una cinta que venía manchada de sangre y de aceite, una cinta de vuelta de todo que trepaba como una enredadera lúbrica mezclando y descontextualizando todo aquello que nos rodeaba: el ejército, la poli, los padres, las drogas, la ciencia. Se acabaron las lecturas unidireccionales y maniqueas: ya no había un bien y un mal, sino un tremendo hongo nuclear que reiniciaba la Historia.

Lo que no quiere decir, claro, que en Akira no hubiera mucho que entender. Con los años comprendimos que aquello era una deuda con los fantasmas de la II Guerra Mundial y con ciertas tensiones inherentes a la propia sociedad japonesa del momento. Y sin embargo, yo intuyo que en España se recibió también con una cierta cercanía, algo así como una adaptación animada y en futurible de las cintas de cine quinqui que se habían parido en la primera transición y que nuestros padres, la verdad, ya no se creían. Nuestro cine quinqui era Akira, con la salvedad de que las deudas con la realidad españolísima ya habían quedado sin saldar para siempre y, en lugar del pasado, veíamos las ruinas del futuro. En España todavía no había ocurrido la movida de la Expo del 92, ni de la Expo del agua de Zaragoza con sus impresionantes ruinas, ruinas museísticas y económicas, y sin embargo, en Akira ya se prefiguraba aquel estadio olímpico abandonado, aquel icono total del boom patrio que alojaba monstruos, transformaciones horrendas, cuerpos desgarrados. A nosotros los Chichos ya nos pillaban lejos, y además los reivindicaban los chicos violentos que nos daban el palo con la navaja siempre abierta de su filosofía suburbial. Sin embargo, la música de Shoji Yamashiro funcionaba como un ciempiés enloquecido que eclosionara dentro del cerebro, una vasectomía practicada en vivo con antiguas agujas de cristal, una letanía, una negación.

Si. Una negación de España y de la música que se escuchaba en España, y sobre todo, de la música que nos habían ido metiendo a la fuerza en las películas de animación, todas aquellas canciones insoportables de La sirenita y La bella y la bestia, todo ese vómito de buenas intenciones que luego, ay, recuperaría Operación Triunfo y sus aledaños. Menos mal que, por aquel entonces, ya sí que sabíamos masturbarnos y andábamos a esos menesteres mientras nuestros padres se emocionaban delante del televisor.

Ha vuelto Akira a los cines españoles, y con ella, una de las mejores películas, de las más íntimas, de las que más nos ayudaron a soportar la realidad. Es extraño pensar en ella casi en pasado, en términos de distopía finalizada, de tremendo Game over generacional. Y sin embargo, es dulcemente coherente. Su lectura incendiaria, totalmente pesimista de lo contemporáneo, su nihilismo y su aceptación del fracaso, su descripción de lo monstruoso y de sus errores… todo acabó por asentarse primero dentro –en nuestra percepción emocional del mundo- y después, fuera –en el contexto sociopolítico de España, de Europa, de Occidente.

Todo quedó resumido en una única imagen imborrable. Una imagen tan terrible que casi nadie se ha atrevido a escribir sobre ella. Un cuerpo que emerge de las ruinas, aullando de dolor, incapaz de controlar su propia naturaleza, un cuerpo que se expande en miles de rostros y de fragmentos de carne, metal, cemento, sistema nervioso y que, al final, termina por arrasar cualquier promesa de emancipación.

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