Por Tigre Manjatan

Ya era de noche. Intento no salir de casa cuando aún no es de noche. En un cine no demasiado lejano a mi cubil en el Callejón de los Milagros (Mad Madrid City) echaban la nueva cinta firmada por Danny Boyle y que prometía contarnos la vida del mítico Steve Jobs. Tengo un Mac, sí; tengo tres en realidad porque los viejos aún siguen funcionando. No compré palomitas pero llevaba un generoso bocata de jamón; y en el bolsillo la vieja y aún bonita petaca que heredé del olvidado maestro de la crónica Julio Camarero; llena de burbon, por supuesto. Ya sé que no está bien eso de llevar alcohol de alta gradación al cine, pero a mí -y a partir de ahora también a Steve Jobs- se me permiten libertades vedadas a los mortales corrientes y molientes.

A mi lado había sentado un niño, un chico de trece o catorce años, con un gigantesco cubo de palomitas. Fue el único que aplaudió al final de la proyección. Yo también habría aplaudido, pero me fallaron los reflejos. Y habría aplaudido porque la película me gustó. Me gustó mucho. Y no sólo porque al final de la misma llegué a la alegre conclusión de que ya soy como Steve Jobs; o más exactamente: que Steve Jobs ya es como yo.

La peli, por otra parte, me hizo meditar acerca de lo retorcidos que son los renglones de Dios. Jobs habría sido un pelanas si su madre biológica no le hubiese dado en adopción, exigiendo además que sus padres legales fuesen ricos y católicos (y algo más de lo que no me acuerdo, sorry; mi memoria es puro horror).

Pero no me he puesto a escribir para hablar de lo dicho en el párrafo anterior, aunque por supuesto daría para un bonito debate. Me he puesto a escribir porque tras ver la película de Danny Boyle el verdadero, el primitivo Steve Jobs, desapareció para mí, y también para el niño que tenía a mi lado y comía palomitas, porque en el futuro, y gracias a la brillantísima interpretación de Michael Fassbender, Steve Jobs ya no será para la memoria colectiva una persona real, sino un personaje de ficción. Exactamente lo que soy yo: un personaje de ficción. A quien sin embargo la inteligencia y generosidad de mis amigos, y debo citar a Manolo Domínguez Moreno, permite mezclarme con los humanos de carne y hueso: Escribo como si fuese cualquiera de los articulistas de este, y otros, periódicos; aunque en verdad sólo estoy vivo, de momento, en las novelas que firma Javier Puebla, o en los dibujos que realiza Montxo Dixie.

No hay nada tan grande y mágico como ser un personaje de ficción. Siempre sobrevivimos a nuestros creadores; piénsese en don Quijote (sin él se habría olvidado al manco de Lepanto) o el camaleónico colega Holmes, Sherlock Holmes (el nombre de su creador es desconocido para el gran público, y sólo lo recuerdan los muy cultos o los muy fans (de Holmes, no de él).

Así que doy la bienvenida a Steve Jobs a este mundo en el que se puede hasta morir y luego resucitar: el universo de la metaficción. Y aunque él, Steve, era abstemio en cuanto termine de escribir en mi IPad Air 2 estas palabras voy a dedicarle un brindis, porque ya he levantado la mano, y Julián Chicheri, el dueño del Ring, mi bar más habitual, ya viene hacia mí.

Le sonrió. Al viejo barman. Le cuento lo de Steve Jobs y él pone cara de no entender nada. ¿Qué más da? Qué más da que entienda o no si ahora me va a traer otro burbon.

Otro burbon, por favor. (Y una manzana, ficticiamente mordida, para Jobs).

 

 

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