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XXXVI. Nunca se sabe con quién se puede encontrar uno en el cuarto de la basura

Relaciones en tiempos del coronavirus

Marta Campoamor
Marta Campoamor
Escritora.
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análisis

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Día cuarenta de confinamiento y Carolina está que se sube por las paredes.

La banda sonora del apartamento 15A no es anestesia para los sentidos, sino más bien alimento para los fantasmas del alma que conspiran malignos, azuzando el fuego en la piel de Carolina a punto de explosionar. Suena Aute una y otra vez

Anda, pídeme que viole las leyes que te encarnan, dice, que no quede intacto ni un poro en la batalla.

Eso es lo que a estas alturas está necesitando Carolina. Un meneo como Dios manda, un catering privado de carne fresca, un desfile de sensaciones carnales, un refresquín de sabores exóticos para desatascar los poros de su cuerpo lánguido y adormecido.

Necesita sentir el aire fresco sobre sus mejillas, sus párpados o sus muslos. Lleva días dando vueltas a una única y obsesiva idea.

Salir. Salir. Salir. Salir a la calle.

Algo tiene que hacer. Sí, eso es.

Carolina se pone el vestido rojo de las noches de zorreo y se calza unos vertiginosos zapatos de tacón a juego. Los labios color cereza y un poco de colorete terminan de  dar forma a la aventura.

-Casi había olvidado el ritual, se dice.

Tras mirarse en el espejo saca del cubo la bolsa de la basura, la anuda y sale al pasillo. Glamour puro para una tarde sin nombre, sin tiempo y sin futuro.

¿Qué espera encontrar? ¿Por qué se ha vestido así? ¿Se atreverá a descender los escalones que le separaban del portal y salir a la calle? Todo está cerrado. ¿Dónde iría?

El pasillo parece un desierto moribundo y agónico. Avanza hacia el  cuarto de la basura clavando los tacones en la moqueta granate, que ralentiza el movimiento y amortigua el golpe de efecto de cada paso. Carolina abre la puerta con la mano izquierda. El interior exhala un soporífero olor  que la abofetea inesperadamente obligándola a retroceder. El aroma del perfume caro sobre su piel se mezcla con la pestilencia de la habitación.

Desde allí escucha como una puerta se abre y a continuación se cierra. Un pellizco en el estómago le reactiva la circulación. Se humedece los labios. Se ahueca el pelo.  Nunca se sabe con quién se puede encontrar uno en el cuarto de la basura. En todo caso está lista para la batalla.

La puerta del cuarto se abre. Reconoce inmediatamente al hombre enmarcado bajo el dintel: es Carlos, el vecino del apartamento 18B; apenas hace un par de meses que se ha mudado al edificio y ya está en boca de todas.

Hasta que el portero no le puso en antecedentes una tarde de domingo cualquiera, Carolina no supo de quien se trataba, que el nuevo era un vecino es “ilustre”, carne de reality, prensa rosa y programas del corazón. Famoso, pero simpático. Carolina y él se habían cruzado un par de veces en el ascensor y era evidente cierta sintonía.

Él la mira sin filtro. De arriba abajo. Con descaro atraviesa el vestido rojo, el tanga y hasta la piel de Carolina, en un instante mágico en el que el tiempo se detiene para ambos.

-Hoy es mi cumpleaños, le dice.

-Felicidades, responde ella.

-¿Siempre te vistes así para tirar la basura?, sonríe Carlos mientras clava su mirada en el oasis verde de los ojos de Carolina.

La puerta de la habitación sigue cerrada. En el interior Carlos y Carolina se olfatean, inquietos como perros en celo.

-¿A qué hora dices que es la fiesta? pregunta Carolina.

-Sobre las nueve, responde él, improvisando.

Carolina da media vuelta y abandona el chiscón. Carlos permanece allí unos minutos más, disfrutando, paladeando el momento; el aroma a hembra en celo es tan brutal que sobrepasa el hedor de la basura.

Se recompone y regresa. Recorre el pasillo camino del 18B, satisfecho ante la expectativa de quizá volver a verla a las nueve. Sabe que está prohibido y que si algún vecino les ve podría denunciarles.

En su cara se dibuja una enorme sonrisa, obscena y feliz cuando al llegar a la puerta encuentra el tanga de encaje rojo colgado del pomo.

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