“Hola, mi nombre es Nick. Y voy a ser el próximo francotirador de escuelas de 2018. Mi objetivo es matar a 20 personas con un AR-15 y con algunos cargadores. El tiroteo será en Stoneman Douglas, en Parkland, Florida. Esto va a ser un gran evento y cuando me veas en las noticias sabrás quién soy yo (ríe) Todos van a morir. Pío, pío, pío… Oh sí… No puedo esperar más”.

Ese fue el escalofriante mensaje que Nikolas Cruz, un joven de 19 años, dejó grabado en vídeo antes de encaminarse a la escuela secundaria local para matar a tiros a 17 personas y provocar heridas graves a otras 14. Según los testigos, llevaba una máscara de gas y varias granadas que al parecer lanzó para ocultarse en medio del humo y provocar aún más terror entre sus víctimas. Corría el 14 de febrero de 2018, el fatídico día en que se registró el tercer tiroteo más sangriento de la historia de EE.UU en un centro educativo. La barbarie planeada por Cruz solo quedó por detrás de la masacre de la Escuela Primaria de Sandy Hook (Connecticut) en 2012 (27 muertos) y del tiroteo en Virginia Tech del año 2007 (que se saldó con 32 fallecidos).

A Cruz sus compañeros de clase lo definían como un “psicópata” y un “racista”, un auténtico perturbado que mantuvo en secreto su macabro plan hasta el final. Nadie detectó nada raro en él. Nadie vio en sus ojos lo que estaba dispuesto a hacer. Probablemente, el joven asesino de Florida no sea más que una víctima de una sociedad enferma que engendra monstruos desde la más tierna infancia, niños trastornados por diversas razones sociales, familiares y económicas que serían motivo para otro artículo.

Lo realmente importante en este momento es que Cruz era un gran aficionado a las armas. Un auténtico adicto; el producto humano de un Estado que vende pistolas y fusiles como churros. Según publicó en su día el diario de Miami El Nuevo Herald, el chico compró un fusil AR-15 del calibre 5,56 en una tienda de armas de Coral Springs, una de las muchas que hacen negocio en los centros comerciales americanos. Se acercó al estante con su gorra de béisbol, cogió el rifle de asalto, fue a la caja, lo pagó y se lo llevó tranquilamente. Así de sencillo. Nadie le preguntó qué iba a hacer con aquella monstruosa máquina de matar. Nadie le pidió explicaciones. Según un testigo, el asesino no levantó sospechas porque “no compró municiones, ni accesorios, ni realizó ninguna modificación al fusil”. Una explicación algo pueril que solo se puede entender en una sociedad donde un amplio sector de la población se ha estupidizado al extremo.

Hoy las víctimas tratan de superar el trauma, aunque ya nunca más podrán sentirse seguras, ni siquiera en una escuela pública que ha redoblado la vigilancia y ahora parece más bien un búnker militar. “Fue el peor día de mi vida, vimos chicos y alumnos tirados en el piso, sangrando, vimos cosas horribles…”, asegura Sol Duarte, una de las estudiantes que revive el terror de aquellas horas un año después de la matanza.

Daniela Menescal, que sufrió una herida de bala en su espalda, tampoco ha logrado borrar de su memoria el sonido del detonador, las balas impactando contra las paredes, el eco de los gritos del loco. “Cuando llegó el tirador y empezó a dispararnos, rompió el vidrio de la puerta, entonces las balas llegaron a donde yo estaba resguardada. Me asusté bastante. Luego sentí el disparo en la espalda. Pensaba que era mentira, estuve un rato pensando que era mentira… Todavía no me puedo creer esto que ha pasado”, explica la joven.

Por su parte, la joven Nicole Kelly llamó a su madre en medio del tiroteo para pedir ayuda. “Mi hija me llama llorando, diciendo que un hombre está disparando dentro de la escuela (…) Realmente no sé lo que pasó, no entiendo cómo una persona de 19 años con los problemas que tenía pudo comprar un arma”, dice Mónica Kelly, madre de la víctima. Son los testimonios de un episodio tan trágico como surrealista, un suceso más de los muchos que se producen cada año en aquel país y al que lamentablemente los estadounidenses ya se han acostumbrado.

En Norteamérica adquirir un arma de guerra se ha convertido en algo normal que no despierta sospechas. Es como entrar en una tienda y comprar un kilo de patatas. El FBI teme que muchos chicos perturbados como Cruz y organizaciones supremacistas puedan llegar a guardar auténticos arsenales militares en los desvanes y sótanos de sus hogares sin que nadie, ni siquiera los padres de los chavales, puedan llegar a sospechar que tienen en casa a un asesino masivo. Algunos, los menos, llevan adelante sus delirantes propósitos y sus rostros saltan a las primeras páginas de los periódicos de todo el mundo. Otros son detectados a tiempo por la Policía, por los profesores o por los servicios sociales antes de que logren llevar a cabo sus sangrientos planes.

Así sería España de prosperar la última descabellada propuesta de Vox de cara a las elecciones del 28A. Una especie de Far West a la española. Mientras los ultraderechistas de Santiago Abascal tratan de subirse al carro de la legalización de las armas de fuego, en Estados Unidos los vientos políticos corren en sentido totalmente distinto. El país sufre como ningún otro la ola de asesinatos, la violencia callejera y las matanzas indiscriminadas en colegios e institutos. No solo el partido demócrata se ha planteado llevar en su programa electoral para las próximas elecciones una mayor restricción a las licencias, sino que la propia sociedad americana se está movilizando en la calle para exigir la prohibición total. Un auténtico movimiento estudiantil de repulsa se ha mantenido en el tiempo desde la masacre de Florida y hace apenas unos días los mismos compañeros de los alumnos asesinados promovían una manifestación multitudinaria en Washington. En el país de las armas, sus habitantes empiezan a estar hartos de la situación, por mucho que Donald Trump insista en la libertad de comercialización. Una pesadilla que no puede, que no debe, llegar nunca a España.

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