Solemos creer que nuestra democracia se basa en quién gobierna y que lo más relevante cuando votamos es saber quien gana y cuánto gana.

Debe ser una herencia mental deportiva, casi futbolística, en la que asociamos que el sentido de toda una Liga se justifica por alzar una copa. El que lo logra es campeón por todo un año.

Pero por mucho que a los españoles nos guste mezclar deporte y política y llevar y dejar de llevar banderas para entre gol y gol proclamar la independencia o la indivisibilidad de la patria la democracia es incompatible con tal nivel de competición.

La calidad de una democracia se mide más por cómo es la oposición que por el propio gobierno. En parte somos conscientes de esta importancia cuando decimos que no nos gustan las mayorías absolutas porque lo decimos basados precisamene en la capacidad de control, que es en el fondo la esencia de la democracia.

Esa capacidad de control conlleva el resto de factores que se reclaman en las plazas desde hace años y que se concretó en aquel 15M como punto de referencia histórico. Transparencia, democracia interna, participación, procesos revocatorios, primarias, justicia independiente y un sin fin de cambios imprescidibles que los ciudadanos reclamamos no son más que posibilidad real de oposición al poder.

Un mal gobierno puede acabar en uno bueno o en una dictadura en base a la oposición que tenga. Si la oposición real es sólo militar podemos hacernos una idea del resultado, si la oposición viene desde intereses foráneos, también. Quedó bien claro en el Chile de Allende.

Por ser más actuales podemos hacer como toda la clase política española y poner el foco en Venezuela, donde parece que se decidirá el resultado de nuestras elecciones del 26 de junio. Es innegable que el gobierno de Maduro tiene algo más que goteras y que no han logrado la viabilidad de su planteamiento político por innumerables errores, pero es la falta de una oposición comedida lo que está llevando al país a una crisis integral.

No significa esto que la oposición sea responsable de la situación actual, significa que no es capaz de ser una alternativa a la crisis. Y seguramente no podamos culparles de dicha incapacidad, pues probablemente sea fruto del sistema político -pervertido con el tiempo- impuesto por el gobierno, que ha impedido que frente a él crezca dicha alternativa dentro de los parámetros democráticos esenciales.

Pero más allá de las culpas lo evidente es que la actual oposición venezolana no parece plantear una realidad que se pueda ver como una mejora sustancial a la actual y es entonces cuando descubrimos el peso de la calidad de la oposición a un gobierno como base esencial de la democracia.

En España sufrimos un mal semejante, aunque no comparable. Durante demasiados años la alternancia entre PP y PSOE ha generado en dichos partidos una zona media de “cargos acomodados” que vivían felices sin notar cambio entre estar en el gobierno o en la oposición.

Eso significaba tener una oposición inexistente, sin motivación ni necesidad de resultados y acomodada en generosos sueldos. Sabían que su vuelta al poder dependía sólo del paso del tiempo y no de su acción política. Tal realidad, de facto, supone la desaparición del planteamiento democrático.

Una oposición que no fiscaliza, que no denuncia, que no investiga, supone un gobierno que no rinde cuentas, que no se siente observado, que se ve inmune y que disfruta de un poder absoluto. Tan fácil es entonces para los corruptores hacer su agosto…

Por eso seguimos escuchando gritos contra el bipartidismo. Lo que no solemos ver es que en ese grito se esconde no sólo una critica a la labor de dichos partidos cuando gobiernan, sino a la inoperancia mostrada cuando les ha tocado ser oposición.

Así que ojalá pudiéramos votar a quién queremos en el Gobierno y a quien en la oposición. Es más, si tuviera que quedarme con sólo uno de esos votos, usaría la urna de elegir oposición.

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