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Vivencias de un hospital en tiempos de coronavirus: Un suplicio a la vuelta de la esquina

El autor de esta crónica de opinión cuenta su calvario durante dos semanas ingresado en el Hospital Clínico de Salamanca

Fernando Gómez de Liaño
Fernando Gómez de Liaño
Catedrático de Derecho Procesal.
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análisis

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En la vida, casi todos, nos hemos visto sorprendidos por situaciones adversas, en las que pensabas no caer, o al menos poderlas sobrellevar .El día 12 de septiembre acudí al Hospital Clínico de Salamanca, para hacerme la prueba del coronavirus porque tenía fiebre, descomposición, y malestar general. Allí me dijeron que el resultado de las pruebas daba negativo, pero apreciaban insuficiencias analíticas, e infecciones varias que aconsejaban el ingreso por dos o tres días para comprobar su alcance.

Acepté y me ingresaron en la planta séptima, habitación 702, de aproximadamente 18 m2, prevista para tres camas, aunque ahora estaba reducida a dos. Orientación mediodía. De lo primero que me percaté fue  de un temperatura superior a los 26 grados, en el interior, que hacía difícil el reposo de los pacientes.

 Mi vecino Guillermo, es de lo primero que se quejó. Me advirtió que había entrado en el “Camarote de los Hermanos Mars,” explicando las experiencias sufridas, una de ellas, referidas a un interno que se murió, y la habitación dejo de ser ese camarote para convertirse  en la sala de una funeraria, con presencia de médicos, funcionarios, y otro personal no identificable que en número de cinco o seis se conducía como si allí no hubiera otro enfermo, con lo fácil que hubiera sido llevarse a la persona fallecida para hacer las diligencias oportunas en lugar adecuado.

Después de 20 días ingresado mi compañero Guillermo recibió el alta, y me deseó suerte en la sustitución de enfermo para aquella cama, en la que había vivido otras experiencias desafortunadas que me relató y que omito, porque bastan las contadas, para darse una idea de ese suplicio del siglo XXI, que la sociedad nos tiene reservados, así, por la buenas, sin ningún motivo, como lo tenían históricamente.

Quería irme

Mi primer intento de marcharme lo fue al día 14 en presencia de mi hija Cristina, que habló con la médica, convenciéndonos de que el proceso de suministro de antibióticas por vía intravenosa no debía suspenderse.

A la hora aproximadamente llegó el nuevo inquilino, un hombre de 86 años con sordera total. Daba gritos auténticos para hacerse oír por los médicos y enfermeras en un diálogo para besugos porque le preguntaban una cosa y contestaba otra.

 Luego, a las 11 de la noche vino  un hijo que me preguntaba a mí, ante la imposibilidad de conocer datos de su padre. Quedó en venir al día siguiente y traerle un sonotón. Pero el enfermo comenzó a roncar con una capacidad sonora que se oía por toda la planta. Hice saber la situación a la enfermera ( una sola para 30 enfermos), que se percató del problema y gestionó el traslado a un habitación individual, porque resultaba evidente la imposibilidad de que compartiera habitación con otro enfermo.

Esto lo escribo en unas líneas, pero el suplicio sufrido durante diez horas no es fácil de narrar aunque si de suponer.

Nuevo intento de abandono, que abortó mi hija Elena, con argumentos parecidos al caso anterior.

Trasladan al fin la persona sorda y sonora de 86 años, y acto seguido colocaron a otra que no abrió los ojos en los días que convivió conmigo, pero también roncaba y expectoraba de forma alarmante. De nuevo, se lo hice saber la enfermara, que trató de llevarlo a otro sitio pero no fue posible porque la planta estaba llena.

 Cuando subió a mi habitación y planta una médica MIR, sobrepasada por el problema y ante mis protestas, me dijo que había acudido voluntariamente ante la “razonable” observación di por terminada la cuestión.

El asunto se agravó con la cena que hube de interrumpir ante unas toses no solo difíciles de soportar, sino peligrosas de algún contagio. Me levanté me puse los pantalones y le dije a mi hija Teresa,- tercer intento- que me marchaba. Eso era el sábado 19 de las diez de la noche. Logró convencerme y tranquilizarme, porque no podía suspender el tratamiento. Y allí me quedé hasta que el día 21 me dieron el alta.

Curtido en enfermedades

Quiero dejar constancia de que soy un hombre sufrido, curtido en hospitales con  enfermedades serias -cancer e ictus- que me dejaron al borde de muerte. Pero esto era otra cosa, molestias y agravios adicionales a la enfermedad, impensables, sorprendentes y lesivas. Si tan lesivas que llegaron a alterar mi ya débil ritmo cardíaco

 iTodo mi reconocimiento para el personal facultativo- en especial para Patricia- e incluso para casi todo el personal sanitario, pero mi más enérgica protesta para los numerosos directivos que  a varios niveles “disfrutan” de buenos cargos y supongo sueldos. O desconocen la situación, cosa vergonzosa. O la conocen y no la resuelven, en cuyo caso deberían pedir su dimisión por la notable incapacidad de resolver estos problemas que como se ve son frecuentes: “Camarote de los hermanos Mars”.

Pregunté a la enfermera si esa planta estaba abierta en julio y agosto y me contestó afirmativamente, agregando que aquello era insoportable. La noche del 18, la pasé asomado a la ventana tratando da cazar alguna pequeña corriente que no se produjo.

Mi “deformación” y aun ingenuidad de jurista me llevó a pensar sobre un posible de delito contra la salud pública, martirizando a enfermos con temperaturas, que el ser humano sano soporta muy mal, y para el enfermo es un auténtico suplicio, que añadido a los sucedidos relatados, convierten la planta en algo increíble, pues afortunadamente mis referencias televisivas planean siempre sobre las excelencias de la sanidad pública.

El mimo día de mi alta el político de turno comentaba en TV, la diáspora hacia la sanidad privada, de un número cada vez mayor de españoles, a los que entendía equivocados.¡ Vaya tela! Pues ninguno de ellos estará en esa habitación, cuando precise ingreso.

Y mientras soportaba estos acontecimientos contemplaba por la ventana el nuevo hospital, cuya historia es parecida a la de Rocambole, y que allí está con su inmensa mole que predica una vez más, la incompetencia oficial determinante de responsabilidad en algún país mas avanzado y sensible a los daños que se causan a los ciudadanos. Si aquel edificio hubiese sido ultimado en un tiempo razonable, es muy posible que no estuviese escribiendo esta crónica penosa.

Aviso a navegantes, tenga usted cuidado al doblar la esquina no se vaya a encontrar con una desagradable sorpresa.

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