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Vinicius le mete un gol a Ayuso

PP y Vox habían planteado una campaña electoral basada en la ficción de que ETA sigue viva, pero el caso del jugador madridista les ha roto todos los planes

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análisis

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Vinicius Junior se ha colado de lleno, y hasta la cocina, en la campaña electoral. Y lo ha hecho para destrozar completamente la estrategia de las derechas, que a falta de programa político para las ciudades, pueblos y regiones de España se había centrado en resucitar el fantasma de ETA, acusando al Gobierno de batasuno. PP y Vox habían conseguido narcotizar a la opinión pública española con el monotema vasco (son maestros en el arte de la propaganda goebelsiana) y ya todos veíamos encapuchados empuñando la Nueve Parabellum, campando a sus anchas por la calle y gritando aquello de Gora Euskadi Ta Askatasuna.

Durante semanas de matraca y carraca, populares y voxistas nos habían instalado en una especie de realidad alternativa, de universo paralelo distópico, devolviéndonos a los años del plomo. Tal es así que Ayuso llegó a proclamar que “ETA estaba viva”. Los españoles se miraban unos a otros, atónitos y encogidos de hombros, preguntándose con inquietud: “¿Pero es verdad que la banda abertzale sigue vivita y coleando? ¿Dónde está, dónde actúa, cuál va a ser su próximo objetivo o atentado? ¿Qué podemos hacer?” El escenario soñado por Feijóo y Abascal estaba perfectamente montado y ya solo les quedaba sentarse y esperar al 28M para contar los votos que habían cosechado con el venenoso elixir de la mentira dado a beber a la ciudadanía.

Sin embargo, cuando el bloque ultraconservador creía que todo estaba atado y bien atado, un deportista salido de una hermosa tragedia griega, un Hércules conjurado para terminar con la miseria humana, un héroe valiente que se rebela él solo contra el destino que quiere imponerle el nazismo, ha venido para alterar el plan. Ha tenido que irrumpir un cisne negro en forma de acontecimiento imprevisto para que, de repente, volvamos todos a la España real, a la España tangible con sus ultras de cabezas rapadas y ojos flipadillos, sus banderas con el pollo al viento y sus reaccionarios integrantes del Ku Klux Klan futbolístico linchando al extranjero por el color de su piel. Ese es el país que tenemos de verdad. Ese es el país que, mal que nos pese, hemos construido. No un territorio hostil infestado de okupas, tal como denuncian las derechas en uno de sus bulos más repetidos en esta campaña, sino un lugar donde los racistas se hacen los dueños de las calles propagando su orgullo facha. No un refugio de menas que cobran una paguita del Estado (como difunde Vox en otra inmensa trola o falacia), sino un semillero de pequeños fascistas consentidos a los que se les ha tolerado todo. De la noche a la mañana, súbitamente, hemos despertado de la borrachera retórica con la que nos habían anestesiado los nostálgicos del régimen anterior (sin duda desviando la atención para que no se hable de sus cachorros ultras) y por fin hemos abierto los ojos al país de carne y hueso que somos.

La figura de Vinicius ha trascendido ya lo que es el mundo del deporte para convertirse en un icono, en un referente, en un activista por los derechos cívicos. Un nuevo pantera negra, un Mohamed Ali revivido que por momentos deja a un lado la patada al balón para ponerse al frente en la lucha por la dignidad de las minorías raciales. Lo que se vivió el domingo en Mestalla fue un acontecimiento histórico, global, cósmico, no un simple partido donde se jugaban tres puntos más y la salvación del Valencia CF amenazado por la Segunda. En un mundo en que los líderes han sido sustituidos por los payasos o clowns, reconcilia con el género humano ver cómo no todo está perdido y siguen brotando personajes de la talla moral y compromiso con la causa del delantero madridista. Su grito de basta ya cuando los energúmenos le gritaban “mono mono” desde la grada es un soplo de aire fresco que nos desintoxica de las tonterías de Ayuso, de las simplezas de Feijóo y de las canalladas dialécticas de Santiago Abascal. Faltaba un líder de verdad, un luchador contra el trumpismo reaccionario que nos come por los pies y que arrastra a la juventud hacia el horror del racismo con su discurso xenófobo, y ha llegado en forma de bravo gladiador de los estadios. Pues bienvenido sea. Sonroja ver cómo ahora gente como la presidenta de la Comunidad de Madrid recoge y pliega su pancarta infumable sobre ETA para ponerse tras la otra mucho más decente: la pancarta contra el supremacismo. Váyase a su casa, señora. No queremos antirracistas de salón que pactan gobiernos con los que guionizan los discursos de odio, con los que le dan la lata de gasolina ideológica al tronado de Mestalla.  

Y qué decir de Alberto Núñez Feijóo. Está muy bien poner un tuit diciendo obviedades como que “España no es un país racista en ningún caso”. Pero no es hora de palabras huecas y vacías en plan quedabién. Vinicus nos ha llevado a un antes y un después, a un punto de inflexión y de no retorno. El mundo entero señala a los españoles, injustamente sin duda, como un pueblo racista. ¿Qué va a hacer el líder de la oposición ante este polvorín que le ha estallado en las narices? ¿Piensa romper con la extrema derecha posfranquista, poniéndose de una vez por todas de lado de los demócratas, o va a seguir conchabado con la ignominia? El dirigente del PP tiene un serio problema. Si estuviese Rajoy capearía el temporal con su habitual pachorra, dejando que la cosa se pudriera o escribiéndose una columna telegráfica en el Marca para hablar del 4-4-2 de Ancelotti. Por desgracia, él es ahora el responsable de ese partido. Y la tramoya sobre ETA que tenía tan bien construida se le ha venido abajo a cuatro días para las elecciones. Todo el constructo político desplomado como un mal mecano gracias al vuelo de un cisne negro que ha llegado para sacarnos a todos de la ficción, el sopor y el tedio del país Matrix en el que algunos nos habían instalado.

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