Bakú. Azerbayan. Fórmula 1. Un circuito que se pretende ciudad y selva a un mismo tiempo. Se estrellan los coches contra los muros. Revientan los motores. Bandera amarilla bandera roja. Safety car. Se para la carrera. Se reanuda. Puede ganar cualquiera.

Y allí está Vettel, Sebastian Vettel, el amado y odiado, que no logro clasificar demasiado bien el sábado: cuarto; un resultado pobre para sus aspiraciones de volver a ser campeón del mundo. Normalmente Hamilton debería, después de Bakú, haberse quedado más o menos a la par con Vettel. Normalmente, pero todo fue salvaje y maravillosamente anormal en el circuito mitad ciudad y mitad selva a orillas del Caspio.

-Esa no es forma de conducir, capullo. Voy a arrancarte las pelotas.

No son las palabras exactas, pero sí el espíritu exacto de la situación.

Y ahí va Vettel a arrancarle las pelotas a Hamilton.

Igual que cualquier conductor urbano, exasperado porque otro le mete el morro o le roza. Insultando y perdiendo el control sobre sí mismo. Sebastian Vettel.

Sebastian Vettel quien, como uno de esos macarras que se bajan de su berlina con la barra de seguridad en la mano cuando alguien los ha molestado, adelanta su coche, lo pone a la altura del de Lewis Hamilton y tras gritarle da un volantazo para golpear, rueda contra rueda, el monoplaza del británico.

Brutal. Divino. La acción de un demente. Un tipo al que nunca padre sensato permitiría que llevase a dar un paseo en coche a sus hijos.

Hamilton había frenado de golpe, iban todos detrás del coche de seguridad que ya se retiraba, y Vettel chocó contra él. Y a partir de ahí… ¡el descontrol!

Naturalmente lo del frenazo huele a marrullería torcitera por parte del Señor Martillo; cuántas de sus gusanadas tuvo que comerse Nico Rosberg durante años. Y en ese sentido la reacción de Vettel es más noble, todo corazón. Pero no por ello es admisible que alguien tan poco dueño de sí mismo conduzca un F1.

Vettel perdió la cabeza.

Y momentos después Hamilton perdió el reposacabezas… no llegó a perderlo. Sólo se levantaba. Le obligaron a entrar en boxes y a quedarse sin ninguna posibilidad de ganar la carrera. Era precioso verlo aguantar la gomaespuma con la mano mientras iba a trescientos kilómetros por hora.

El uno y el otro. Cabezas y reposacabezas. Vettel y Hamilton. Ninguno me cae simpático. Quien al final ganó en Bakú, sí. Daniel Ricciardo sí me cae simpático; su sonrisa -excesiva y levemente perturbada de tan intensa- alegra a cualquiera. Se subió al podium al cajón más alto. Sonrisas sonrisas sonrisas. La sombra del tigre que es la sombra del piloto número 21, rodando feliz sobre sí misma.

-Podríamos haber ganado -silabea Fernando Alonso, malévolo, disparando contra Honda, que ya le tiene muy hasta los monóculos.

No ganó, Fernando Alonso no ganó, aunque al menos quedó noveno y puntuando, justo detrás de Saínz que conseguía adelantar a su ídolo. Quienes realmente ganaron en junio de 2017 en Bakú fueron los espectadores. Qué divertido, imprevisible y salvaje. Por algo a la F1, se la llama Circo, Gran Circo. Bestias mecánicas y almas de hombres borrachos de ambición, y a menudo enloquecidos.

 

Otro burbon, por favor.

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