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Vejez y Covid: ¿a qué edad se pierden los derechos?

Guillem Tusell
Guillem Tusell
Estudiante durante 4 años de arte y diseño en la escuela Eina de Barcelona. De 1992 a 1997 reside seis meses al año en Estambul, el primero publicando artículos en el semanario El Poble Andorrà, y los siguientes trabajando en turismo. Título de grado superior de Comercialización Turística, ha viajado por más de 50 países. Una novela publicada en el año 2000: La Lluna sobre el Mekong (Columna). Actualmente co-propietario de Speakerteam, agencia de viajes y conferenciantes para empresas. Mantiene dos blogs: uno de artículos políticos sobre el procés https://unaoportunidad2017.blogspot.com y otro de poesía https://malditospolimeros.blogspot.com."
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análisis

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Los menores no tienen los mismos derechos que los adultos. Acordamos que están en formación en eso tan complejo que llamamos una conciencia propia. Por ello siempre hay, al menos, un adulto que se hace responsable del menor y, en algunos casos extremos, el Estado o una institución ocupa el lugar del adulto ausente o incapaz. Pero, una vez que llegan a la edad adulta, que nos hemos fijado en los 18 años, pasan a tener los mismos derechos que cualquier otro adulto, independientemente de su edad: tenga 34, 68 o 92 años.

Por el camino a la vejez, hay casos en que se pierden algunos derechos: un adulto que daña la sociedad sufre una pérdida de derechos, tras un juicio que compruebe y confirme tal daño de la manera más objetiva posible. Valga decir que este artículo no entra a valorar que la justicia sea justa. Otra pérdida de derechos se puede producir al amparo de la ley. Por ejemplo, no tener derecho a un lugar de cobijo, a un puesto de trabajo o poder expresarte en tu lengua propia en el congreso. Pero tampoco el artículo versa sobre la justicia, o no, de las leyes.

Hemos visto, estas largas semanas de confinamiento, muerte y dolor, la cantidad de defunciones, ciñéndonos ahora al alarmante porcentaje en residencias de ancianos. Hemos leído o escuchado noticias referentes a la prohibición de trasladar ancianos de las residencias a los hospitales, es decir, de procurarles la atención médica necesaria y a la que tenían derecho. Estas decisiones, ¿han sido una discriminación por su edad? ¿Tienen menos derechos por estar en la recta final de la vida, su vida?

Aproximadamente, pues todavía cuesta encontrar cifras fiables y contrastadas, el 80% de las víctimas del Covid19 tienen más de 70 años. A partir de esta edad la letalidad crece de una manera desproporcionada, convirtiendo estas personas en las más vulnerables. Paradójicamente, a muchos mayores de 70 años no se les ha protegido más, sino que, en cierta manera, se los ha abandonado. ¿Sus años de vida valían menos? A efectos prácticos, y a tenor de esas decisiones de no procurarles la asistencia sanitaria, parece claro que sí, que sus años valen menos. ¿Por qué? ¿Porque no son productivos? ¿Los derechos de uno están ligados a su productividad? Si esto fuera así, uno podría pensar que se adquieren derechos a los 18 años por la sencilla razón de que uno puede inserirse completamente en el mercado laboral: empezar a ser productivo. Tal consideración, significaría que es el mercado quien otorga derechos y, por tanto, al salirse del mercado, una persona empieza a perderlos. Tendría su (desalmada) lógica. Estos ancianos o ancianas de más de 70 años en una residencia, ¿qué aportan al mercado? Pues nada, y para el mercado es justo que pasen a un segundo plano. Pero, se supone, esto no es así o no debería serlo.

A título personal, ya hace casi veinte años que tomamos la decisión de formar la familia y criar y educar los niños en el medio rural. Cuando empezaron a ir a la escuela, nos sorprendió que en las festividades sociales (Sant Jordi, la “castanyada”, el “carnestoltes”) los ancianos de la residencia más próxima eran llevados a la escuela para compartir los actos con los niños. También, cada año, un aula u otra hacía una visita a la residencia. Desconozco si esto es propio del sistema educativo en toda Cataluña o específico de las zonas rurales. (Ahora, ya en el instituto, se realizan actividades parecidas con el centro de discapacitados).

Lo que es evidente es que según que sentimientos o emociones (empatía, solidaridad, simpatía, reconocimiento) son muy difíciles si hay un desconocimiento e ignorancia del otro, si no se le ve, si parece que no exista. La irresponsabilidad de ir dejando cada vez más aspectos de la sociedad en manos del mercado, vamos viendo los costes que tiene. Los que manejan este mercado son precisamente los que nunca acabaran sus días en una residencia de ancianos. Dejamos las decisiones en manos de aquellos cuyas necesidades ya están garantizadas. Si, además, la educación se va deshumanizando, ¿qué futuro se puede esperar?

Por ello una educación humanista, la transmisión de un mensaje desde esta perspectiva, es profundamente político: coloca al estudiante o lector ante la magnitud humana de lo acontecido y, partícipe de la gravedad de los hechos, exigirá no solamente explicaciones, sino una actitud consecuente. Una población empática con el sufrimiento producido, buscaría las causas evitables y no se resignaría a no solucionarlas por razones meramente económicas, de productividad o de generación de dividendos, adaptando el modelo económico a las necesidades y carencias humanas. En cambio, una población airada y confundida con los bailes de cifras, no sabrá exactamente qué exigir, y su reacción será vociferante pero improductiva (ante el agrado y regocijo de las élites del mercado). Los medios de masas, y hay que recordarlo, se han convertido en el aula emocional de la mayoría de adultos (y tantos menores) por encima del mundo de la cultura. Y el modo en que estos medios tratan los hechos que ocurren, el simple enfoque que se les da, también es un tipo de manipulación: cierta frivolidad deshumaniza, y no hace falta ponerse transcendente para percibirlo. (Este sesgo de perspectiva, los catalanes lo hemos sufrido a menudo, pero no en exclusiva: se extiende a muchos aspectos que abarcan toda la sociedad, generalmente a todo aquel que pertenezca a una minoría).

Aquellos que defienden una educación humanista, no es por simple amor al arte y la cultura, sino por respeto al ser humano. La educación, entendida como una formación en todo aquello que pueda ser productivo (estudiar tal cosa o programas de estudios basados en las posibilidades de productividad para el mercado), conduce a una retroalimentación egoísta entre lo que el mercado espera del individuo y cómo vemos a los demás. La “producción de dividendos” no habla del ser humano, habla del mercado. Tal obviedad no es una ingenuidad, aunque pueda parecerlo. La consecuencia del egoísmo social, usualmente teñida de algunos mensajes solidarios tan efusivos como puntuales (puro sensacionalismo para airear las conciencias), no solamente es una sociedad menos justa, sino que encarrila las personas hacia su deshumanización.

Un solo cuento, poema, pintura o narración sobre una persona anciana que muere sola, puede conmovernos y acercarnos mucho más a la realidad que las cifras diarias sobre la pandemia. ¿Por qué este continuo y diario desfilar de cifras de las víctimas? No solamente es la transparencia de información tan manida (aunque solamente cuando conviene) sino que, sea consciente o no, intencionado o no, el mensaje transmitido es totalmente deshumanizador, impide “comprender” lo que significa una sola de los miles de muertes.

Ayer, respecto al día en que escribo el artículo, el NY Times publicaba en portada la lista, con nombres y apellidos, de las casi 100 mil víctimas en USA. Aparte de la clara intención como contrapartida a la política deshumanizadora de Trump, aunque la idea se acerca a lo anteriormente referido, no deja de ser un vano intento: esos nombres expuestos en 4 páginas son percibidos como números. No deja de ser una lista que nadie va a leer completamente absorbiendo que cada nombre es una vida perdida.

Insisto: nos humanizamos compartiendo emociones y sentimientos. Lo relevante, para comprender la magnitud de la tragedia, pasa por ser partícipe de la persona que muere sola, de sus seres queridos, sabiéndolo y sin poder acompañarla. Las cifras diarias nos alejan de tal comprensión: esas muertes no son un flujo de cifras bursátiles que suben o bajan, la pandemia no es una competición de muertes entre países o naciones peores o mejores. <<Fíjense, Francia atrapa a España y Reino Unido adelanta a Italia>>.

Los estudios de las artes y de la cultura, inútiles para el mercado, son imprescindibles para mantener esta “conciencia emocional” que permite conectar unas personas con otras, especialmente con las personas que no conocemos, que son diferentes, o que no vemos… como todos los ancianos hacinados en residencias. Sólo así se entiende que se les haya dejado, simplemente, morir. Morir asfixiados, ahogados, como si su improductividad les restase el derecho al uso del aire. Nada cambiará si no se cambia la base, pero parecemos más preocupados sobre la abertura de terrazas y bares, sobre si se reprende o no la liga de futbol (la que da dinero, no las otras) que en inyectar dinero, tiempo e ideas de cómo adaptar y mejorar la educación para que el futuro sea mejor que el odio y desprecio que vemos entre los partidos que nos representan. Bares y futbol, sí, algo tan antiguo como el pan y circo.

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