En aquel momento Valentina tenía 17 años, era una niña indígena cuyas tareas cotidianas la llevaron a experimentar una cruel pesadilla que se extendió en un calvario de 16 años hasta encontrar justicia. Era un 16 de febrero del 2002, aproximadamente a las 2 de la tarde, cuando se dirigió a lavar su ropa en un río cercano a su casa. Mientras se encontraba lavando, 8 militares que llevaban detenido a un civil se acercaron armados y la rodearon, 2 de ellos la interrogaron en español (una lengua que ella no dominaba), le pedían información que no conocía. Acto seguido uno de ellos la golpeó con su rifle en el estómago. Ese golpe la hizo caer inconsciente sobre las piedras del río. Unos instantes después recuperó el conocimiento, solamente para percatarse de que un militar jalaba su cabello y la amenazaba con matar a todos los miembros de su comunidad, al mismo tiempo que rasguñaba su cara y levantaba su falda, mientras el otro le detenía las manos para abusar de ella. Apenas terminó, los militares intercambiaron lugares y fue violada por segunda vez. Mientras esta atrocidad ocurría, los otros 6 miembros del ejército miraban y se burlaban de ella. Apenas terminaron de violarla, escapó a su casa como pudo, corriendo, semidesnuda y lastimada. Después de ese día, Valentina no volvió a ser la misma, intimidada, golpeada, abusada y amenazada, esa tarde dejó en las piedras del río no solamente su ropa, sino también una parte de ella que no podrá recuperar jamás.

Pasaron 8 años hasta que la Corte Interamericana, en el año 2010, emitió una sentencia en la que por fin creyeron a una mujer indígena que, tras ser violada, caminó 3 horas hasta el centro de salud más cercano a su casa para que el médico le dijera que “no la podía atender porque no quería problemas con militares”. También caminó 8 horas para presentar una denuncia en la que no contó con un intérprete y se enfrentó a una revictimización por parte de las autoridades que no dieron crédito a sus palabras. Su caso fue llevado primero ante la justicia militar, acercándola con quienes habían sido sus agresores. Todos estos hechos, seguidos de un largo etcétera, fueron los que tuvo que enfrentar Valentina, sumados a un desprecio hiriente por parte de su comunidad porque, después de ese 16 de febrero, ella se convirtió en una mujer que “ya no valía”. Su esposo la abandonó, no pudo amamantar a su hija, finalmente tuvo que dejar su tierra para no seguir siendo acechada por los militares. La Corte Interamericana reconoció estos hechos y ordenó al Estado mexicano, entre otras reparaciones, a conducir en el fuero ordinario una investigación y sancionar a quienes resultaran responsables.

Pasaron 8 años más hasta que el 7 de junio de este año, la jueza Iliana Contreras dictó una sentencia paradigmática, atípica, pionera y de suma relevancia para quienes imparten justicia. En 307 folios analiza 16 años de un proceso judicial tardío y lento, en el que se incluyen dictámenes médicos y psiquiátricos, testimonios, pruebas circunstanciales y exámenes que, vistos desde una perspectiva de género, ayudan a construir un entramado de indicios y presunciones, acreditando la responsabilidad  penal de quienes abusaron de Valentina. Es aquí donde juristas y no juristas que cuestionan la perspectiva de género, como si se tratase de una mera imposición feminista, preguntarán por el principio de presunción de inocencia que, en ocasiones, es violentado por quienes creen que juzgar con perspectiva de género implica darles la razón a las mujeres siempre, por el simple hecho de ser mujeres.

Algo que llama la atención de esta sentencia es que la jueza dedica gran parte de su análisis a considerar las pruebas ofrecidas por los militares, siendo una de éstas el interrogatorio de Valentina que, tras el careo constitucional, expresó estas palabras respecto de uno de sus agresores: “Sí, claro que lo conozco y muy bien, su cara no se me olvida […] esa persona que está en la pantalla me violó […] toda su imagen la tengo bien grabada, y quiero decirle que reconozca y no sea cobarde, y que diga la verdad, que fue él” [1]. Un mes después de este acontecimiento, el segundo inculpado se negó realizar el careo, lo que a juicio de la juzgadora, lejos de desvirtuar las imputaciones que existían en su contra, hizo presumir que evitó encontrarse frente a frente con su víctima.[2]

También figura una declaración ampliada de uno de los ex militares que señala: “Juro por Dios […] que jamás le he hecho daño a nadie, […] lo demuestro con las constancias de buena conducta que me expidieron las autoridades de mi municipio […] soy una persona inocente, y no es mi deseo contestar las preguntas que me pudieran realizar[…]”[3]. Después de esta ampliación decidió “reforzar” su dicho con el testimonio de su esposa, que dice haberse casado con él, por “ser una persona que no le falta al respeto a los demás” [4], pero al preguntarle si conocía el motivo o los delitos por los que su esposo estaba siendo procesado, ésta respondió que no. Se sumaron otros testimonios de amigos y autoridades que declararon conocerlo de muchos años, y hablaron de su buena conducta y los cargos honorarios que desempeñó, sin pronunciarse sobre los hechos relativos al proceso penal. Como si los cargos y condecoraciones fueran garantía de no delinquir; las pruebas de los inculpados se enfocaron en mostrar su buena conducta, pero no su inocencia.

El resto del material probatorio se limita a señalamientos menores por parte de uno de los procesados, como el hecho de decir que no tenía una verruga en el cuello sino un lunar, o que su cabello era crespo y no lacio, como había señalado Valentina en una de sus declaraciones. En suma, estas pruebas contrastadas con otras, como

  • el álbum fotográfico del personal militar que realizó operaciones el día en que ocurrieron los hechos, donde aparecían los procesados, y cuyas fotografías en blanco y negro fueron identificadas por Valentina entre 31 imágenes diferentes;
  • las declaraciones de testigos que vieron a Valentina momentos después de ocurrida la violación, y corroboraron el estado en el que llegó corriendo semidesnuda a su casa;
  • dos inspecciones medicas donde quedó constancia de la presencia de huellas de violencia física (lesiones antiguas que dejaron cicatriz en la superficie corporal);
  • un peritaje psicológico que señaló estrés postraumático derivado de violencia física, psicológica y sexual;
  • el testimonio reiterado de Valentina que no varió sustancialmente desde su primera hasta su última declaración;
  • el careo en el que identificó sin ninguna duda a su agresor; entre otras, hizo que no fuera posible advertir evidencia en favor de los imputados.

Entonces, ¿de qué se trata la perspectiva de género? Simplemente mirar todo el proceso desde otro enfoque o punto de vista, especialmente en cuanto a la valoración de las pruebas, siendo capaz de advertir, desde el sentido común, que Valentina en ese momento era una niña indígena de 17 años que estaba sola y se vio rodeada por 8 militares armados que la interrogaban en una lengua que no era la suya, que actuaron con violencia valiéndose de su autoridad, y que los dos miembros del ejército que abusaron de ella, tenían en ese momento 33 y 26 años de edad. Estos hechos dejan ver claramente un desequilibrio de poder y de fuerza que requiere analizar a la víctima en su contexto, considerando su condición de desventaja. Alguien podría alegar que eso es lo que los jueces deberían hacer en todos los casos, pero no es así. La violencia sexual tiene causas y consecuencias específicas de género, es una forma de sometimiento, humillación y destrucción de la autonomía de las mujeres que genera al mismo tiempo discriminación y trunca sus proyectos de vida. No es que no existan hombres que también puedan ser víctimas de violencia sexual, pero en el contexto en el que se encontraba Valentina, son las mujeres quienes se enfrentan con mayor frecuencia a este tipo de violencia. Esta desventaja es la que determina que cambiemos el enfoque, con la esperanza de que un día, el equilibrio de la balanza llegue a ser tal, que ya no sea necesario juzgar con perspectiva de género.

Otra parte de la sentencia que resulta particularmente relevante, es la de prescripción de las acciones, donde la jueza alude al fallo de la Corte Interamericana construyendo una especie de puente entre la justicia interamericana y la nacional, manifestando que la obligación del Estado mexicano de investigar los hechos en el fuero común, aunado a la perspectiva de género presente en este caso, generan una determinación vinculante para que este tribunal local se pronuncie al respecto, mostrando así, lo que muchos países latinoamericanos no han entendido, y es que los sistemas regionales de protección de derechos humanos no son instituciones superdotadas que ponen el dedo en la llaga para recriminar lo que los Estados hacen mal, sino que, por el contrario, constituyen mecanismos que buscan colaborar con la impartición de justicia, brindando estándares, guías, pautas e interpretaciones, tendientes a cooperar y armonizarse con los sistemas jurídicos nacionales.

Las preguntas que siguen quedando en el aire después de este emblemático caso continúan siendo, por un lado, la deuda pendiente desde el caso Radilla sobre la regulación del código de justicia militar en México que no estará terminada hasta que tanto civiles como militares puedan acudir a fueros no castrenses cuando existan violaciones a derechos humanos. Por otra parte, la importancia de cuestionarnos sobre la preparación y formación raquítica en materia de derechos humanos que se brinda al personal militar una vez que ingresa al ejército. La mayoría de ellos tienen estudios muy básicos (en el caso de Valentina, ambos militares procesados terminaron solamente la secundaria), aunque es verdad que ningún título garantiza un buen comportamiento, las labores que realizan los cuerpos militares deben ser vistas como parte de un servicio de especial relevancia y cuidado que se presta a toda la ciudadanía, en consecuencia, debería tener mínimos estándares de actualización que permitan asumir medidas preventivas y solamente reactivas.

Finalmente, algo que resulta inquietante es la recién aprobada Ley de Seguridad Interior que manda el ejército a las calles sin darles herramientas para realizar labores en las que no están capacitados. No es que todos los militares sean malos es, simplemente, que el ejército en México, como en otros países, ve la comisión de delitos sexuales como algo normalizado e invisibilizado, asumiendo que las mujeres son botines de guerra que sirven para infundir temor en la comunidad y obtener información a través de la intimidación. Es, precisamente, esta cultura de la violación la que debe erradicarse al interior de la milicia a través de la educación y formación en saberes que no sean exclusivamente sobre el uso de armas.

Volviendo al caso particular de Valentina. Ya se han pronunciado organismos internacionales sobre las razones por las que el juez que conoce actualmente sobre la apelación de esta última sentencia debería ratificarla. La violencia contra las mujeres debe sacarse del plano de lo sensible para verse como un problema real que no es asunto solamente de mujeres. Es importante que el juez que tiene esta apelación en sus manos la ratifique, no porque sienta pena por Valentina o porque lo diga la Corte Interamericana. Tampoco porque exista presión mediática al respecto sino porque, jurídicamente, es lo que procede. De los hechos probados no se deriva un solo elemento de convicción que permita deducir la inocencia de los inculpados. Por el contrario, se perciben notables obstrucciones en el acceso a la justicia, denegación de atenciones mínimas de salud, autoridades sordas e indiferentes que revictimizan como una política institucional, pruebas e indicios que reflejan la veracidad sobre el testimonio de Valentina y 16 años de lucha de una mujer que en el nombre lleva su principal cualidad: la valentía. Una persona cuyo motor de lucha fue su hija, así como todas las mujeres que han pasado por lo mismo que ella, y se han quedado calladas por miedo o vergüenza. Valentina representa hoy, a una guerrera indígena que enfrentó a sus agresores levantándose todos los días durante más de una década para que nadie se atreva a volver a llamarla mentirosa.

Su comunidad debe valorar a esta gran mujer que, rompiendo el silencio, ha denunciado ante instancias nacionales y extranjeras que las mujeres valen por ser ellas mismas y que las circunstancias difíciles con las que se enfrentan niñas y mujeres indígenas todos los días no deben ser motivo de vergüenza o discriminación sino, por el contrario, signo de lo mucho que falta para lograr una sociedad igualitaria en la que nadie se sienta con el derecho de atropellar la dignidad del otro. Este caso no es solamente sobre Valentina, ni sobre las mujeres que han pasado por lo mismo que ella, es también una llamada para todos los que amamos nuestro país y vemos en él la oportunidad de sembrar esperanza y respeto hacia aquellos pueblos que, a pesar de ser la raíz que nos da origen, identidad y orgullo, son los más violentados y olvidados por la justicia. No hay que cansarse de denunciar lo que está mal, especialmente cuando se trata de darle voz a los más vulnerables, como bien señaló Estela Hernández, continuemos en pie de lucha ”hasta que la dignidad se haga costumbre”.

[1] Sentencia definitiva, causa penal 62/2013, Chilpancingo, Guerrero, 7 de junio de 2018, p.179-180

[2] Cfr. Ibid 1, p.197

[3] Cfr. Ibid 1, p.218

[4] Cfr. Ibid 1, p.220

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