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Urdangarin consuma su peor venganza contra los Borbones

El hijo del exduque de Palma, Pablo Urdangarin, da una lección de saber estar al atender a un periodista que le preguntaba por la supuesta indifelidad de su padre

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análisis

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No debe ser fácil salir airoso cuando un periodista le asalta a uno por la calle y le pregunta por los amoríos extramatrimonales del padre. Ese trance tuvo que vivirlo ayer un chaval veinteañero, Pablo Urdangarin, hijo de Iñaki Urdangarin, a quien la revista Lecturas ha pillado in fraganti con otra mujer, una compañera de trabajo del gabinete de abogados en el que por lo visto se ha enrolado ahora el marido de la infanta Cristina. Alcachofa en mano, el reportero se acercó al chico, jugador de balonmano del FC Barcelona, y le preguntó a bocajarro sobre este nuevo escándalo que ha vuelto a sacudir los cimientos de la monarquía. Papelón para el periodista y papelón para el muchacho.

Sin embargo, con una entereza y una madurez que asustan, Pablo Urdangarin se dirigió al plumilla de forma amable y elegante y cuando parecía que iba a soltarle un exabrupto (cosa que por otra parte hubiese sido humanamente comprensible) sorprendió por su temple y su saber estar. “Es un tema familiar, pero… Ya está, son cosas que pasan y luego hablaremos nosotros y ya está. Todos estamos tranquilos y todos nos vamos a querer igual”, declaró el chico, que se mostró como un joven más, un plebeyo sin ínfulas muy alejado del rancio pijerío con el que a menudo se desenvuelven los miembros de la jet set. Incluso dijo comprender el trabajo del profesional de la información que salió a su encuentro y que quedó perplejo ante tanta amabilidad. Ya era hora de que un miembro de la Casa Real diese una lección de honestidad, educación y sencillez.

Cuando ya nos habíamos acostumbrado a las mentiras del rey emérito y sus amigos traficantes de armas buscados por la Interpol, cuando ya nos habíamos hecho a las gamberradas y desaires de Froilán y Victoria Federica, consuela en cierta manera que los colegios de ricos que todos los ciudadanos pagamos religiosamente a la prole borbónica hayan servido para algo, al menos en el caso de Pablo Urdangarin. Si es cierto que solo por la educación puede el hombre llegar a ser hombre porque este no es más que lo que la educación hace de él, tal como dejó escrito Kant, es evidente que en este caso la astilla no ha salido de tal palo, tal como reza el refrán sin duda equivocadamente (todo dicho popular esconde una verdad y alguna que otra injusticia).  

Iñaki Urdangarin enterró su vida y la de su familia cuando decidió meterse a fondo en el caso Nóos para trincar unos sobresueldos y comisiones. Lo tenía todo en la vida, dinero, fama, reconocimiento como gran deportista, posición social. Allá donde iba le ponían una alfombra roja para que se paseara por ella, vestido de esmoquin, del brazo de la infanta. No tenía que hacer nada para disfrutar de una existencia privilegiada, salvo portarse bien y no robar. Por desgracia para él, en el mundo de hoy ser honrado es el reto más difícil al que se enfrenta una persona y son pocos, muy pocos, los que consiguen destacar sobre los mediocres, los codiciosos y la escoria humana. La honradez es el título nobiliario más valioso y auténtico que existe, mucho más preciado que cualquier ducado o condado borbónico, solo que ese galardón está reservado solo para un puñado de elegidos, de valientes, de buenos de verdad. La verdadera sangre azul de la humanidad. Obviamente, Iñaki Urdangarin no está en esa estirpe de egregios y por eso ha tenido que pagar un precio terrible tras haberse perdido por la senda de la avaricia, el lujo y el dinero fácil.

No queremos pensar mal, pero esa portada de Lecturas en la que el exduque Empalmado se deja fotografiar con su misteriosa amante de la mano, paseando por la playa, no lleva a pensar que se haya corregido. Y no por la infidelidad en sí misma (nadie sabe lo que ocurre en el universo construido por una pareja y nadie es quien para juzgarlo desde fuera) sino porque todo apunta a que la foto de marras obtenida a ojos de todos y a plena luz del día no ha sido robada, sino que ha sido pactada. De confirmarse esta hipótesis, estaríamos ante un montaje mediático para recaudar dinero o algo que sería mucho peor: para vengarse de los Borbones y humillar a la infanta Cristina, que según la prensa del colorín está hundida en Suiza y ya pide papeles para firmar el “cese temporal de la convivencia”, ese fantástico eufemismo con el que suelen divorciarse nuestros reyes y príncipes patrios. Eso es precisamente lo que parece sugerir la portada de Lecturas, una revancha, una vendetta servida en plato frío, no ya contra Cristina, sino contra la monarquía española en sí misma. Quién sabe si detrás del exclusivón de Pilar Eyre no hay un desquite contra el suegro exiliado en paraísos lejanos, ese mismo que decía que la Justicia debía ser igual para todos, ese mal patriarca que castigaba públicamente la conducta reprobable del yerno mientras él llevaba sus pecados en silencio. Ahora, con la perspectiva del tiempo, sabemos que, pese al valor del juez Castro, el caso Nóos se cerró en falso, ya que el exduque no fue más que un cabeza de turco.

Lamentablemente, Pablo Urdangarin, ese chico honesto y formal que da la cara por el padre descarriado, con educación, madurez y evidente inteligencia emocional, está muy lejos en la línea sucesoria al trono de España, tanto como en el octavo lugar según la ley hereditaria de la monarquía. Con todo, no parece que eso le preocupe demasiado a un muchacho centrado en su mundo de torneos, partidos y canchas de balonmano y que seguramente ha aprendido la lección en negativo de su progenitor: que un apellido limpio, ya sea humilde o de rancio abolengo, lo es todo, y que siempre es mejor mantenerse lejos del poder porque el poder mancha y corrompe. Aquí, en esta columna, no somos monárquicos, todo el mundo lo sabe. Pero no podemos dejar de aplaudir y admirar la entereza de un muchacho avergonzado y entristecido que, con mucho mérito, tira de nobleza para tratar con exquisita educación a un periodista y de paso echarle un capotazo al padre vivalavirgen, parrandero y vividor. Alguien del que nadie podría sentirse mínimamente orgulloso.

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