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Una historiadora contra el delirio nuclear

Francisco Martínez Hoyos
Francisco Martínez Hoyos
Doctor en Historia
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análisis

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Si pensábamos que la amenaza nuclear era cosa del pasado, vivíamos, por desgracia, en el error. Como en la Crisis de los Misiles, nos asalta la angustia de que alguien pueda cometer un disparate que encienda la mecha de un conflicto catastrófico para toda la humanidad. No está de más, visto el tiempo oscuro en el que nos movemos, echar por un momento la mirada atrás y ver cómo se las arreglaron nuestros padres y abuelos.

En plena guerra fría, la inquietud ante un hipotético conflicto nuclear era patente. La carrera armamentística estaba fuera de control, tal como refleja el incremento del arsenal atómico estadounidense: el país pasó de contar con 298 bombas en 1950 a 7.100 armas no convencionales apenas doce años después. Los círculos conservadores norteamericanos promovieron una agresiva campaña para excitar el miedo a la Unión Soviética, pero lo cierto es que Washington, en el momento de la elección del presidente Kennedy, contaba con una superioridad nuclear de diecisiete a uno respecto a Moscú.

JFK impulsó una campaña para promover refugios atómicos con la promesa de que salvarían muchas vidas si llegaba a desencadenarse una guerra. Se editó entonces un folleto para ilustrar a la población sobre lo que tenía que hacer si se daban las circunstancias. La tirada fue masiva, 25 millones de ejemplares. Se podía obtener uno de manera gratuita en las oficinas de correos.

En España, los lectores de El Ciervo supieron de esta peculiar propaganda gracias a un artículo de Mercedes Vilanova Ribas, una joven historiadora de la Universidad de Barcelona que por entonces vivía Estados Unidos. Su texto desgranaba los aspectos más importantes del tema. El gobierno norteamericano elogiaba la creación de refugios comunitarios pero también animaba a los ciudadanos a que construyeran los suyos por su cuenta, en sus propios domicilios. El Departamento de Defensa ofrecía su colaboración a las familias que tomaran este tipo de iniciativa, que tendría la ventaja de amoldarse mejor a las preferencias de los usuarios. Además, en caso de urgencia, el refugio siempre estaría más a mano.

En teoría, los estadounidenses debían prepararse para la catástrofe acumulando determinadas provisiones para subsistir durante quince días. Curiosamente, se sugería que las paredes del refugio se pintaran cada cierto tiempo con una solución que contuviera un diez por ciento de DDT. De un modo u otro, el veneno estaba ahí, siempre amenazador.  

Para Mercedes, el folleto no necesitaba comentarios. Estaba escandalizada no solo por lo inútil de aquella serie de medidas en circunstancias reales, también por los valores profundamente individualistas que dejaban traslucir las recomendaciones. En aquellos momentos, determinada prensa planteaba cuestiones sobre cuál sería la actuación moral más adecuada si se desencadenaba un conflicto. Si cuando se desencadenaba el ataque una persona tenía invitados en su casa, ¿permitiría que compartieran su refugio? Obviamente, la simple formulación de la pregunta contribuía a extender la mentalidad del “sálvese quien pueda”.

Las armas atómicas, según Eric Hobsbawm, el conocido historiador marxista, constituían en aquella época uno de los principales motivos de inquietud. La población, a su juicio, vivía en una especie de “histeria nerviosa”. Ian Kershaw, otro gran especialista en el siglo XX, sugiere, seguramente de forma más realista, que la mayoría de la población tenía otros problemas en qué pensar, preocupada sobre todo por aumentar su nivel de vida en una coyuntura de crecimiento económico. En estas circunstancias, el temor al conflicto atómico “era, salvo episodios pasajeros, una presencia latente más que una ansiedad aguda”. Eso significaba que, en la práctica, la gente, aunque apoyaba la idea del desarme, se sentía impotente y acostumbraba a vivir con miedo. En un mundo dividido en dos bloques, nadie deseaba arriesgarse a una reducción armamentística de carácter unilateral. De ahí que los gobiernos occidentales contaran con el apoyo de sus ciudadanos, salvo excepciones, en su gestión de la guerra fría.

Para Mercedes Vilanova, resultaba inaceptable la contradicción en la que vivían unos hombres que construían refugios contra las bombas que ellos mismos habían fabricado. La gente que en otros tiempos hubiera muerto en la lucha por la justicia, ahora permanecía en sus hogares con la esperanza de que artefactos extraños no irrumpieran en el horizonte. Entonces, como ahora, la pregunta palpitante era “¿qué hacer?”.

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