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Un triste vodevil

Guillermo Del Valle Alcalá
Guillermo Del Valle Alcalá
Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid y diplomado en la Escuela de Práctica Jurídica (UCM). Se dedica al libre ejercicio de la abogacía desde el año 2012. Abogado procesalista, especializado en las jurisdicciones civil, laboral y penal. En la actualidad, y desde julio de 2020, es director del canal de debate político El Jacobino. Colabora en diversas tertulias de televisión y radio donde es analista político, y es columnista en Diario 16 y Crónica Popular, también de El Viejo Topo, analizando la actualidad política desde las coordenadas de una izquierda socialista, republicana y laica, igual de crítica con el neoliberalismo hegemónico como con los procesos de fragmentación territorial promovidos por el nacionalismo; a su juicio, las dos principales amenazas reaccionarias que enfrentamos. Formé parte del Consejo de Dirección de Unión Progreso y Democracia. En la actualidad, soy portavoz adjunto de Plataforma Ahora y su responsable de ideas políticas. Creo firmemente en un proyecto destinado a recuperar una izquierda igualitaria y transformadora, alejada de toda tentación identitaria o nacionalista. Estoy convencido de que la izquierda debe plantear de forma decidida soluciones alternativas a los procesos de desregulación neoliberal, pero para ello es imprescindible que se desembarace de toda alianza con el nacionalismo, fuerza reaccionaria y en las antípodas de los valores más elementales de la izquierda.
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análisis

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Mientras escribo, sigo reflexionando acerca del procedimiento utilizado por el Tribunal Supremo para revisar varias sentencias propias y enmendarlas pocos días después de dictarlas. Revisión en pleno, además, por parte de los magistrados de la Sala de lo Contencioso-Administrativo, juristas de reconocido prestigio que, sin embargo, no son especialistas en tributos, al contrario que los que hace escasos días consolidaron jurisprudencia en el sentido de determinar que también el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados (en adelante AJD) debía ser de cargo de las entidad bancarias. Decisión interruptus, puesto que ha sido corregida pocos días después en un movimiento insólito que deja varias reflexiones, y ninguna especialmente tranquilizadora. La reflexión que jerarquiza todas las demás es aquella que nos invita a pensar que la auctoritas del TS queda seriamente dañada.

Que una resolución judicial tenga importantes efectos sobre el orden público económico – antiguo pretexto utilizado para moderar los efectos de la nulidad radical de las cláusulas suelo – no habilita, en modo alguno, para que se pueda llevar a cabo un fraude procedimental. Y concurren sobrados motivos para pensar que así ha ocurrido en este caso. La decisión de revisar en pleno sentencias previamente dictadas por ese mismo órgano judicial constituye una verdadera anomalía en nuestro ordenamiento jurídico. Dos preguntas resultan obligatorias. ¿Ayuda a ese orden público económico y a la consabida seguridad jurídica decisiones con freno y marcha atrás como la presente? ¿Resulta antisistema poner en cuestión procedimientos desconocidos hasta la fecha y modos de proceder tan poco edificantes como el analizado, o, precisamente, incurrir en dichos comportamientos constituye la actitud realmente contraria a los mínimos estándares de higiene exigibles en cualquier Estado de derecho?

Aunque los corifeos del poder se esfuercen en un simpar ejercicio de contorsionismo jurídico para difuminar el escándalo con unos vergonzantes argumentos que buscan inducir a la confusión generalizada, los hechos son los siguientes. El impuesto de AJD se imponía al consumidor en base a una cláusula general de gastos hipotecarios – habitualmente cláusula quinta del préstamo en cuestión – en base a la cual todos los gastos y tributos derivados de dicho préstamo hipotecario eran de cargo de la parte prestataria. Esta cláusula – en su totalidad y no por fascículos, como ahora se pretende – está siendo declarada nula de pleno derecho de forma generalizada por nuestros juzgados y tribunales. En base a esta cláusula – cuya nulidad se fundamenta en una clamorosa falta de equilibrio en las contraprestaciones que de la misma se derivaban (todas impuestas por el banco, por cierto) – los gastos notariales, registrales, de tasación y gestoría, así como el debatido tributo, era de cargo del consumidor. Estaría bien empezar por recordar que éste y no otro es el verdadero origen del conflicto. La predisposición generalizada y absoluta de condiciones flagrantemente abusivas para los consumidores y usuarios.

Bien haríamos en no olvidar el marco general para evitar pueriles descontextualizaciones como las que nos brindan ahora, a vuelapluma y con innegable zafiedad, eximios voceros del poder. Banalizar lo anterior de una manera tan burda como la de solventar la cuestión litigiosa con el habitual mantra “no a los impuestos” resulta, como poco, una broma de mal gusto. Ya sabemos cuál es la receta de algunos para la sostenibilidad del Estado: eliminar todos y cada uno de los impuestos y garantizar que dicha sostenibilidad se convierta en una verdadera quimera.

Bromas aparte, resulta sorprendente cómo se puede construir un procedimiento ad hoc para enmendar una decisión inmediatamente después de adoptarla. Es más, resulta altamente discutible que magistrados no especialistas en tributos enmienden a quienes sí lo son. Resulta aún más sorprendente que se pase por alto la declaración generalizada de nulidad radical que estas cláusulas, en las cuales se inserta el impuesto discutido, están mereciendo a nuestros juzgados y tribunales. Compartimentar los ámbitos de afección de la nulidad de la cláusula es sorprendente; moderar los efectos de la nulidad radical provoca estupor.

Y sí, podríamos mirar hacia otro lado. Pero haríamos mal. Un flaco favor a la democracia y a la dignidad de las instituciones, empezando por la justicia. Podríamos simular que esto versa acerca de impuestos excesivos, de Estados chupópteros y saqueadores. Podríamos contarle a la gente que estamos ante un caso aislado. Como ocurrió con las preferentes. O con las cláusulas suelo. O con los swaps. O con las hipotecas multidivisas. O con la salida a Bolsa de Bankia, Rato en la campana, y la CNMV y el Banco de España, en el campanario. O con el IRPH. O con esos intereses moratorios del 30 % que coloreaban leoninamente tantos préstamos hipotecarios. Un sinfín de casos aislados. Mientras, el presunto Estado asfixiante, ese que ahoga a tantos comentaristas neoliberales, hacía curiosamente lo que ellos piden que haga: poco o nada, mirar hacia otro lado, incumplir sus funciones de regulador, hacer dejación de su cometido fiscalizador, y por ende participar, al menos por dejación, de la insoportable cascada de fraudes cometidos.

Los que hoy tratan de desenfocar la cuestión y soslayar el escándalo cargando contra los impuestos y el Estado son los mismos a los que toda tímida actuación del regulador ausente les pareció siempre demasiada. Los mismos que, en un simpar ejercicio de estulticia interesada, nos comentaban que lo de las cláusulas abusivas en los préstamos hipotecarios no era tal. Autonomía de la voluntad, ya saben. Autonomía de la voluntad entre desiguales. En contratos de adhesión, en los que las entidades bancarias predisponían y los consumidores se adherían. Algunos repetían el mantra por puro desconocimiento. Otros no. Otros directamente respondían a un plan perfectamente diseñado: ocultar la realidad y hacer pasar por acuerdo libre lo que en verdad era un fraude sistemático. Falta de transparencia, falta de equilibrio y transgresión de la buena fe contractual: la santísima trinidad de los abusos bancarios, ante la aquiescencia de unos organismos reguladores desmantelados o cooptados de manera clientelar por propios y extraños.

No es casualidad que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea – hasta donde alcanzo a saber no se trata de un órgano jurisdiccional bolchevique – haya enmendado la plana, en no pocos ocasiones, con razón y razones, a nuestro Alto Tribunal en materia de consumidores. Tampoco resulta cuestión de casualidades la dedicación docente del magistrado Díez-Picazo en los propios centros de estudio de la banca. Una incompatibilidad de manual que pasa ante la pasmosa sensación de que nunca pasa nada. Pero sí que pasa. No somos tan bisoños ya como para creer en cuentos de hadas.

Un vodevil como el que se nos presenta es, lisa y llanamente, descrédito para las instituciones. A los que nos alertan a diario contra los que, a ambos extremos del tablero político, socavan los consensos democráticos con soluciones antipolíticas y populistas, un humilde consejo: sepan que pocos cosas más degradantes para la democracia que visibilizar, de manera tan cruda, la falta de independencia de los poderes políticos del Estado con esos otros poderes, otrora llamados fácticos, ubicuamente presentes. O la posibilidad, estremecedora per se, de que el poder judicial termine doblándose ante el poderoso lobby bancario. Gasolina para el populismo, paradójicamente suministrada por los que nos alertan de los efectos más nocivos del mismo.

Mientras se suceden los hitos del vodevil, no hay día sin ejecuciones hipotecarias cimentadas en una interminable y vergonzosa yuxtaposición de cláusulas abusivas. Ejecuciones hipotecarias que terminan con personas humildes en la calle. Sí, está pasando. Los fondos buitre campan a sus anchas en los juzgados y tribunales subrogándose en las posiciones de los acreedores hipotecarios, entregados en cuerpo y alma a la pura especulación inmobiliaria. Los organismos reguladores desempeñan una función decorativa, excepto para el reparto solidario de cuotas de poder.

Pocas cosas menos edificantes para la salud democrática de un país que la generalizada sensación colectiva de que, se juegue en el campo que se juegue, siempre ganan los mismos. Urge recordar a los sempiternos tahúres que hasta las partidas más lucrativas exigen reglas. Iguales para todos. De estricto cumplimiento. De lo contrario, el juego es simple saqueo. Y ese parece haber sido el guión de este triste vodevil.

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