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Un problema que persiste: Europa central

Joan Martí
Joan Martí
Licenciado en filosofía por la Universidad de Barcelona.
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análisis

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Desde que Rusia decidiera invadir Ucrania el pasado 24 de febrero y tras seis meses de combates y teniendo por delante la perspectiva de una guerra larga, incluso los aliados más cercanos se preguntan  cuándo tardaremos en cansarnos de llevar esa carga. La ayuda a Ucrania está pensada para que dure hasta el final del año fiscal, el 30 de septiembre, aunque nadie sabe a ciencia cierta cuándo se acabará el dinero.

De hecho, algunos funcionarios ucranianos (y con ellos el presidente Volodímir Zelenski) sostienen que, de llegar la ayuda occidental en una escala suficiente, Ucrania podría ganar la guerra antes del inicio del invierno. Según un oficial de la inteligencia militar, la mejor oportunidad de Ucrania para una contraofensiva llegaría a finales de octubre, cuando la reserva de armas occidentales debería estar en su punto máximo.

Ucrania es Europa, quiere pertenecer de pleno derecho a una comunidad, la europea, en la que los valores que la rigen y el bienestar que estos proporcionan no tienen igual en ninguna parte del mundo.

Echemos un vistazo a los últimos ciento cincuenta años de Europa de su núcleo central, de sus acontecimientos más relevantes y podremos observar como casi milimétricamente se van sucediendo las mismas desventuras.

El centro de Europa es una región boscosa, no especialmente favorecida por el clima, de espaldas a los océanos, sin minerales u otras riquezas naturales dignas de mención. Varias veces despoblada por guerras y plagas, fragmentada durante siglos en parcelas políticamente insignificantes, es un centro pobre, vacio.

Raras veces, y siempre por breves periodos, el campo de fuerza del poder superó sus propias fronteras. Sobre el reparto del globo, sobre formas nuevas y más racionales de la economía y el dominio social, se decidía en otros lugares, desde siempre.

Aun así, los habitantes de esta región consiguieron en pocas generaciones acumular una riqueza—medida por la escala de la economía mundial—muy superior a la media. En el umbral del siglo XX, después de una fase de acelerada industrialización, el Imperio alemán y Austria-Hungría eran Estados acomodados, con desproporcionados ejércitos, cuya conciencia de sí se manifestaba ruidosamente.

Eran arribistas que no comprendían que tan rápido ascenso desplazaría los equilibrios del mundo y exigiría un precio político. De pronto se vieron rodeados, amenazados por vecinos codiciosos y hostiles. Con demasiado retraso, los “círculos decisorios” de Alemania y Austria advirtieron que grandes potencias más antiguas, establecidas, aprovechaban su ventaja en destreza diplomática y no estaban dispuestas en modo a alguno a apartarse en silencio.

Es posible que se hubieran puesto de acuerdo hace mucho en ocupar juntos el emergente centro y hacer botín… una sospecha de la que se encontraban sin cesar nuevas pruebas. Al este, Rusia, un coloso imprevisible, dispuesto a enviar millones de esclavos a una guerra de conquista. Al oeste, la envidiosa Francia y los negociantes británicos, que hablaban de los valores de la civilización mientras pensaban en sus beneficios.

Al sur, por último, la oportunista Italia, un codicioso Estado satélite que, a pesar de todas las promesas de alianza, se inclinaría previsiblemente del lado que fuera superior en número. El círculo estaba casi cerrado, era un estrangulamiento al que el primero de agosto de 1914 puso freno al fin. Y, en pocos días, todos los habitantes del centro se acostumbraron a un nuevo concepto de interesante resonancia: guerra mundial.

Y aquí estamos, 24 de febrero 2022, cuanto más dura la guerra más acuciante se vuelve para los políticos: si no es posible ganar muy pronto, entonces hay que venderla mejor.

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