Analizando el espectáculo que están dando algunos políticos en torno a la formación del Gobierno, el periodista Rafa de Miguel escribía en El País (25/07/2016): “Sería necesario que todos entonáramos un mea culpa por haber cometido el error de pensar que en algún momento Rajoy dejaría de ser Rajoy”.

Pero esa era una verdad relativa, porque la mayoría de los expertos que siguen el tema conocen perfectamente al personaje en cuestión y saben de su contumaz ‘tancredismo’ y del ‘ahí me las den todas’ con el que ha venido bandeándose desde el 20 de octubre de 1981, cuando obtuvo un acta de diputado por Alianza Popular (hoy Partido Popular) en las primeras elecciones autonómicas de Galicia. Actitud, claro está, que va más allá de que Rajoy sea un gallego ejerciente -más o menos como otros muchos- y sin que se desconozcan tampoco las limitaciones personales de quienes lideran los demás partidos.

Con independencia de las críticas que a propósito del actual impasse político se le puedan hacer al todavía presidente en funciones, lo cierto es que la preocupación que provoca ya alcanza a la Corona. Su titular, que tiene la responsabilidad indelegable de proponer un candidato al cargo, se empieza a ver cogido en un aprieto de difícil salida, sean cuales sean las culpas de unos y otros en la crisis de Gobierno que soportamos desde el 20-D.

Tras los resultados electorales del 26-J, y conociendo la habitual actitud interesada y poco flexible de todas las fuerzas políticas, ya señalamos el mal cariz que estaban tomando los acontecimientos y la posibilidad de que el Jefe del Estado tuviera que proponer a un candidato no partidista para someterse a la investidura presidencial. Es decir, que abriera la puerta por primera vez en el actual régimen democrático a una presidencia independiente de los grupos parlamentarios del Congreso, o ‘cívica’ como se denomina en otros modelos asimilables.

De hecho, durante su última ronda de consultas con los portavoces parlamentarios, el Rey les pidió a todos un esfuerzo para evitar otro fracaso en la formación del Gobierno y no vernos avocados a unas nuevas elecciones. Algo que, además de dar continuidad a un Ejecutivo en funciones durante más de un año (realimentando el desgobierno), llevaría el desprestigio social del sistema al límite.

Cosa sin duda grave, porque nada hay establecido en la Constitución, ni en su desarrollo legal, para frenar una sucesiva repetición de elecciones como las del 20-D y 26-J. Y en el entorno de Rajoy ya se contempla una tercera convocatoria electoral, que podría posponerse hasta el 2017, una vez sustanciados los comicios autonómicos en el País Vasco previstos para el próximo 25 de septiembre (y en Galicia), con la esperanza de que el apoyo del PP sea imprescindible para facilitar un gobierno del PNV y poder exigir entonces a este partido reciprocidad a nivel nacional.

Por el momento, seguimos sin atisbar cómo se resolverá la formación de un Gobierno efectivo para sustituir al que se encuentra inefectivo desde que el 26 de octubre de 2015 se disolvieron el Congreso y el Senado y se convocaron las elecciones del 20-D. Y lo cierto es que, de ser presidido en su caso por Mariano Rajoy o por Pedro Sánchez, en realidad sería el de un perdedor, con escasas posibilidades de mantenerse vivo siquiera a corto plazo, se presente en su momento a la opinión pública como se quiera presentar.

Por ello, quizás haya llegado la hora de que el Rey tenga que apurar sus competencias constitucionales para poner algo de orden y sensatez dentro de la política española, proponiendo un candidato a la Presidencia del Gobierno sin afiliación partidista y sin excederse con ello para nada en lo que a ese respecto establece la Constitución (art. 99 CE). La legalidad del procedimiento es, pues, evidente; y su legitimidad vendría otorgada por el propio refrendo de investidura en el Congreso de los Diputados, donde está representada la soberanía del pueblo español (el presidente ‘independiente’ sería elegido por los mismos mandatarios de los ciudadanos que han venido eligiendo a los presidentes partidistas).

Por tanto, nada hay que discutir sobre la legalidad ni sobre la legitimidad de un posible presidente independiente o cívico. Condiciones acompañadas por la de elector y elegible que la Carta Magna otorga también a este tipo de candidatos, sin afiliación expresa a ningún partido ni necesidad de tener acta de diputado.

La solución de un presidente independiente no requiere nada más que la iniciativa del Jefe del Estado cuando las circunstancias lo aconsejen y, por supuesto, el respaldo en la votación del pleno del Congreso durante la correspondiente sesión de investidura, que debería obtener en base a su propuesta política y no condicionada por una ideología partidista. Y esto es tan claro que ya estuvo a punto de suceder con ocasión del 23-F. Entonces, la intención del general Armada (o del ‘Elefante Blanco’ fuera quien fuese) era someterse a esa votación de investidura con la aquiescencia previa del Rey y de los diputados presentes en el hemiciclo, una vez retirada la fuerza de la Guardia Civil que lo había asaltado…, aunque quedando todos bajo la coacción latente de sus armas (eso fue lo que le convirtió en ‘golpista’).

Es evidente que el asunto requiere un pacto de Estado, pero no mayor ni distinto del que suponen la elección parlamentaria de un candidato de partido en el procedimiento habitual o el propio desarrollo de la acción legislativa. Y sería difícil de entender una oposición a la propuesta regia por parte de la clase política, considerando que ella es la responsable directa de la situación (no deja de ser curioso que hayan sido los partidos emergentes, Podemos y Ciudadanos, los primeros en apuntar la figura de un presidente del Gobierno cívico o libre de ataduras partidistas, como se caracterizan teóricamente el Defensor del Pueblo o el presidente del Poder Judicial).

Algunos analistas -sin duda complacientes con la situación de desgobierno o demasiado próximos al PP o al PSOE- consideran impropia la adhesión de los partidos a este tipo de ‘solución independiente’ sin que sus electores estén advertidos de tal posibilidad en los programas electorales previos. Pero esta exigencia no deja de ser un absurdo categórico por cuanto, de entrada, devaluaría la figura de cualquier candidato que aspirase a ser el más votado, con independencia de lo habitual que es verles incumplir sin rubor alguno sus promesas de campaña más sustanciales.

Veremos lo que da de sí el tiempo muerto pedido por Rajoy para salir del embrollo en el que estamos metidos, a nuestro entender principalmente por su insostenible fracaso personal. Pero lo cierto es que las lagunas de la Constitución permiten a Rajoy seguir como presidente del Gobierno en funciones de forma indefinida -a pesar de su incapacidad práctica-, y que, desde esa provisionalidad, la demolición del Estado y del sistema de convivencia democrática continúen en su línea actual de deterioro.

Sea como fuere, lo evidente es que la salida del problema o su pernicioso enquistamiento pueden depender ya de la actitud que tome el Rey. Su Majestad no gobierna pero reina, teniendo que ejercer en cualquier caso como Jefe del Estado. Estemos atentos, pues, a cómo resuelve la situación en caso de que continúe tan enconada (otra prueba de fuego más para nuestra desfasada Constitución).

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