Esta semana, una vez más, han vuelto a hacerme la propuesta de dirigir una Antología de la Zarzuela. Un poco de Chueca, Bretón y Chapí, con mucho “Agua, azucarillos y aguardiente”, componían el menú de la invitación. Muy lejos de querer apartar un género tan nuestro de mi repertorio, reconozco que, de partida, volver a caer en lo mismo implica sucumbir a una monotonía de los programas que pueden escucharse en teatros y auditorios que ciertamente deberíamos mirarnos. Que la mayoría de orquestas de nuestro país repitan en bucle cada corto período de tiempo un conjunto reducido de las mismas obras, las de siempre, y de los mismos autores, los de siempre, da que pensar, además de producir cierta pereza. Cómo disfrutar de otros estilos y compositores, sin dejar de programar y proteger nuestra zarzuela, es una cuestión difícil de abordar a simple vista pero, empezar por reflexionar sobre los binomios arte-sociedad y artista-espectador, quizá nos ayude a entrar en cuestión.

El arte es la creación nacida de la mente y del cuerpo del ser humano, es el reflejo de las inquietudes, miedos, afectos e intereses más íntimos del espíritu. Su realización denota el deseo de libertad que el artista busca, manifestando sus intranquilidades y anhelos sin ataduras y planteando un espacio donde recuperar su sentir y su vivir abiertamente. Así, el arte se muestra como una dimensión superior de la expresión, un universo donde el creador experimenta la posibilidad de ser más libre.

La idea, presentada en el interior del artista y “re-presentada” en la obra de arte en sí, se traspasa a la percepción de quienes contemplan la pieza. Mediante las diversas formas de crear, el poema que al ser leído advierte el sentir del poeta, la pintura que al ser observada reproduce las ideas de quien la trazó, la música que al ser escuchada transmite las inquietudes del compositor, se hace tangible la dualidad entre “concepto” (lo que el que crea piensa) y “forma” (lo que el que crea produce). El artista cosifica su idea y la da al mundo, pero el mundo no está siempre preparado para recibir el mensaje con la misma libertad con que ha sido expresado y el arte se topa de bruces con un pensamiento encajonado en los prejuicios, tabúes y fronteras que lo social impone al ser humano. Resulta irónico pensar que un arte hecho por personas encuentre dificultad en ser para personas.

Llevada a la disciplina musical, esta problemática aparece cuando el intérprete trata de conjugar su visión sobre un determinado proyecto musical y lo que el público, como consumidor de ese arte, está dispuesto a asumir desde su propio bagaje cultural y desde los límites que le impone la sociedad. Si además nos centramos en la figura del director musical de una agrupación, quien con la batuta y el gesto indica a los instrumentistas cómo va a interpretarse la música, la idea del proyecto a crear se ve afectada por factores añadidos en relación a la elección del repertorio. Saber elegir implica escoger obras que se adecuen al nivel del grupo que tienes delante, lo que abre un abanico amplio de posibilidades desde lo más amateur hasta el más alto nivel de cualificación en lo profesional, al número de ensayos que vas a disfrutar, cuestión inevitablemente unida al aspecto económico, al espacio donde se va a producir la música y a las decisiones del organismo gestor que gobierna o dirige dicho espacio, produciéndose una desagradable disputa entre el “yo musical” del director, unido a su conciencia artística, y el “yo programador”, apegado por fuerza a lo que la realidad del público y los espacios culturales quieren escuchar y mostrar.

La cuestión plantea un difícil panorama a nivel individual donde el perseguir la libertad artística lucha contra las ataduras sociales ligadas a una forma de expresarse más asequible, aferrada a un populismo estético o afín a determinadas modas y que afecta, por consiguiente, a un nivel más grupal o de conjunto en una sociedad por definición menos libre que el arte. Piensen si desean auditorios comerciales o auditorios que apuesten por la cultura, si opinan que deben existir espacios para la élite musical frente a espacios para todos los públicos. El debate esconde una cantidad enorme de variables implicadas y un amplio conjunto de instituciones políticas, educativas, culturales y económicas como eslabones de una misma cadena que podrían empujar hacia una solución, de partida utópica, trabajando en pro de una enseñanza del arte encaminada a romper poco a poco barreras y prejuicios. Dentro del dilema, queda afortunadamente en la chistera el proyecto personal de cada músico, el oasis individual necesario donde podrá encontrar su anhelo de libertad y el compromiso más honesto consigo mismo y con el espectador, con sus reflexiones más profundas y con su forma de hacer arte.

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