Está enferma. El médico había dicho que la operación no se podía demorar más. Así que ahora se encuentra, convaleciente, en la cama de un hospital; una clínica privada, en realidad, donde dispone de una habitación con cuarto de baño para ella sola, y una cama supletoria en la cual su hija se puede quedar a dormir para atenderla si se despierta con dolores a lo largo de la noche.

No se está tan mal en la clínica, a pesar de que aún le duelen los puntos -hace menos de veinticuatro horas que la operaron- y que a ella nunca le ha gustado estar tumbada demasiado rato seguido. Pero hay algo maravilloso en el estar atrapada en la cama de una clínica u hospital: las visitas, las personas que componen su pequeña mundo y que ahora miran hacia ella con interés, afecto y preocupación. A algunos llevaba años sin verlos: su sobrino mayor, la vecina de la casa de la playa que se vio forzada a vender cuando la situación económica comenzó a ponerse mal, el compañero de trabajo que la cortejó durante años y con el que tuvo una breve pero agradable aventura, y ahora su marido… su ex marido.

Acaba de entrar, y sorprendentemente lleva en la mano un ramo de rosas. Cuando estaban juntos nunca le compraba flores; todo el dinero que no se gastaba en lo imprescindible lo utilizaba para comprar discos y libros para él.

Va vestido elegantísimo, pero se nota que no sabe muy bien qué hacer con las flores; la amiga de la playa se hace cargo de las mismas y enseguida abandona la habitación para dejar a la pareja, ex pareja, conversar a solas y con tranquilidad. Él sonríe, e inclinándose con una mano apoyada en la esquina del colchón, la besa dos veces: primero en la frente y luego en el pelo; el beso en el pelo -cano y frágil- es más largo de lo normal.

Ella le invita a sentarse, y no se extraña de que no le pregunte como se encuentra y se ponga, como es habitual en él, a perorar sobre sus propios pequeños problemas y preocupaciones, se enternece cuando recita una frase del último libro que acaba de leer o se da importancia porque se encontró con un viejo camarada del partido, después político de prestigio, en el concierto al que había ido al Teatro Real.

No pasa mucho en la silla, apenas quince o veinte minutos, antes de mirar, sin verlo, el reloj y afirmar que le espera su mujer actual y se tiene que ir yendo ya. Vuelve a inclinarse sobre la cama para besarla, esta vez más apresuradamente y con menos interés, como si el trámite que ha venido a cumplir hubiese terminado ya; pero los dedos, los dedos de ella y los dedos de él, se encuentran en un movimiento espontáneo y natural, y se entrecruzan; durante unos segundos permanecen entrelazados y los dos se miran a los ojos; ella tumbada y él en su todavía espléndida estatura a pesar de la edad.

Cuando sale el ex marido inmediatamente la amiga de la casa de la playa vuelve a entrar.

-Qué guapo es.

La amiga de la playa sonríe al escucharla. Sí, es cierto que sigue siendo un hombre guapo, tan alto y arrogante.

-Siempre fue como un artista de cine, mis compañeras de trabajo se morían de envida cuando me venía a buscar.

La mujer cierra los ojos y deja que las imágenes bailen en su memoria: el día que se sentaron en un portal de París a comer un bocadillo, acompañado por aspirinas para combatir el cansancio, la noche en que le pidió que se casara con ella, las veces que la perseguía por la casa -loco de deseo y amor, ella vestida únicamente con su ropa interior… No recuerda, porque para carece por completo de importancia ya, cuando se enteró que tenía una amante, o la vez que le levantó la mano delante de sus hijas y de su sobrino mayor, ni cuando le comunicó que se iba de casa y se quería divorciar.

Abre los ojos, una sonrisa inmensa iluminándole la cara, y buscando la mirada de su única público, la vecina de la playa, insiste.

-Qué guapo es, ¿verdad? Un hombre guapo, verdaderamente guapo, ningún joven le podría eclipsar. Y yo con estas pintas.

Se toca el pelo frágil y cano, y ríe; recordando cuando fingía esconderse en el dormitorio, cerraba la puerta y él suplicaba, con voz rendida y teatral, que la amaba, que necesitaba tocarla, que le dejase entrar.

El hombre, por su parte, ya está saliendo del edificio, tocándose el bolsillo de la americana con gesto de dolor y culpabilidad; su actual compañera le reñirá -venenosa y sin afecto- por haberse comprado dos pequeños libros. «Con lo mal que vamos de dinero» le dirá. Aunque es mentira, no van tan mal de dinero; mucho peor iba su economía mientras estuvo casado con la mujer a la que acaba de ir a visitar y ella jamás protestó, ni se quejó de tener que vestir a sus hijas con ropa heredada de sus primas porque él no paraba de hacer crecer su biblioteca. «Qué mujer tan excepcional era, es evidente que me equivoqué al dejarla». Con el dedo índice espanta una lágrima que le quiere manchar la cara, pero enseguida se esfuerza en recomponerse, disculparse a sí mismo y piensa que en aquella época era demasiado joven para saber apreciar la auténtica calidad de las personas. Baja los últimos peldaños de falso mármol que separan la puerta de la clínica con la acera y sin apenas energía, sin tener ningún interés en llegar, en regresar a su casa, comienza a andar. Tic tac tic tac, ojala hubiese algún modo en el mundo de parar el reloj de la vida, de echar su despiadada aguja hacia atrás; muy hacia atrás.

 

(En memoria de mis tíos Maribel y Manuel Felipe, que ya no están).

22 de mayo de 2016. Mad Madrid Ciudad, a mediodía, antes de ir a rehabilitación para el dedo que lleva muchos meses sin dejarme escribir con normalidad. Gracias a Ángel Arteaga Balaguer, que una vez más ha mecanografiado mis palabras.

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