Comienza un año más, un año menos, en el que continuar sembrando el sentido de nuestra vida.

Buceamos frágiles e inciertos en nuestro interior, con la esperanza de encontrar alguna ilusión sólida por la que seguir respirando de cara al horizonte.

A veces, el frío y la niebla no nos permiten ver más allá de su inmediato estremecimiento.

Mas el aquí y ahora nos salva otra vez.

Paradójicamente, nos da ese instante precioso y necesario donde conjugarnos,  recordándonos que sólo somos un proyecto provisionalmente eterno.

Saberlo también con el cuerpo es despertar, crear, nombrar a las cosas para que existan.

El tiempo lo dicta una abstracción de la que solamente conocemos sus consecuencias.

Por ello, la única y definitiva muerte, es la muerte del «ahora». El pasado y el mañana nunca mueren, ya que jamás estuvieron vivos.

Nos prendemos de un «ahora» y finalizamos en otro.

A pesar de dicha evidencia, nuestros entretenimientos preferidos son las entelequias del ayer y lo posible del mañana.

Entretanto, luchamos por conceptos.

Por una justicia que sólo existe como constructo humano, con el objetivo de exorcizar una culpabilidad milenaria y desplazada a otros fines.

Mintiéndonos, ya que sobradamente sabemos que las racionalidades sin voluntad ni praxis ética, sin bondad, son cantos aburridos de sirenas dementes.

Tan superficiales, que sólo navegamos los discursos.

Deviene lo oscuro en este tránsito que es vivir, del mismo modo que un haz de colores nos salva del letargo.

Mientras caminamos, en soledad o acompañados, sobrevienen vértigos y lumbres, acariciados por el agua de manantiales ajenos.

Intensas ubicuidades que, en ocasiones, nos regala la vida.

A cambio de vivir, morimos.

Es el asombro de una equidad que en nuestro miedo germina, un concepto irreal de lo ecuánime, vacío de fundamento.

La verdad es que cruzamos puentes sin retorno hacia lugares desconocidos.

Miramos, sin ver aquello que no comprendemos, porque en el ansia de ser, nos inventamos.

Y cuando anochece, es la oscuridad misma la que desvela nuestros secretos, de nuevo olvidados al desperezarse el alba.

Nos bebemos los días sobre encrucijadas de arena, siempre dispuestos a creer que elegimos el mejor camino que ha de guiarnos, certeramente, al bosque de una felicidad que ni siquiera sabemos qué significa.

Allí encontraremos los sabrosos frutos de todos nuestros esfuerzos y renuncias.

Por fin nos será dada la translúcida frescura de esos ríos  que han de calmar nuestra sed antigua.

Volveremos a los besos y a las risas.

A las ideas sencillas.

Volveremos para irnos, humildemente nuestros.

De nuevo a lo desconocido, tal como empezamos.

Quizá a través de la ensoñación de un arco iris.

Nada más.

O no.

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