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Ucrania: un año de sangre y de pánico nuclear 

Las cifras de la invasión son dramáticas mientras se reconfigura el nuevo orden mundial

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análisis

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Un año ya de la devastadora guerra en Ucrania que ha puesto al mundo al borde de la Tercera Guerra Mundial. Las cifras oficiales son sobrecogedoras: cien mil soldados ucranianos caídos en el frente de combate y otros tantos rusos; más de treinta mil civiles muertos; quince mil niños secuestrados o deportados; ocho millones de refugiados y desplazados por toda Europa en la mayor diáspora desde la Segunda Guerra Mundial; y 65.000 crímenes contra la humanidad (bombardeos indiscriminados, fosas comunes y cámaras de tortura) que están siendo investigados por la comunidad internacional. Ese rastro de tragedia, odio y sangre es el que deja el delirio imperialista y fanático de Vladímir Vladímirovich Putin.

Hasta que los soldados de Moscú entraron en Ucrania, aquel era un país en el que se vivía relativamente bien, con sus problemas, como en todas partes, pero estable. Hoy es un infierno de bombas, ruina y desolación. Los que se han marchado de sus casas, tras un año de invasión, empiezan a pensar que ya no podrán regresar jamás. Los que han decidido quedarse, conviven cada día con el eco aterrador de las alarmas antiaéreas, la carestía y el miedo a que un misil caiga sobre ellos en cualquier momento. Los ucranianos han demostrado ser un pueblo bravo, resistente, heroico. Cuando comenzó la ocupación nadie daba nada por ellos. El mundo creyó que Kiev caería en cuestión de días, todo lo más semanas. La superioridad militar del gigante ruso era tan abrumadora que la mayoría de los analistas bélicos anticiparon el éxito de la operación planeada por el Kremlin, una guerra relámpago calcada a la que Hitler llevó a cabo en Polonia en 1939.

Hoy la ambición enloquecida de un sátrapa fuera de sus cabales no ha logrado sus propósitos políticos y militares. Los ucranianos resisten gracias a la ayuda militar de los países de la OTAN y el conflicto parece enquistarse en dos frentes atrincherados que rememoran aquella encarnizada contienda de desgaste ocurrida entre 1914 y 1918 durante la Primera Guerra Mundial. Nadie avanza, cada palmo de terreno cuesta decenas de vidas humanas. Los rusos se han hecho fuertes en las regiones separatistas del Este, en el Donbás, y siguen controlando Crimea. Por su parte, los ucranianos mantienen el control sobre el resto del territorio del país (un rosario de ciudades destruidas y abandonadas) y han logrado algunos avances importantes, como la recuperación de la ciudad de Jersón, una victoria simbólica que ha levantado la moral del pueblo machacado y oprimido por las bombas cotidianas de Putin.

“Rusia ha fracasado al subestimar la capacidad de defensa de las fuerzas armadas ucranianas y el valor que le añaden las armas occidentales para conducir con éxito una operación a gran escala”, asegura Félix Arteaga, investigador principal del Real Instituto Elcano. O dicho con otras palabras: el dictador ruso ya ha perdido una guerra que inició para conquistar un país en una noche y que le ha costado la vida de miles de soldados, enormes pérdidas económicas a causa del gasto bélico y las sanciones económicas de Occidente y un cierto recelo de la ciudadanía, que ve cómo la guerra se alarga y el país se encuentra al borde de la bancarrota. No existen encuestas fiables sobre la popularidad de Putin (estamos ante un autócrata que controla con mano de hierro los medios de comunicación), así que resulta imposible saber en qué medida la opinión pública rusa sigue apoyando a su líder en su aventura imposible.

A día de hoy, lo único cierto es que la guerra va a prolongarse en el tiempo, tal como se desprende del patriotero discurso de Putin ante la Duma. Joe Biden asegura que la OTAN va a defender cada palmo de tierra ucraniano, aunque esa actitud intervencionista puede cambiar con las elecciones que se celebrarán en Estados Unidos el próximo año. La opinión pública norteamericana empieza a sentir cierto hastío por una guerra que ya afecta al ciudadano en su bolsillo. Una hipotética victoria del Trump de turno podría dar un giro copernicano a la situación. Si Ucrania resiste es gracias al apoyo de la Casa Blanca y de Bruselas. La Unión Europea y Estados Unidos acaban de anunciar un plan de 100.000 millones de euros en ayuda financiera, militar y asistencia humanitaria para el país invadido. Pero el presidente ucraniano Zelenski sabe que el tiempo juega en su contra. Si los Leopard y los cazas F-16 no llegan ya, la derrota puede estar más cerca que nunca. Que España done cinco tanques obsoletos y reparados deprisa y corriendo demuestra que Occidente quiere ayudar a Ucrania, pero al mismo tiempo siente pánico a la reacción de Putin, que ya ha dado órdenes de realizar maniobras nucleares y de movilizar a sus submarinos atómicos en el Ártico. La OTAN se encuentra ante una tesitura crucial: si pierde esta guerra, el prestigio y la propia utilidad de la organización atlantista quedará en entredicho. Mientras tanto, la crisis energética mundial originada por el cierre del grifo del gas ruso apremia. Todos pierden con esta conflagración, no solo los oligarcas de Moscú, también las grandes multinacionales de Wall Street, pero nadie está dispuesto a ceder. La imagen de esos dos gorilas que se observan dándose puñetazos en el pecho, evitando atacarse, resume como ninguna otra la actual situación.    

Ucrania es una herida abierta para la humanidad que nos devuelve a los peores tiempos de la Guerra Fría. Los dos bloques que reconfiguran el nuevo orden mundial están perfectamente alineados: Occidente junto a la víctima ocupada y aniquilada; los países iliberales, autocráticos, fundamentalistas o antidemocráticos como China, Irán, Pakistán o la India al lado de Rusia. Y todo ello con el retorno al pánico nuclear como telón de fondo. Las televisiones, conscientes de que el miedo da audiencia, emiten constantes reportajes sobre el arsenal atómico de uno y otro adversario. Nos están preparando para la extinción final.

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