Hasta la pregunta es ingenua, quizá porque ya Turquía está en camino de convertirse en una las dictaduras más represivas de toda su historia. La cifra de detenidos, represaliados, cesados, expulsados de sus cargos y acallados, si contamos que también se está reprimiendo a los medios, se cuenta ya por miles. Seguramente el total de las víctimas de esta oleada de terror y represión desatada por el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, supera ya los  50.000 funcionarios, militares, jueces, educadores, fiscales, periodistas, profesores y un sinfín de ciudadanos de todos los rangos y condiciones que fueron puestos en el punto de mira por el máximo líder simplemente por la sospecha de haber participado en la trama golpista o simpatizar con ella. La lista, que es interminable, debía estar preparada hace tiempo y no se trata de un gesto espontáneo fruto del golpe.

La ira desproporcionada de Erdogan se dirige hacia el clérigo musulmán exiliado en los Estados Unidos Fetulah Gülen, quien lidera la poderosa organización Hizmet y cuyos miembros han sido los primeros arrestados. Gülen y Erdogan fueron aliados y estaban en el mismo barco hasta que el religioso comenzó  a denunciar los manejos y corruptelas del máximo líder, que son bien conocidas por la hoy silenciada prensa turca. Erdogan quiere su cabeza a cualquier precio y solicita su extradición a los Estados Unidos sin muchas razones fundamentadas en el derecho, aunque con muchas ansias de venganza.

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Erdogan se ha comportado con una crueldad, una histeria y un deseo de venganza muy parecidos a los del dictador alemán Adolfo Hitler al ser perpetrado un atentando terrorista contra él –del que tristemente sobrevivió para desgracia de millones de europeos– en la conocida ‘operación Valkiria’, acontecida en el año 1944. En total, según los cálculos más objetivos, Hitler procesó, tras la fallida bomba que le colocaron debajo de una mesa de «trabajo», a 5.000 de sus colaboradores y ejecutó a unos 200, algunos por una mera sospecha y sin muchas pruebas. Erdogan le ha superado con creces en número y ya ha llegado a pedir la pena de muerte para los implicados en el misterioso golpe de Estado, una trama todavía no esclarecida y plagada de grandes misterios. ¿Qué golpe de Estado que se precie no toma como rehén, en primer lugar, al máximo representante del Estado?

Erdogan siempre tuvo tendencias autoritarias, cesando a todo aquel que disintiera levemente de sus ideas o encarcelando a los periodistas críticos, pero nadie esperaba que el sainete turco podría llegar hasta este punto.

Procedente del islamismo moderado, aunque después se trufó en más radical y reveló su verdadera faz, Erdogan no soporta la crítica, siempre ambicionó el poder absoluto que tiene ahora y despreció abiertamente las formas democráticas y la participación ciudadana. Pretende imprimir en la sociedad una serie de valores de corte conservador, islamista, autoritario, nacionalista y una suerte de regreso al ‘califato turco’ que extienda su influencia más allá de sus fronteras y resucite el sueño del difunto Imperio otomano.

Un destino incierto y preocupante

Esta situación, además, ocurre en pleno recrudecimiento del conflicto kurdo, que nació en la década ochenta cuando el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) se alzó en armas contra el Estado turco. El número de víctimas en esta suerte de guerra no declarada supera los 40.000 en estas tres décadas, y las autoridades de Ankara siempre respondieron con la represión brutal contra los kurdos como respuesta a las demandas de este pueblo sin Estado y siempre pisoteado.

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En los últimos tiempos, Ankara se avino a negociar con el PKK y hubo una suerte de cese de hostilidades, pero después, ante el éxito de las revueltas kurdas en Irak y Siria, sobre todo en este último país, el diálogo acabó en una guerra abierta. Ahora toda esperanza de diálogo se esfuma y el país retorna a los peores tiempos, en que el terrorismo golpeaba con fuerzas en las ciudades y el ejército turco practicaba la política de tierra arrasada en el Kurdistán turco.

A este escenario habrá que añadir la polarización creciente en la sociedad turca, que no se parará como no se detienen los procesos sociales, por mucho que Erdogan pretenda crear una suerte de movimiento uniformador para toda la nación. El país seguirá dividido, fracturado, entre el movimiento de inspiración islamista retrógrado de Erdogan y aquellos que defendían hasta ahora los principios laicistas, nacionalistas y republicanos inspirados en el fundador de la Turquía moderna, Mustafá Kemal Atatürk.

En este bando de la oposición silenciosa, desde ahora, se encontrarán los demócratas radicales, los disidentes ante el rumbo autoritario, los grupos de derechos humanos, los líderes kurdos y todos aquellos que defienden una democracia de corte occidental y liberal para este país. La polarización está servida, a pesar del control de todos los medios, las marchas de corte populista convocadas por Erdogan tras el golpe y la caza de brujas desatada por el máximo líder.

Luego el contexto internacional sopla en contra de Erdogan pero también golpea a sus aliados, ya que Turquía pasará de ser un garante de la estabilidad a un verdadero dolor de cabeza para todo Occidente. Erdogan llegó incluso en su delirio a insinuar que los Estados Unidos podrían estar detrás de la asonada militar, aunque después retiró la acusación.

¿Cómo podrá la OTAN argumentar que defiende la democracia y la libertad en el mundo si tiene entre sus miembros a Turquía? ¿Cómo podrá tener la Unión Europea a Turquía en su lista de aspirantes si es una abyecta y vil dictadura? Mientras la situación a sus alrededor es de por sí compleja, especialmente por el deterioro de la seguridad en Siria e Irak y la aparición del Estado Islámico, otro foco de tensión viene a unirse al enrevesado escenario de la región. La plácida y apacible Turquía se tornó en una pesadilla; el decorado democrático se esfumó y tras las brumas apareció la triste realidad autoritaria.

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