Aquellos pioneros con levitas negras y bigotes encerados que escribieron los grandes tratados decimonónicos de psicología sexual no olvidaron incluir en su catálogo de parafilias el fetichismo del cabello o tricofilia: según Émile Laurent, “una perversión sexual de gran interés médico-legal” (L’amour morbide, 1891). Havelock Ellis, a quien entre todos estos cuervos hay que conceder que tenía una gran imaginación, interpretaba la fascinación erótica por los cabellos como una desviación relacionada con la zoofilia, al considerar el pelo como una materia más animalesca que humana. Visones, armiños, perrillos de aguas, gatos de angora, osos de peluche… ¡qué gusto acariciarlos, como el pelo de la mujer amada! Para Havelock Ellis todo era cuestión de texturas: la estola de pieles, el vestido de terciopelo y la cabellera exuberante de anuncio de champú son artificios con los que la hembra humana, para atraer al macho, reivindica su condición de miembro de la gran familia de los mamíferos peludos.

La cabellera femenina como mecha que prende el deseo del amante es uno de los lugares comunes más universales de la literatura. Voy a ofrecer tan solo dos ejemplos, entre los que media un lapso de casi mil ochocientos años. El primero es el elogio del cabello que hace Lucio Apuleyo en el segundo libro de El asno de oro (s. II EC). El protagonista, arrobado ante la visión de la melena de Fotis, la bella criada tesalia, se tira sus dos páginas largas razonando por qué el cabello es la parte más excitante del cuerpo de las mujeres: “Ha sido siempre mi obsesión examinar primero, con todo cuidado y en público, la cabeza y el pelo y deleitarme con ello, después, en casa.” No vamos a indagar más sobre qué es lo que hacía luego en casa, en privado, mientras se deleitaba con sus memorias capilares.

Proust nos va a brindar un segundo ejemplo; procede de A la sombra de las muchachas en flor (1919), segundo volumen de ese milagro de la literatura que es En busca del tiempo perdido. En el pasaje en cuestión, el narrador relata vívidamente su amor de adolescencia por Gilberta Swann, recreándose en el éxtasis al que le transportaba el contacto con sus trenzas. “Esas trenzas, por lo fino de su grama, que parecía a la vez natural y sobrenatural, y por lo vigoroso de su artístico follaje, se me antojaban obra única hecha con césped del mismo Paraíso. ¡Qué celestial herbario no hubiese yo dado por relicario a un mechón de esa grama, por poca que fuese!” No esperaríamos que Proust, tan hiperestésico él, fuera a prescindir en su gran obra de rendir un apasionado homenaje al feraz pelamen de las muchachas en flor.

Una variación clásica de este topos literario presenta metafóricamente las trenzas de la amada como cadenas de amor, que se cierran en torno a los miembros del enamorado. Se genera así una imagen que, además de ser una sugerente figura literaria, se revela como dúplice fantasía sexual, afortunada fusión de fetichismo del cabello y bondage. Esta metáfora se usa hasta la saciedad en la poesía persa. Verbigracia, Yamí de Herat (s. XV) le dedicaba estos versos a su amada (o a su amado; como la lengua persa no tiene género se presta constantemente a este tipo de ambigüedades): “¡Oh vos, cuyos rizos me retienen en cautividad! Es un honor para vuestro humilde esclavo estar encadenado por los grilletes de vuestro pelo ensortijado.” Un cóctel explosivo de masoquismo y tricofilia. Por supuesto que no hay que tomarlo al pie de la letra: se trata tan solo de una imagen poética. Pero hay quien ha querido llevar esta fantasía más cerca de su materialización, aunque sea sobre la pantalla: en el año 2010, la factoría Disney estrena el largometraje de animación Enredados (Tangled), versión libre del cuento de los hermanos Grimm, Rapunzel, que ya de por sí contenía un importante elemento de fetichismo del cabello (como rezaba la frase lapidaria de Jean Paulhan, “los cuentos de hadas son novelas eróticas para niños”). En la película, Rapunzel usa su propia cabellera para atar a una silla al protagonista masculino, en una escena de una admirable sutileza y sofisticación erótica. Esto viene a confirmar mis sospechas de que, en el fondo, en las películas de Disney hay más vicio que en las de Jesús Franco. Lo que pasa es que hilan muy fino.

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