“Rajoy y estabilidad no son hoy términos compatibles”. Esto se leía allá por el mes de julio del año 2013 en el editorial de uno de los principales periódicos españoles, a raíz de la filtración de los SMS que el hoy Presidente en funciones del Gobierno de España había remitido al otrora tesorero y gerente del Partido Popular, Luis Bárcenas, una vez había trascendido la noticia judicial del descubrimiento de depósitos bancarios en Suiza por importe de unos cuarenta millones de euros, procedentes presuntamente de donaciones irregulares escamoteadas a la Hacienda Pública en nuestro país.

La rocambolesca salida de Bárcenas de la cúpula de dirección del PP, simulada, en diferido, indemnizada, judicializada y ampliamente difundida por todos los medios de comunicación, desembocó en una no menos hilarante cadena de despropósitos que, quizás por estrambótica, acabó diluyendo buena parte de las paladas de sinvergonzonería que se traslucían del relato de no menos de dos décadas de latrocinio institucional. Correa, el bigotes y toda aquella panda de saqueadores que habían copatrocinado la megaboda de El Escorial, quedaban empequeñecidos ante las escandalosas evidencias de nombres y cargos vinculados a los sobres procedentes de la contabilidad en B de un partido al mando de buena parte de los presupuestos públicos de las distintas Administraciones. “Tangentópolis” en versión carpetovetónica.

¿Qué ha ocurrido desde entonces a ahora para que, quien por entonces era incompatible con el concepto de estabilidad, concite hoy adhesiones editoriales en reclamo de unos votos “responsables” que le permitan reeditar mandato al frente de la Jefatura del Gobierno, en las mismas páginas que no hace tanto exigían su dimisión? Pues sencillamente que han ido cayendo hojas de los calendarios judiciales, y lo que entonces eran contundentes evidencias periodísticas, son hoy sólidos indicios procesales que han desembocado en un Partido Popular bajo fianza en las primeras piezas separadas de un conjunto de causas abiertas, que anticipan años de instrucción y estomagantes revelaciones, llamadas a socavar todavía más el menguado crédito que conserva la denostada política patria.

Pero, sorprendentemente, los mismos que deberían haber consolidado sus iniciales convicciones mediáticas, al verse estas demostradas en evidencias policiales y confirmadas en sucesivas instrucciones judiciales, nos salen ahora con que la sociedad no merece el maltrato de ser llamada de nuevo a las urnas, que el país no puede soportar una nueva prórroga de la incertidumbre que amenaza su estabilidad y pone en riesgo su recuperación, y que tanta irresponsabilidad aboca al cuestionamiento mismo del sistema y de sus reglas básicas. Que son tiempos de visión de Estado por encima de cualesquiera otros intereses.

Y es cierto. Hay momentos en que se ponen a prueba las virtudes de la política y las aptitudes de quienes tienen encomendadas las responsabilidades que se derivan de su ejercicio. Claro que conviene no confundirse de valores a la hora de reclamar lo uno y lo otro. Y lo que verdaderamente está en juego, antes que la posibilidad de ponerse de acuerdo en unas u otras medidas, en la reforma de determinadas leyes y la promulgación de nuevas normas, o en el cumplimiento de cualesquiera objetivos y plazos, es si estamos dispuestos como sociedad a comerciar con la democracia a cambio de una estabilidad más aparente que real, a canjear decencia por comodidad, a poner en almoneda principios tan básicos como la honradez, o a convertirnos en rehenes de nuestro propio silencio cómplice.

Mario Chiesa abrió la caja de Pandora en aquella Italia de Andreotti, Craxi o Berlusconi que, de la mano de magistrados como Antonio Di Pietro, quiso reinventarse mediante un proceso más social que judicial conocido como “Mani pulite”. El propio Berlusconi se empleó con su imperio televisivo, elecciones mediante, en una gran operación de blanqueo de Estado, frustrando así las esperanzas de aquella ciudadanía entonces indignada que parece haber asumido hoy la condición de ciudadanía resignada.

Confío en que la inmensa mayoría de españoles no comparta las tragaderas de quienes pretenden imponernos este trágala, confundiendo los intereses del conjunto de los ciudadanos con los suyos propios. Porque la memoria de un ordenador puede ser borrada y las pruebas de la indignidad destruidas, pero la memoria de una sociedad permanece para orgullo o vergüenza de sus actores.

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