Tomás Luis de Victoria: «Clericus o presbíter abulensis»

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Vivimos tiempos convulsos, y la primera y la sazón mejor muestra de que tal consideración responde en realidad a un hecho, procede de constatar que la fuente de la misma no es sino la constatación certera de lo que nos hemos dado en llamar realidad.

Es esa realidad el modus que envuelve a la vez que narcotiza al Hombre Moderno. Mas cómo vivir, como sobrevivir si no nada menos que a la propia Vida, de no asumir un eterno procedimiento destinado a ahogar en el agotamiento propio del no parar las lágrimas de lo que otrora hubieron de proceder de la constatación de la eterna pena cuya consideración (que no necesariamente su comprensión), no hace sino tornarnos humanos (definitivamente humanos).

Definitivamente humanos. ¡Cuán simple parece la afirmación! Y no obstante qué llena de compromiso conceptual parece estar llena. Tal llena tan llena, que tal vez y solo por ello haya de resultar inaccesible al Hombre.

Nos damos entonces, casi de bruces, no ya con la definición de Hombre Moderno, que sí más bien con la forma de primera derivada destinada a permitirnos tomar por eliminación el recurso destinado a entornar a tal respecto del que por oposición habrá de conformarse como Hombre Clásico pues, sin entrar en mayores consideraciones: ¿Cuál de los dos se encontrará sinceramente en condiciones de asumir cuando no de explicar lo que sólo las palabras de Job exponen cuando éste define por primera vez “lo que es estar a solas con Dios”. Un Dios que le ha probado haciéndole objeto de las más crueles desgracias, y al que él, a pesar de todo, interroga esperanzado.

No es que el Hombre Moderno se diferencia de Job a la hora de mostrarse incapaz del todo de interrogar a Dios. Es que la fuente de esa incapacidad, lejos de encontrarse en la humildad (no necesariamente en el miedo); se halla más bien en la certeza que, destinada a sustituir una creencia por otra, afirma una vez más que Dios ha muerto. De hecho, Dios parece haber muerto hace tanto, que apenas se le descubre entre los vestigios de tal o cual ruina, a veces en figura de estatua a la que los siglos han arrancado la cabeza.

No es por ello de extrañar que asustados (aunque hoy prefiramos tornar en hastíos y abulias lo que no dejarán de ser sino humanos miedos), los hombres (en este caso tanto Clásicos como Modernos), hagamos de nuestra capa un sayo a la hora de enfrentar, nunca mejor dicho cada uno a su manera, o como Dios a cada uno mejor le dé a entender; lo que no son sino como entonces y siempre diarias muestras de compromiso a través de las cuales se circunscribe lo que siempre se ha denominado vida, y para cuya superación a menudo hace falta encomendarse a Job, ya sea consciente o inconscientemente.

Porque vivir ha de ser mucho más que transitar. De ello se encarga el afecto que a la obligación para con la vida nos conduce la forma de conciencia unas veces vivida, otras padecida que entendemos como conciencia, la cual se encarga de imbuirnos en esa suerte de nostalgia que se traduce de sabernos como tal vez los únicos seres de la creación conocedores de la etimología de la muerte.

La muerte, compañero leal, dador de vida en tanto que proveedor de dignidad, pues a menudo uno solo sabe que ha sido regalado con una buena vida, precisamente porque los que le recuerdan lo hacen desde la certeza de saber que tuvo una buena muerte. Una buena muerte que al contrario de lo que puede llegar a ser pensado, no acorta la vida sino que la nutre, pues muchas son las ocasiones en las que lo único que nos impulsa a seguir viviendo, es saber que la muerte puede estar oculta en cualquier recodo, lista, unas veces para llevarnos, otras para hacernos eternos.

Porque no ha de ser sino la muerte, o convendría mejor decir que la noción que de la misma le es revelada al Hombre; la responsable de las más hermosas a la par que más co-substanciales nociones a las que el Hombre puede acceder. Así, la preeminencia de la eternidad (característica de lo ajeno al Hombre por excelencia en tanto que ingrediente definitivo del Motor Inmóvil), sirvió, sirve y previsiblemente servirá, nada más y nada menos que para poner al Hombre frente a sí, al enfrentarle a la necesidad de encontrarse a sí mismo por medio del reconocimiento de sus propias características (no necesariamente de sus propias debilidades).

Hombre, transición, muerte. Conceptos absolutos y por excelencia eternos, cuya mención ha de llevarnos sobre la senda de los otros elementos llamados hoy a configurar la noción de lo que realmente conforma la esencia de nuestra reflexión de hoy.

Elementos de por sí difíciles de conjugar, que habrán de tener no obstante en algún punto una convergencia cuya convergencia lleve a cabo la magia de ubicar en tiempo y espacio factores aparentemente inabordables.

Empecemos pues por el espacio:

Ávila la ciudad de los páramos. Inmersa en su propia realidad, la que procede como en pocas otras de su especial orografía. Una orografía que imprime carácter, pues no en vano ser de Ávila confiere un espíritu tan propio, tan específico, que si bien el mismo no dota, al menos a priori de una ventaja conceptual, no es menos cierto que sí se traduce en una suerte de arte procedimental el cual se revela como especialmente adecuado, si no valioso, cuando ha de exhibirse en momentos especialmente delicados, cuando no meramente crudos, como es el caso.

Es entonces que aquel que resulta agraciado con la condición de nativo de Ávila, a la postre lo que se regula en el “clericus o presbiter abulensis”, no es que se  muestre o porte una forma de estandarte identificador de alguna diferencia previa, o denotado por algo especialmente excelso…Mas ser de Ávila proporciona cierta capacidad para interpretar tanto la realidad, como por supuesto los tiempos que vienen a componerla, de una manera diferente.

En lo concerniente al tiempo, no parece a la sazón que la cuestión se disponga de manera más sencilla, en vista sobre todo de lo relativo que el tratamiento del tiempo puede llegar a ser cuando, no lo olvidemos, nos movemos en parámetros cuya asíntota es la eternidad.

Es desde esa perspectiva, la de la  paradoja de considerar que hablar de alguien que vivió hace más de cuatrocientos años es posible, supone asumir que al menos en el fondo (o tal vez muy en el fondo), no hemos de renunciar a la esperanza de que algo esencial prevalezca; algo cuya nitidez y persistencia nos permita identificar como iguales al hombre que siendo contemporáneo de Lope de VEGA y del mismísimo CERVANTES; tenga un mínimo de noción reconocible por el hombre de Internet, y de la imposibilidad de disfrutar del silencio.

Pero todo ha de converger. Y esa convergencia se lleva a cabo en este caso nada más y nada menos que en la persona de Tomás Luis de VICTORIA.

Hablar de Tomás Luis de Victoria resulta complicado, y esa complejidad no hace sino incrementarse a partir del momento en el que somos conscientes de que la aproximación contextual ha de ser llevada a cabo desde la concepción básica de tener muy en cuenta las premisas propias que sin duda han de afectar a alguien que murió en Ávila, en el ocaso de un mes de agosto de 1611.

Sin embargo, y lejos en nuestro ánimo el resultar redundante, o más en concreto incoherentes con lo expuesto hasta el momento; todo empieza a encajar, sería más justo decir que todo empieza a adquirir sentido, cuando decimos que Victoria entiende y pone en marcha la realidad vital procedente de reaccionar a la comprensión de las dos certezas cuando no premisas que al menos en apariencia siempre han resultado claves para ser aceptado, no digamos ya para triunfar, en esta tierra. La primera y a saber, dedicar tu vida a La Iglesia. La segunda, y no por ello menos imprescindible, marchar pronto y lejos.

Es por ello que la vida, o más concretamente lo que de la misma podemos mentar por hallarnos en disposición de probarlo documentalmente (ya sea a través del Archivo Catedralicio de Ávila, o del “Liber ordinationum” conservado en el Archivo General del Vicariato de Roma) donde desde el 6 de marzo de 1575 consta la anotación que concierta lo adecuado de su calidad musical con lo prolífica de su obra, lo que le faculta desde entonces para hacer aparecer su nombre en la portada de sus obras, queda inexorable e inquisitivamente vinculado al binomio taxativo que en lo tocante a su vida forman La Música y La Iglesia; binomio al que Victoria, como pocos, aportará claridad, coherencia y por encima de todo, belleza estética.

Una vez consagrada su vida a Dios, Tomás Luis de Victoria desarrollará su labor de permanencia y vocación al servicio de La Iglesia descubriendo, promoviendo y reforzando hasta el infinito los nexos que a su entender existen entre las dos magnitudes a las que hemos hecho mención.

Sin embargo, no podemos dejar el menor resquicio a través del cual puedan colarse malas interpretaciones. Así, ha de quedar muy claro que Victoria no se limita a musicar la Misa. Más bien al contrario, Tomás Luis de Victoria está netamente convencido, y así se lo expresa a sus maestros entre los que destacan  Raffaele Casimiri, de que resulta viable una opción por medio de la cual el acceso a Dios se lleve a cabo netamente a través del ejercicio de la Música. (…) La Música enardece al Hombre, le predispone para ser agente activo y paciente a la vez a la hora de entender la belleza; y se pone de manifiesto entonces como un instrumento imposible de ignorar a la hora de usarlo para aproximar a Dios y al Hombre. (De la Correspondencia con Felipe II, Rey de España.)

Dedicado pues y pocas veces resulta más acertado el uso de la expresión en cuerpo y alma a la Música toda vez que para él no hay contradicción entre sus deberes para con Dios toda vez que éstos quedan sobradamente nutridos por medio de su condición musical, o más concretamente por la calidad que la misma promueve; es cuando no resulta para nada sorprendente sino que más bien al contrario se revela como casi lógico el que Tomás Luis de Victoria compusiera exclusivamente en el marco de lo Sacro. Mas tal consideración no es óbice, y de serlo cometeríamos un error imperdonable, de cara a pensar que ello pudiera traducirse en una suerte de limitación que ya fuera desde el punto de vista de lo conceptual, o posteriormente una vez alcanzado el plano de lo procedimental, se tradujera en limitaciones para el compositor.

Más bien al contrario, no solo el cúmulo de acontecimientos, sino evidentemente también el orden en el que éstos vinieron a desarrollarse, imprimen a la personalidad de el abulense una serie de sellos imprescindibles a la hora de avalar la certeza que le caracteriza a la hora de por ejemplo ser justamente tenido en cuenta como un verdadero humanista. 

De esta manera, la soberbia combinación que produce la unión del soberbio catálogo conceptual al que Victoria ha ido accediendo desde su ingreso en la Catedral de Ávila, con la inigualable capacitación que a título de aptitud el mismo demuestra, termina por poner de manifiesto lo que no es sino la constatación de  una realidad llamada a subrayar la existencia de uno de los destinados a ser conocido como Grande entre los Grandes en la Música de España y por supuesto de Europa.

Llamado a brillar participando de lo que llamaríamos natural desarrollo del movimiento musical renacentista, Tomás Luis de Victoria se mostró como un valuarte imperturbable a la hora de desarrollar todas las técnicas musicales que el que el que era su presente le ofrecía, abocándolas en cualquier caso hasta sus últimas consecuencias, sobrepasando en muchos casos las limitaciones que en principio bien podrían haber restringido el que parecía su desarrollo potencial. Pero lejos de ceder a la tentación natural de rendirse ante los problemas, el abulense sacaba entonces su proceder, y a partir de las premisas de lo existente, conseguía hacer fluir un mundo nuevo en el que la nueva Música más que superar el presente, anticipaba el futuro.

Se constata así la genialidad del que fue capaz de anticipar movimientos que aún tardarían mucho en llegar, como es el caso del Barroco Musical; sin que por ello se resientan ni un ápice los que habrían de ser sus más brillantes composiciones, todas ellas dentro del Renacimiento Musical.

El Gran Maestro Polifónico había llegado, y era nuestro. Más nuestro que otros, si cabe.

Pero Ávila es Ávila. En Ávila no se triunfa, se perdura, se sobrevive. Es por ello que la manifestación natural de Ávila es la piedra, y el carácter natural del que es natural de Ávila pasa por lo imperturbable, lo pétreo. Con todo y con ello, o tal vez solo a pesar de ello, el que estuvo llamado a renovar el mundo de la Música a través de su particular interpretación del carácter polifónico era de nuestra tierra, y se llamaba Tomás LUIS DE VICTORIA.

 

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Natural de La Adrada, Villa abulense cuya mera cita debería ser suficiente para despertar en el lector la certeza de un inapelable respeto histórico; los casi cuarenta años que en principio enmarcan las vivencias de Jonás VEGAS transcurren inexorablemente vinculados al que en definitiva es su pueblo. Prueba de ello es el escaso tiempo que ha pasado fuera del mismo. Así, el periodo definido en el intervalo que enmarca su proceso formativo todo él bajo los auspicios de la que ha sido su segundo hogar, la Universidad de Salamanca; vienen tan solo a suponer una breve pausa en tanto que el retorno a aquello que en definitiva le es conocido parece obligado una vez finalizada, si es que tal cosa es posible, la pausa formativa que objetivamente conduce sus pasos a través de la Pedagogía, especialmente en materias como la Filosofía y la Historia. Retornado en cuanto le es posible, la presencia de aquello que le es propio se muestra de manera indiscutible. En consecuencia, decide dar el salto desde la Política Orgánica. Se presenta a las elecciones municipales, obteniendo la satisfacción de saberse digno de la confianza de sus vecinos, los cuales expresan esta confianza promoviéndole para que forme parte del Gobierno de su Villa de La Adrada. En la actualidad, compagina su profesión en el marco de la empresa privada, con sus aportaciones en el terreno de la investigación y la documentación, los cuales le proporcionan grandes satisfacciones, como prueba la gran acogida que en general tienen las aportaciones que como analista y articulista son periódicamente recogidas por publicaciones de la más diversa índole. Hoy por hoy, compagina varias actividades, destacando entre ellas su clara apuesta en el campo del análisis político, dentro del cual podemos definir como muestra más interesante la participación que en Radio Gredos Sur lleva a cabo. Así, como director del programa “Ecos de la Caverna”, ha protagonizado algunos momentos dignos de mención al conversar con personas de la talla de Dª Pilar MANJÓN. Conversaciones como ésta, y otras sin duda de parecido nivel o prestigio, justifican la marcada longevidad del programa, que va ya por su noveno año de emisión continuada. Además, dentro de ese mismo medio, dirige y presenta CONTRAPUNTO, espacio de referencia para todo melómano que esté especialmente interesado no solo en la música, sino en todos los componentes que conforman la Musicología. La labor pedagógica, y la conformación de diversos blogs especializados, consolidan finalmente la actividad de nuestro protagonista.

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