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“Todo lo que no se resolvió en el pasado llama a la puerta del presente, incluso cuando no tiene solución”

Elvira Navarro invoca en ‘Las voces de Adriana’ el mandato no escrito que nuestros antepasados nos imponen como un proyecto vital incuestionable

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análisis

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Elvira Navarro (Huelva, 1978) es desde hace años una de las escritoras españolas con una carrera literaria más consolidada y firme, entre las mejores sin duda del panorama nacional y con una proyección internacional incuestionable, como lo certifica su nominación al National Book Award de literatura extranjera en 2021 con su anterior obra, La isla de los conejos, publicada también por Random House en 2019. Ahora, en Las voces de Adriana ha confeccionado un artefacto ficcional de suma precisión a todos los niveles, donde las tres partes bien diferenciadas que constituyen la trama (El padre, La casa, Las voces) confluyen en armonía en un tramo final sublime, precisamente el capítulo que da título al libro. Son muchos los temas que aborda Navarro con una cadencia narrativa sugerente y alejada por completo de artificios. El mandato no escrito de nuestros ancestros, un presente que se diluye en insatisfacciones y frustraciones por doquier y, por supuesto, la muerte, como esa visitante que está ahí aguardando nuestra llegada de un momento a otro y mientras tanto nos enreda en existencias más o menos mediocres abocadas al vacío.

Adriana, la protagonista de esta historia, parece que encuentra a su alrededor todo un mundo en plena descomposición. Y pese a ello, parece que halla cierto sentido a todo a través de la pervivencia de la memoria y la agarradera de la literatura, ya sea en forma de poesía o relatos… ¿Hasta qué punto su nueva novela es un canto a la fuerza de lo literario como tabla de salvación?

Sin duda tiene algo de canto a la fuerza de la invención, que es una tabla de salvación. En el libro digo que Adriana es como una Sherezade: se cuenta historias para escapar de la sensación de que la muerte la cerca, y la memoria funciona en parte como un refugio: evocar el pasado es una manera de traerlo al presente, de seguir insuflándole vida.

Las tres partes bien diferenciadas de su libro están repletas de ausencias bien presentes… la madre muerta, un padre cada vez más dependiente, la abuela, aquella casa del pueblo, el propio vacío existencial de Adriana… ¿Hacia dónde llevan al lector esas voces, qué encontrará en el camino?

Los lectores no dejan de ser también hacedores del propio libro y en ese sentido las lecturas pueden ser muy distintas, aunque para mí uno de los motores del libro es explorar de qué estamos hechos: un individuo es la suma de todos los que le precedieron, como dice el célebre poema “Para que yo me llame Ángel González”, donde el poeta acaba invocando todos los tiempos. En Las voces de Adriana conviven las voces de la contemporaneidad más rabiosa y temporalidades con el pasado a través de la memoria familiar.

“Peor no sé si morimos, porque ahora tenemos remedios para atenuar dolores y aliviar el sufrimiento físico, pero sí quizá cada vez más invisibles, sin apenas rito”

La muerte ronda en todo momento la novela de muchos modos diferentes, e incluso ironiza sobre ello al comienzo cuando toma prestado el eslogan de un videojuego: La muerte te acecha toda la vida. No escaparás a ella. ¿Y si te conviertes en su becaria?”. ¿Es lo que verdaderamente puede dar sentido a la vida?

Ahí planteo una pregunta: qué es cuidar. El padre de Adriana está enfermo y el médico le ha dado unas instrucciones que no obedece. Ella trata por todos los medios, manipulación incluida, de que haga lo que dice el médico, pero el padre quiere vivir a su manera, haciendo lo que le da la gana. Está en su derecho y Adriana es consciente de ello, lo que pasa es que la aterra la posibilidad de que muera. Pero su padre no está pensando en morir, sino en vivir como él quiere. El padre no tiene miedo. Adriana sí y no puede evitar ver la pulsión de vida del padre como una pulsión de muerte, pero no es más que su propia interpretación.

La muerte violenta de dos hermanos de su abuela durante la guerra civil es uno de esos fantasmas del pasado que obligan a Adriana a buscar respuestas a muchos interrogantes que la atosigan. ¿Existe un mandato no escrito de nuestros ancestros que nos obligan a actuar?

Todo lo que no se resolvió en el pasado llama a la puerta del presente, incluso cuando no tiene solución. Pero queda la memoria del trauma, la más poderosa de todas, que en la novela procede de los ancestros. Porque además recordamos siempre las tragedias. Quizá por instinto de supervivencia, para que no vuelvan a repetirse. Aunque también eso tiene un final, porque es imposible arrastrar todas las memorias. La protagonista del libro está en un punto en el que se da cuenta de que también la memoria desaparecerá, y entonces se aferra a ella.

“Como sociedad nos blindamos ante nuestras vergüenzas, ante lo que no deseamos ver porque es horrible y además, con mucha probabilidad, es también lo que nos espera”

La muerte de la madre lleva a Adriana a cuidar temporalmente de su padre, víctima de un ictus. ¿Qué nos queda cuando, poco a poco, solo van quedando despojos a nuestro paso?

Vuelvo al poema de Ángel González, donde tan bien expresado está: “un escombro tenaz, que se resiste / a su ruina, que lucha contra el viento / que avanza por caminos que no llevan / a ningún sitio”.

A través de este vínculo entre hija y padre dependiente podemos apreciar el retrato de muchas familias actuales en idéntica situación, donde la soledad y la incomunicación conforman una carcoma que lo va invadiendo todo, hasta el alma incluso. ¿Morimos cada vez peor?

Peor no sé, porque ahora tenemos remedios para atenuar dolores y aliviar el sufrimiento físico, pero sí quizá cada vez más invisibles, sin apenas rito. Por otra parte, hay un pacto de indiferencia social con lo que respecta a cómo llegamos al final de la vida en la actualidad: solos, y a menudo en residencias. Antes convivíamos con los ancianos en casa, ahora los arrumbamos en cuanto son molestos y resultan difíciles de cuidar. El tema es complejo, pues es cierto que, por ejemplo, con un alzhéimer avanzado se hace prácticamente imposible cuidar a alguien. Carecemos de medios. Pero de esto se habla poco. Alargamos la vida a los ancianos con todo tipo de medicinas y luego no les damos unas condiciones de vida dignas. Porque estar en una residencia, incluso aunque sea buena, es una putada muy gorda, y eso lo sabe cualquiera que tenga a un familiar metido en una. Y casi nadie habla de ello a pesar de que es un tema que nos afectará en un momento u otro.  Como sociedad nos blindamos ante nuestras vergüenzas, ante lo que no deseamos ver porque es horrible y además, con mucha probabilidad, es también lo que nos espera.

La escritora Marta Sanz ha definido su novela como una caja de música” donde salen voces para decirnos quiénes somos. ¿Qué le dicen esas voces a Adriana? ¿Cómo es ella?

Es una metáfora preciosa la que Marta me ha dado para esta novela. A Adriana le llegan muchas voces distintas: las voces de las redes sociales, las voces de autoridad de los autores a los que cita en su tesis, las voces de quienes le cuentan sus historias amorosas y las voces familiares, algunos vivos y otros muertos: todas ellas la conforman.

Si nos paráramos realmente a escuchar esas voces que gritan dentro de nosotros constantemente, ¿nos conoceríamos mejor a nosotros mismos de lo que lo hacemos realmente, o al contrario, nos volveríamos directamente locos?

Gritan dentro y fuera, pues también el mundo exterior es un griterío. Y lo de dentro resuena en lo de fuera, porque somos como aquello que decía Cortázar ya no me acuerdo dónde: que a quien le gustan las lámparas entra en una habitación y ve cómo es la lámpara, y a quien no le interesa ni siquiera se da cuenta de que hay una lámpara en la habitación. Lo que hay dentro de nosotros no deja de proyectarse en el exterior, así que es mejor conocerlo para saber qué somos y si vemos, o no, la lámpara.

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