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¿Toda nación es una organización mafiosa?

Guillem Tusell
Guillem Tusell
Estudiante durante 4 años de arte y diseño en la escuela Eina de Barcelona. De 1992 a 1997 reside seis meses al año en Estambul, el primero publicando artículos en el semanario El Poble Andorrà, y los siguientes trabajando en turismo. Título de grado superior de Comercialización Turística, ha viajado por más de 50 países. Una novela publicada en el año 2000: La Lluna sobre el Mekong (Columna). Actualmente co-propietario de Speakerteam, agencia de viajes y conferenciantes para empresas. Mantiene dos blogs: uno de artículos políticos sobre el procés https://unaoportunidad2017.blogspot.com y otro de poesía https://malditospolimeros.blogspot.com."
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análisis

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Más que acumular años con la edad, vamos pasando por los años. El roce del pasar, aparte de desgastarnos, también nos adhiere nuevas capas de experiencias. Aparecen, con estas, hileras de contradicciones y la sensación que hay tantas cosas en este mundo que no encajan. O bien uno asume sus propias contradicciones y convive con ellas, o bien uno se sirve del autoengaño para ignorarlas. Un servidor, opina que tal in-concordancia es, sobre todo, fruto de un doble error:

Por un lado, las personas crecemos, nos formamos, vivimos y miramos la vida como una narración. Y esto es falso: la vida no es una narración, simplemente es. (Como un conjunto de haikús, que simplemente son). La narración aparece para acomodar lo exterior a nosotros. Nuestro pensar, tal vez debido a una muy errónea percepción del tiempo, nos impele a ello.

Por otro lado, cualquier todo (la naturaleza, el mundo, el universo, la vida o como ustedes quieran) se fragmenta en conjuntos en el momento en que es mirado y pensado. Se divide en diferentes ámbitos con sus reglas y sus normas propias que intentamos comprender con un mismo, y muy limitado, lenguaje. Usamos el mismo lenguaje para pensar sobre la mirada de un retrato de Modigliani, para describir un accidente ante la compañía de seguros o para explicar al amigo o amiga porqué mentimos aquel día. Las metáforas ayudan en un intento de ensanchar el lenguaje, pero éste sufre, y apenas alargan un poco los dedos. Incluso la física, con los descubrimientos del ámbito cuántico, nos recuerda que las normas están ligadas a su propio lugar. Ni hay un todo ni existe “el mundo”, sino lugares.

Así pues, “narración y lugar”. Lo cual es, también, la base del pensamiento nacionalista. Y, si somos sinceros con nosotros mismos, si dejamos de lado por un momento los ideales universales (en caso de tenerlos) y miramos el mundo de los humanos, podemos preguntarnos: ¿qué parte, zona o lugar no se rige por una narración nacionalista?

Recuerdo una escena del documental que Kusturica hizo sobre Pepe Mújica, el que fuera presidente de Uruguay. Si no lo han visto, quédense con que es un fugaz retrato de una persona con unos ideales, digamos, propios de la izquierda universal. Una persona que intenta vivir acorde a estos ideales y establecer una relación densa con los mismos, actitud que le marca una ética a seguir. Suena pomposo, pero es todo lo contrario: sencillo, es decir, que no le des mil vueltas y actúes tal como debes hacerlo: la relevancia está en los actos, nuestra actitud frente a estos. Bien, la escena a la que me refiero es en la que Mújica acaba cantando el himno nacional de Uruguay con unos niños. Bandera que no falte. La pregunta que me asaltó fue la siguiente: ¿es necesaria, siempre, la narración y el lugar para que una ideología pase de lo abstracto a lo efectivo? Es decir, si cualquier idea, por buena o bella que la percibamos, se queda en la esfera intelectual sin esas dos patas. Dos patas necesarias para tocar tierra y moverse por el mundo entre la masa. ¿Es así?

El filósofo Avisahi Margalit dice, como muchos otros, que gobernar es gobernar las multitudes, y que las multitudes necesitan mitos. Que no hay ningún régimen que sea legitimado y que tenga autoridad sobre las masas sin un relato constructivo compartido (o sea: narración y lugar). Las élites, continua, saben que el mito solamente es una ficción útil, pero deben callarlo para domesticar <<la bestia salvaje que es la multitud>>. Tal crudo pensamiento se refleja en toda la historia de la humanidad (tal vez exceptuando la intelectualidad judía de la diáspora, ajena al estado de Israel, donde el lugar es suplantado por el pensamiento. Es otro tema, muy interesante y del que aprender).

El mismo Margalit, también nos ofrece otro pensamiento: la distinción entre identidad e identificación. <<A menudo>>, dice, <<se afirma que la identidad social, como ser irlandés, católico o de clase obrera, proporciona una base para dar sentido a las acciones importantes>>. Margalit sostiene que no es tanto la “identidad” lo que confiere sentido como la “identificación” con el pueblo irlandés, etcétera. La identificación nos implica con los individuos con los que estamos en relación. Y solemos (esto ya es cosecha propia) relacionarnos con los individuos de lugar y establecer una narración para darle un sentido a la identificación. Aparece el mito, o la bandera; aparece el grupo, o la nación. ¿Qué país es no-nacionalista?

Empezaba el artículo señalando las contradicciones que nos desvelan nuestro pasar por los años. Un servidor, que entiende esto del pensamiento propio como una necesidad tipo mosca cojonera, se sumerge a veces en una aparente contradicción: uno opina que el nacionalismo es el gran lastre que impide a hombres y mujeres avanzar hacia ser humanidad; no obstante, soy independentista (catalán, para más señas) cosa que se suele ligar al nacionalismo. Como dice el título del artículo, uno se pregunta si toda nación basada en sí misma (es decir, nacionalista) es una organización mafiosa. Lo digo en el sentido de la mafia como una organización que ofrece protección frente a lo externo, seguridad y ayuda social y comunitaria (la mafia, en según qué momentos, ayuda mucho a los suyos, a veces más que el Estado) a cambio de fidelidad (réditos o “impuestos”) y obediencia (diríamos una pérdida de cierta libertad). Es, como ven, un “Estado” basado más en el clan o familia que en los votos (vaya, casi monárquico, como un rey con pistola… ¿Abascal?).

El nacionalismo, la idea de nación, es de per se una contradicción con la idea de una humanidad igualitaria. Incluso en una nación que vemos justa, aceptamos que los nacionales siempre tengan más derechos que los no nacionales (partiendo del primer derecho: el voto). Creo que esto es un hecho contrastable. Y, en todo nacionalismo, hay una élite encargada de mantener la narración mítica. Y, donde hay una élite, aparecen las diferencias de derechos dentro, incluso, de los que tienen la misma nacionalidad. No sobre el papel, claro, sino en la realidad del día a día. Bien, es cierto que podrían decirme que, en algunos países, esto consta por escrito, como la inviolabilidad del rey: es decir, un privilegio que otorga más derechos que al resto. Aunque un servidor opina que lo del rey es una mala interpretación de la Constitución: el rey es inviolable en aquellas decisiones de su cargo propiciadas y tomadas por el gobierno como representante del pueblo, no respecto a las que toma por su cuenta y riesgo. Pero en fin…

El caso del clan Pujol es un buen ejemplo que viene a colación, siempre y cuando no lo vean como algo propio del “nacionalismo catalán” y lo perciban como algo más extenso. Por razones que no vienen al caso, uno no cree en que hubiera voluntad del señor Jordi Pujol de enriquecerse “personalmente”. De hecho, esto es bastante irrelevante. La cuestión es que dejar que se establezca una élite con el poder de mantener la narración mítica, comporta, ineludiblemente, que esta élite se perciba a sí misma como tal. De ahí, a la creencia de que la propia élite tiene derecho sobre el lugar (sobre la nación) porque es algo propio, la historia nos demuestra que hay un paso muy cortito. En España, por ejemplo, los precedentes años y frente a la reivindicación catalana, se permitió a la judicatura que se hiciera parte de la defensa de esta narración, y ahora vamos viendo hasta qué punto se lo ha creído. Pero tal ejemplo se puede extender a políticos, medios de comunicación y la infame posición de Felipe VI en su discurso del 3 de octubre.

Se puede apreciar cómo, en España, la derecha no es simplemente un conjunto de partidos conservadores, sino la representante de una élite que se cree con el derecho de “poseer” la nación. De ahí su enojo: perciben como una injusticia no disponer de lo que es suyo. El PSOE se ha ido convirtiendo en una especie de alternativa falsa al servicio de esta élite, es decir, “proporciona la sensación de alternativa a la masa”, algo propio de las democracias modernas nacionalistas, donde esta alternativa falsa es un pilar del statu quo o establishment. La enorme corrupción en España es, en el fondo, una muestra de la desigualdad propia de los gobiernos nacionalistas (como la época Pujol en Cataluña). La corrupción, principalmente nos dice que no somos todos iguales en nuestras oportunidades y según nuestra capacidad: ante, por ejemplo, un contrato de una operación económica, la corrupción elije un candidato por cuestiones ajenas a sus méritos o mejores soluciones para tal o cual proyecto. Corruptor y corrupto se erigen por encima de los derechos del resto, y también de toda la sociedad, pues, si se trata de un proyecto público, es con dinero del Estado (es decir, de los contribuyentes, por mucho que estos crean que el dinero pertenece a un ente abstracto). Aparte del impedimento de avance social, tecnológico, económico y cultural que significa la corrupción, tenemos solapada la creencia de que unos tienen más derechos que otros por ser los poseedores de la nación.

Regresemos a Pujol, partiendo de la base que aquél con el que discrepas no tiene por qué hacerlo todo mal. Creo que la frase del pujolismo, esa de <<es catalán todo aquél que vive y trabaja en Cataluña>>, es una manera de trasladar el foco más hacia la identificación que a la identidad. Tal vez fuera por razones pragmáticas (el alto índice de inmigrantes del sur de España) y, paralelamente, algunas de sus políticas lo dejaban como un mero eslogan, pero ello no niega el acierto de esta visión. Como otros, un servidor ha conocido catalanes de origen francés, andaluz, inglés, marroquí o gambiano. La identidad de cada uno de ellos será diferente, rica y compleja… y propia de cada individuo. Lo relevante, a nivel político o social, es su nivel de identificación. Naturalmente, para ello es necesario un mínimo de interés y voluntad, no sólo cultural y/o lingüística, sino también, digamos que “cultural-social”. Sin ese interés o voluntad, lo único que se hace es trasladar el lugar de origen al lugar de destino, es decir, desplazar el lugar, cosa que según el poder y el peso demográfico se convierte en colonialismo (el colonialismo es un desplazamiento del lugar). Cualquiera que haya vivido en el extranjero, al conocer allí gente de su mismo lugar de origen, puede apreciar la relevancia de una actitud u otra.

Es evidente que, en Cataluña, hay una parte importante de la sociedad que se identifica con lo español, y parte de ésta vive bastante de espaldas a toda cultura, tanto lingüística como social, catalana. En su derecho están. Que uno lo encuentre triste y empobrecedor, no significa que no tenga claro que tienen su derecho. Pero hay que resaltar que, durante muchísimos años, gran parte de esta población catalana (y sirviéndose, aunque fuera tangencialmente, de la represión que significó el franquismo contra la cultura y lengua catalanas) ha pretendido que el resto renunciáramos a nuestra lengua y cultura para establecer una relación con ellos. Muchas generaciones teníamos la sensación de ser maleducados por dirigirnos en catalán a otro catalán llegado hace más de 30 años o incluso nacido aquí. Desde España se les inculcó la idea errónea de que, aparte del obvio derecho de hablar en castellano, tenían el derecho a “que se les hablase en castellano”, que no es lo mismo. Es decir, que una cultura (la castellana o, ya, la española) estaba por encima de la otra por una cuestión de lugar: Cataluña “está en” España no como parte de, sino como pertenencia a. Este mensaje, uno opina que es debido a la confusión entre identidad e identificación. El nacionalismo español, soportado por los medios mayoritarios, les mandaba el siguiente mensaje a aquellos catalanes: que les hablen en catalán es una “agresión” a su identidad, y que pretender que la conversación sea en su totalidad en castellano, es defender su identidad. De aquí a que no se pueda hablar en catalán en el congreso de los diputados, hay un paso. Un paso que generaliza el mismo mensaje: si un diputado catalanoparlante está obligado a cambiar al castellano porque el congreso es el de España, que también me hable a mí en castellano si Cataluña es de España. Ya hemos fusionado lugar y narración.

La narración a la que me refiero, es una narración histórica. Podemos saltarnos la política lingüística de la corte de Felipe V intentando hacer desaparecer el catalán. Creo que es un error saltárselo, porque los catalanes lo estudiamos y lo tenemos presente (se llama memoria histórica), pero el artículo no da para más. No obstante, los 40 años de franquismo son más recientes.

La narración franquista, como todo fascismo, impone la fusión de identidad e identificación; eleva lo privado a lo público (o social). Durante 40 años se ha tejido este mensaje, con solamente una minúscula parte de la población con acceso a otros mensajes, que la globalización de hoy en día no nos confunda. El concepto de “macho ibérico”, aparte de hacernos reír o asustarnos, es una muestra simple de inferir lo identificativo en la identidad, inmiscuyendo el machismo como algo, aparte de social, particular: el machista ve su identidad “agredida” por el feminismo (estamos ante el mismo tipo de supuesta “agresión” que siente ante aquel que le habla en catalán). La brevedad del artículo conmina a ceñirse a un ejemplo tan simplón, pero la idea es que esos 40 años de fascismo, fraguados tras el vacío social que deja una Guerra Civil (al contrario que, por ejemplo, Italia), no desaparecen tan fácilmente. No desaparecen, así como así, porque se haga una “transición” sobre el papel: la Constitución del 78. Un catalán independentista no es que sea anti constitucionalista, y tampoco su idea política es una agresión a ninguna identidad. Simplemente no se identifica con este contrato, y quiere revisarlo incluyendo la posibilidad de no ser parte de él. Que la Constitución se refrendase mayoritariamente en 1978 es una falacia como argumento: no había alternativas y, trasladados a esas circunstancias y desconociendo el futuro, seguramente los independentistas de hoy la volverían a votar. ¿La alternativa era un golpe de estado y más dictadura? Tendríamos que trasladarnos a 1978 y acarrear 40 años de dictadura y una Guerra Civil y posguerra en las espaldas para opinar. Esa es la función de la llamada “Memoria Histórica” que, naturalmente, desdeñan las derechas. En cierto modo, España continúa anclada en 1978, y pobre del que se atreva a mover un pie. El hecho es que, mover ese pie, significa la derrota definitiva del fascismo, y las élites temen las consecuencias de ello. Hubo un tiempo lejano en que el PSOE podía ser ese pie, pero fue en gran parte absorbido. Hubo un tiempo más cercano en que Podemos era ese pie. Ahora no está tan claro, y desde Cataluña se mira con atención dónde va a posarse.

No hay que olvidar que esos 40 años de fascismo rigieron el Estado como un cortijo. El país entero era propiedad de una élite que ponía y disponía, basándose en criterios que para nada tenían que ver con la eficiencia o meritocracia, y de ahí el atraso español a nivel social, económico, cultural y tecnológico. Así se asentaron las bases de un sistema corrupto que todavía perdura. Esa élite tenía pleno derecho y más derechos que los ciudadanos. Una mafia, en el sentido referido al principio del artículo. Que España, hoy en día, siga unos procedimientos democráticos, no impide que este tejido y su modo de pensar continúe latente. Parte del independentismo también se nutre de la sensación de irreversibilidad de todo ello, y del conformismo o aceptación de la sociedad española con este sistema. Muchos piensan que con una Cataluña independiente todavía sería más difícil este cambio. Es cierto: sin Cataluña, la izquierda difícilmente puede gobernar en España. Pero ello conlleva un chantaje egoísta, el mismo en que se escuda el inmovilismo de la izquierda española actual: enarbolar el miedo al trifachito para que la reivindicación catalana se detenga. Lo que no entienden es que esto, paradójicamente, todavía alimenta o justifica más la reivindicación, aunque la alargue en el tiempo. La metáfora sería pan para hoy y conflicto para mañana. Creer inevitable, o no, este conflicto, es la diferencia de base entre Puigdemont y Junqueras. Una mera opinión del que firma.

Uno opina que permitimos todas estas corrupciones, élites, engaños, por la falsa creencia que es inevitable, algo extendido e inherente al ser humano: continuamos ante la diferencia de base entre Junqueras y Puigdemont, lo que unos llaman buenismo frente a pragmatismo. Un servidor opina que ambas posiciones son erróneas. Parte de esta falsa creencia surge de la confusión (inducida por la narración mítica de los nacionalismos) entre identidad e identificación. El que escribe, por ejemplo y como cualquier otra persona, no tiene una identidad catalana (o española, o francesa). La identidad de uno es algo mucho más extenso, rico, complicado e intrincado. También, contradictorio. La identidad es propia del individuo (solamente uno mismo puede llegar a ser uno mismo). Otra cosa es la identificación con una lengua o cultura, con un modo de hacer, con algunos ritos o tradiciones, cada uno con su propia escala de afinidades o rechazos. En este sentido, uno puede sentirse identificado totalmente con un modo o sólo con aspectos de éste, y no sentirse identificado con otro modo o con aspectos de aquél. Cuando esta balanza se traslada a la organización política que debe regir la sociedad, y en un mundo sostenido mediante las naciones, uno piensa que tiene el derecho de preguntarse, con sus conciudadanos, si políticamente se identifican con lo mismo o no, para decidir cómo organizarse. Es decir, preguntarse entre todos si se pertenece a un estado con el que la mayoría se identifica, o no. Preguntar a los de Zamora tiene el mismo sentido que preguntar a los de Brighton o Cardiff sobre el futuro de Escocia. En caso que la mayoría opte por otro estado, esto no tiene porqué comportar la creación de un estado nacionalista que, como todos, acabe siendo una organización mafiosa. Y uno opina que la gran diversidad de la sociedad catalana es una ventaja para intentar evitarlo. De hecho, la mayoría de independentistas, en el fondo, anhela un beso entre Junqueras y Puigdemont, reflejo que sus posiciones, aisladas y como base única, son erróneas. Que el resto del estado español opine que no tenemos derecho, ni siquiera, a preguntarnos entre los catalanes con qué nos identificamos, hasta qué punto y cómo regirnos, es el reflejo de considerarnos una propiedad, algo subsidiario de la Nación España, alimentado por la narración mítica de las élites de este lugar. Una organización mafiosa no se diluye con unos cuantos encarcelamientos, o con rebanarle el cuello al “capo” en el barbero, sino cuando deja de encontrar soporte de base en la sociedad. Mientras tenga ese soporte, el negocio está asegurado. Esto lo saben bien tanto Felipe VI como la corte del trifachito y gran parte del PSOE, parapeto tras el que anida la élite que se lucra con el sudor de todos los ciudadanos. La última responsabilidad recae en la gente, las personas, los individuos, y, cuando el acto del voto legal no es suficiente para hacerse partícipe de esta responsabilidad, hay que salir a la calle. No hay más. El sofá no sirve, es de ellos. Eso fue el intento del movimiento del 15M y eso fue el intento de gran parte de catalanes el 1 de octubre. De ahí la rabia, la violencia y las condenas en una represión que no solamente iba dirigida hacia la reivindicación catalana, sino contra todo aquél que disienta de la organización mafiosa que mantiene la narración y el lugar de la Nación España como su ancho bolsillo.

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1 COMENTARIO

  1. «La narración franquista, como todo fascismo, impone la fusión de identidad e identificación; eleva lo privado a lo público (o social)»

    En Cataluña, como en miles de lugares, (más 7000 lenguas y mas de 10.000 grupos étnicos en el mundo) conviven diversas identidades. Lo que usted atribuye al franquismo y al fascismo bien puede aplicarse al nacionalismo catalán. ¿O no es lo que llevan haciendo desde hace 40 años.?

    El problema es que su esquema mental nacionalista le impide admitir que el español es tan lengua de Cataluña como lo es el catalán de Mallorca y el ínglés de los EEUU. Y el colectivo hispanohablante tan legítimo como el catalanohabalnte.

    Con la diferencia que la población de lengua española nunca invadió, ni conquistó Cataluña, no exterminó a la población existente y no erradicó su lengua, como si hicieron los catalanes en Mallorca y los ingleses en EEUU.

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