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Tenacidad del perdedor

Joan Martí
Joan Martí
Licenciado en filosofía por la Universidad de Barcelona.
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análisis

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Altercados, manifestaciones, protestas sin convicción. Es muy difícil llegar a perdedor; no es nada fácil. Expectativas frustradas de jóvenes sobradamente preparados ¿Violencia institucional? ¿Violencia simbólica? ¿Violencia juvenil, policial? Empresarios débilmente democráticos, políticos con voluntad de poder… Nada nuevo.

Llegados a este punto es difícil no ver que el progreso no ha eliminado la miseria humana, pero la ha transformado enormemente. En los dos últimos siglos, las sociedades más exitosas se han ganado a pulso nuevos derechos, nuevas expectativas y nuevas reivindicaciones; han acabado con la idea de un destino irreductible; han puesto en el orden del día conceptos tales como la dignidad humana y los derechos del hombre; han democratizado la lucha por el reconocimiento y despertado expectativas de igualdad que no pueden cumplir y al mismo tiempo se han encargado de exhibir la desigualdad a través de los medios de comunicación de masas, ante todos los habitantes del planeta. Por eso, la contrariedad, la angustia que experimentan los seres humanos, ha aumentado con cada progreso.

Por la manera en que se ha acomodado la humanidad al capitalismo, a la competición, a la globalización, es seguro que el número de perdedores crecerá cada día. Al fracasado le queda resignarse a su suerte y claudicar; a la víctima, reclamar satisfacción; al derrotado, prepararse para el asalto siguiente. El perdedor, por el contrario, se aparta de los demás, se vuelve invisible, cuida su quimera, concentra sus energías y espera su hora.

Al perdedor, lo que los demás piensen de él, sean sus competidores, los expertos o los vecinos, jefes, amigos o enemigos, no le es suficiente para radicalizarlo. Él mismo tiene que aportar su grano de arena, tiene que convencerse de que realmente es un perdedor y nada más. Mientras le falte esa convicción, podrá irle mal, podrá ser pobre e impotente, haber conocido la ruina y la derrota; pero no habrá alcanzado la categoría de perdedor hasta que no haya hecho suyo el veredicto de los demás, a quienes considera como ganadores. Sólo entonces se desquiciará.

Nadie se interesa espontáneamente por el perdedor. El desinterés es mutuo. En efecto, mientras está solo (y está muy solo) no anda a golpes por la vida; antes bien, parece discreto, mudo. Si alguna vez llega a hacerse notar y queda constancia de él, provoca una perturbación que raya en el espanto, pues su mera existencia recuerda a los demás que se necesitaría muy poco para que ellos se comportasen de la misma manera. Si abandonara su actitud, quizá la sociedad incluso le ofrecería auxilio. Pero él no piensa hacerlo, y nada indica que esté dispuesto a dejarse ayudar.

En efecto, el perdedor discurre a su manera. Eso es lo malo. Calla y espera. No se hace notar. Precisamente por eso se le teme. Ese miedo es muy antiguo, pero hoy por hoy está más justificado que nunca. Todo aquel que posee un ápice de poder social intuye a veces la enorme energía destructiva que se encierra en el perdedor y que no puede neutralizarse con ninguna medida, por buena que sea y por mucho que se plantee seriamente.

El motivo que provoca el estallido suele ser del todo insignificante. Resulta que el perdedor es extremadamente susceptible en lo que se refiere a sus propias emociones. Una mirada o un chiste son suficientes para herirle. No es capaz de respetar los sentimientos de los demás, mientras que los suyos son sagrados para él.

¿Y qué sucede cuando el perdedor supera su aislamiento, cuando se socializa y encuentra una patria de perdedores con cuya comprensión e incluso reconocimiento pueda contar, un colectivo que le dé la bienvenida?

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