Las palabras de una madre se convierten a menudo en sentencia irrefutable, pues en su voz el futuro se cumple casi siempre. Por eso, cuando en mi cincuenta cumpleaños me aseguró la mía, y eso que se supone que me quiere: –hija te quedan pocos años buenos, aprovéchalos-, tembló todo mi cuerpo.

Pocos, ¿cuánto es pocos? ¿Cinco? ¿Diez a lo sumo? Cuando hablaba de buenos ¿se refería a mi aspecto? ¿O que en breve ya no disfrutaría de la vida como antes? Desde entonces no he dejado de mirarme en el espejo, aterrada ante la idea de que el tiempo viniera a traicionarme.

Y llegó el verano, tan callando, y yo a cuestas con las buenas intenciones, ahora aplazadas por el calor y las vacaciones. Superada la pereza decido ir al gimnasio. Rodeada por cuerpazos jóvenes y esbeltos, estoy dispuesta a darlo todo, entre sudor y tirones. Agotada, inundo de agua mi cuerpo, a la espera de renacer como el ave Fénix, y pienso: –serán pocos, sí, pero si no cambio de mentalidad se me van a hacer eternos…

Así que hoy he decidido despertarme tarde, olvidar lo pasado y resucitarme. Nada extraordinario espero ni pretendo, tan sólo hablar de todo menos de haber perdido el tiempo. Lo aprovecharé madre, lo prometo, porque cuando la felicidad sea ya fingida y el buen tiempo un mero asunto climatológico, preferiré marcharme.

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