Estos días he frecuentado bastante el teatro Pavón Kamikaze -liderado por Miguel del Arco, responsable de obras como «Veraneantes», «Misántropo» o «Hamlet»-, gracias a mi amiga Raquel, a quien conocí hace veinte años en la Escuela de Cine y que suele grabar casi a diario y con su cámara todo lo que pueda suceder en la calle Embajadores 9, muy cerca de la Plaza de Cascorro: este «espacop artístico abierto y vivo», como se autodefinen ellos mismos, acaba de abrir sus puertas y ella me avisa siempre que es posible presenciar algún preparativo. Por fortuna, me ha avisado bastante últimamente: todo parecen ser nervios y expectativas, gran compromiso e ilusión entre el equipo Kamikaze. Primero disfruté de un ensayo general de la obra «Idiota», escrita por Jordi Casanovas y protagonizada por Gonzalo de Castro y Elisabet Gelabert. Ensayo, todo hay que decirlo, presenciado por vecinos del propio barrio (y muchas señoras algo ya maduras y quizá no tan acostumbradas a distopías tan orwellianas o intrigantes como las que propone Casanovas, con dirección de Israel Elejalde).

Otro día asistí a un encuentro entre público y equipo técnico de esa obra, por no hablar del ensayo de «La función por hacer», versión libérrima de «Seis personajes en busca de autor» de Pirandello, que ya llamó tanto la atención hará ya unos siete años en el teatro Lara. Hagan lo que puedan por no perderse semejante catársis, tan controlada y apasionada a la vez, que tiene lugar en uno de los vestíbulos del propio teatro, y en la que el público roza en todo momento los pantalones, faldas y aliento de cada uno de los actores. O de los personajes. Al terminar uno ya no tiene tan claro quién es quién. O quién es uno mismo, en realidad (o en ficción). Todo ello fue planteado en el coloquio posterior: la vida a sabiendas de que se vive y con la muerte por llegar. La defunción por hacer. Obra tan intelectual como emotiva. Hubo quien en el coloquio alzó la mano pero luego no consiguió ni hablar.

Todo son retoques, actividad. Tomando un tinto en la magnífica terraza de enfrente, una de sus jovenes empleadas me contó que, pese a estar en oficinas, cargaba también cajas, hacía de bedel ocasional y mil cosas más. O que consiguió el empleo tras intercambiar diversos twits sobre teatro con Aitor, otro de los Kamikazes fundadores, quien la impulsó a dejarlo todo e irse a Madrid desde Salamanca para participar con ellos de esta aventura. No se autodefinen como kamikazes por nada: parecen huir de los privilegios más fáciles. No mandan invitaciones al uso y destinarán algún dinero a la promoción de dramaturgos nóveles, aparte de realizar talleres escénicos y quién sabe cuántas cosas más, en un plazo original de cinco años (cosas del alquiler del edificio). Cuanto más alejado de los privilegios y tonterías comunmente asociadas al hecho de ir al teatro, mejor. Da la sensación de que en el Pavón nadie se pavonea y de que cualquiera puede participar si quiere, lo que me recordó el interior de la basílica Santa María dei Fiore de Florencia: de una austeridad desconcertante, pese a hallarse en el epicentro del Renacimiento que todos conocemos, y con un planteamiento de plaza o punto de encuentro para todos los habitantes de la ciudad, sin particulares jerarquías.

Raquel me escuchó esta perorata y sonrió en silencio. Algo agotada, pero feliz. Del Arco, con quien Raquel lleva haciendo cortos desde hace varios años, estrenará su primer largometraje -«Las furias»-, el próximo mes de octubre. No en vano ella es responsable de su fotografía. Y dice que no hay nada kamikaze en afirmar que el rostro desconcertado de José Sacristán, que interpreta a un actor de teatro con Alzheimer, nos dejará a todos con la boca abierta. Que jamás olvidaremos cómo el pobre no recuerda ninguna de las líneas que aún ha de decir, no sólo en el teatro sino en su propia vida.

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