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Supremacismo vs referéndum (2 de 2)

Guillem Tusell
Guillem Tusell
Estudiante durante 4 años de arte y diseño en la escuela Eina de Barcelona. De 1992 a 1997 reside seis meses al año en Estambul, el primero publicando artículos en el semanario El Poble Andorrà, y los siguientes trabajando en turismo. Título de grado superior de Comercialización Turística, ha viajado por más de 50 países. Una novela publicada en el año 2000: La Lluna sobre el Mekong (Columna). Actualmente co-propietario de Speakerteam, agencia de viajes y conferenciantes para empresas. Mantiene dos blogs: uno de artículos políticos sobre el procés https://unaoportunidad2017.blogspot.com y otro de poesía https://malditospolimeros.blogspot.com."
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análisis

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Como señalaba en la primera parte del artículo, el agresor supremacista (como aquél machista del ejemplo) quiere cambiar las tornas: pasar de ser agresor a víctima y culpabilizar la víctima, incluso, de haberle “obligado” a agredir, de responsabilizarla de la violencia que él ha utilizado, como colofón de la máxima sumisión.

Respecto a la violencia policial del 1 de octubre, los españoles compraron con comodidad que nuestro ir pacíficamente a votar era “una agresión a la democracia”; y ello permitió que algunos jalearan esa violencia y que, la mayoría, permaneciesen en silencio (respaldándola). No es de extrañar que poco se recuerden los 40 años de dictadura fascista, y la continuación en tantas estructuras del Estado y su establishment que supuso la Transición. Tal vez ahí se afiance ese silencio, tal vez ahí se apoye esa violencia con saña y rabia, tal vez ello sostenga la pantomima del juicio y el ningunear las decisiones judiciales europeas. Por muchos índices democráticos que cumpla España, por bien situada que esté en algunos datos, la democracia no son simples cifras, sino el sentimiento democrático del pueblo, el respeto a los derechos fundamentales e, incluso, a la disidencia, la protesta y la desobediencia pacíficas. La sociedad española, en su mayoría, con el “a por ellos” y con su silencio ante la violencia, se independizó antes de la catalana que nosotros de ellos.

Pero, ese silencio, el silencio ante la violencia contra la gente de un pueblo pacífico… ¿les es igual? ¿Están insensibilizados? Debe ser algo más complejo: muchos de ellos protestarían si el torso pisoteado, la cabeza golpeada, fuera de un inmigrante, de un judío, un negro o un homosexual (es decir, de una minoría que no es ellos). Parece ser que un catalán no merece la defensa, la protesta cuando lo apalean. Y no digo “independentista” sino “catalán” porque unas 200 mil personas fueron a votar “No” a la independencia, y también fueron agredidos; así que catalanes, a secas. Aquí hay algo más, algo que han cultivado los medios y la gente ha aceptado: esa violencia es lícito justificarla, o mirar hacia otro lado, que viene a ser lo mismo.

Es difícil de entender que les pueda soliviantar la agresión contra alguien lejano y aceptar que se agreda a su vecino. Incluso jalearlo. Uno se pregunta si el capitalismo y la contribución catalana al PIB estatal y las posibilidades de perderlo tiene algo que ver. Si así fuera, sería muy triste: nos llaman egoístas para no reconocer el propio egoísmo. O su codicia.

Visionando esas imágenes de tamaña brutalidad policial, uno recuerda los tiempos de ETA, cuando toda España (mediante sus políticos) decía que “sin violencia se puede hablar de todo”. Y tenemos una presidenta del Parlamento (Forcadell) en prisión por permitir hablar de lo que ni siquiera se quiere que se hable… que se prohíbe que se hable. Es una posición absurda, de “Ab-surdum”, “del sordo” que no responde a la racionalidad. Se habla a menudo del “problema catalán”, y ya Aristóteles nos decía que un problema es una pregunta a la que responder o un dilema que resolver. Ignorar el problema lo hacen aquellos que no desean una solución. La pretensión es “eliminar” el problema, y no resolverlo: pretender que deje de existir algo que alimentan con sus propias acciones. Es totalmente irracional. Porque si la verdad de algo es su demostrabilidad, la realidad es su mesurabilidad. Si no demostrar algo cuestiona su veracidad, pero no la realidad, negar la mesurabilidad de algo haciendo ver que no existe, sí es negar la realidad. Y, en democracia, hay una buena manera de mesurar: votando. Por ello la posición del Estado no es racional. Por ello la imposición por la fuerza o es un genocidio que “elimina” del todo el problema o a la larga es una derrota o un conflicto enquistado.

Es evidente, como mínimo en los últimos 300 años (que no está mal), que el sistema de poder capitalino y su corte no funciona, al menos en el ámbito catalán. Que pueda funcionar en otras zonas de la península, no niega que en Cataluña no funcione. Y eso es debido a que, tarde o temprano, siempre acaba surgiendo a flote la raíz del problema: la mayoría de catalanes se siente sujeto político. Y que absolutismos o dictaduras lo oculten, no lo niega. Y si bien las diferentes migraciones del resto de España a Cataluña (que han llegado a significar el 50% aproximado de su población) convierten esa mayoría en minoría, al cabo de pocas generaciones volvemos a estar en las mismas. Cada momento histórico canaliza el sentirse sujeto político de diferentes modos e intensidades, y no es de extrañar que, en el siglo XXI, con el sistema democrático afianzado en la mayoría de países (al menos, occidentales), ello se concrete en la reivindicación de votar (el referéndum) para decidir el destino del sujeto político catalán.

Tal vez el planteamiento político del “café para todos”, en aras de no reconocer las singularidades, sobre todo de Cataluña, tenga algo que ver. Insisto, “de Cataluña”, porque singularidades como el sistema de financiación vasco no levantan tantas ampollas, y todos sabemos que sería inaceptable un sistema de financiación tal para Cataluña. El calado de pretender que el “café para todos” es lo justo y correcto, lleva a que alguien de Murcia, Santander o Valladolid, vea como una aberración que los catalanes puedan votar por sí mismos, sobre sí mismos y para sí mismos. Y también que, si uno intenta explicar que hay diferencias de identidad, cultura, históricas, sociales y políticas entre Cataluña y, por ejemplo, Extremadura o Cantabria, lo acusen de supremacista. Lo que molesta es la diferencia, pero sobre todo la insumisión.

Aunque también hay un pequeño error de base que es considerar la posición del Estado y los nacionalismos (español, catalán) como motores de base de la reivindicación independentista. Si aceptamos que el “problema” es plantear una pregunta, veremos que, durante los años de democracia, la pregunta del nacionalismo catalán ha podido vehicularse mediante el autonomismo. Y ha funcionado porque el mismo nacionalismo estaba fagocitado por el Pujolismo, que se mantenía como único interlocutor, el único en hacer la pregunta y, sobre todo, gestionarla. No es de extrañar, pues, los intentos que hacía el Pujolismo para que se le identificase con Cataluña entera. Pero hay un salto producido por la rotura de ese ideal Pujolista: la percepción, por parte de muchos catalanes, que un interlocutor ocupando el lugar del pueblo se acaba haciendo suyas tanto las preguntas como las respuestas, por simple ambición de poder (y dinero). El presidente Artur Mas asumió, en el fondo, un rol de continuación, de papá de los catalanes (recuerden las metáforas del “timonel” o esa campaña que lo presentaba con los brazos alzados tal un mesías), algo tan evidente que la CUP gastó sus cartas en propiciar su relevo. Puigdemont, en cambio, siempre se ha mostrado más prosaico, más como un gestor que como un papá. De allí que, en los enfrentamientos directos con Junqueras, siempre le acaba robando la cartera, pues este último aun siendo de izquierdas conserva ese tono paternalista de antaño (veríamos si con, por ejemplo, un Romeva no le robarían más votos a los Comuns).

Aquí resuenan las palabras de Maragall hacia Pujol: <<ustedes tienen un problema y se llama 3%>>. Y es cierto: el problema, al final, resultó que era de Pujol (del clan Pujolista). Aquellos que pensaron que Maragall mentía, luego vieron que era el Pujolismo quien les mentía. Como también les mentía el PSOE (“aprobaré el Estatut que apruebe el Parlament de Catalunya”), como les han mentido los líderes del Procés vendiendo una independencia sin costes. Son, recalquemos, los políticos los que fallan al pueblo, una razón más para que este acabe considerando que, algunas preguntas, las tiene que responder él directamente. Es decir, se empodera ante la incapacidad de los políticos a responder honestamente. Así pues, la defenestración del Pujolismo es, también, un motor del independentismo (no sólo por la subida de ERC), pues el pueblo ya no desea un interlocutor y quiere preguntarse él mismo a sí mismo (referéndum). Un poco haciéndose suyas las palabras de Thomas Jefferson: <<no conozco ningún garante seguro de los poderes últimos de la sociedad sino los propios ciudadanos>>.

Dicho de otra manera: la mayoría de catalanes (la suma de votos partidarios del referéndum es mayoría) se consideran un conjunto y desean que este sea un sujeto político. Por ello desean saber si sus conciudadanos tienen la voluntad de que esto sea efectivo en un estado propio o no. Mientras que los españoles consideran a los catalanes dentro de su conjunto, independientemente de la voluntad de estos. Pero los convierten en un subconjunto con menos derechos, o, al menos, con “derechos aporreables”. A esto, tan refinado, se le puede llamar colonialismo, por mucho que la imaginería nos haga pensar que el colonialismo se limita a una isla en el Caribe o algún territorio al norte del Senegal.

Merece la pena señalar que, repetidamente, se alude al “engaño” del llamado derecho a decidir de los catalanes respecto a su futuro político. Se dice desde España que este derecho es falso, y su población se conforma con tal enunciado. Al menos, y espero que coincidan con un servidor, durante muchos años se ha intentado explicar, desde Cataluña, el porqué de considerarse sujeto político. Ustedes pueden considerar que tales explicaciones son válidas o no (faltaría más), pero no pueden argüir que no se han dado: la bibliografía, las conferencias y artículos sobre todos los aspectos (culturales, históricos, etcétera) es amplia. No obstante, tampoco estaría mal escuchar alguna argumentación que justifique que los catalanes “no tienen derecho” a decidir como sujeto político. Y me refiero más allá de la Constitución del 78, que como único argumento (y sostengo que, de hecho, no es un argumento), simplemente no lo permite. Pero viniendo de un documento que perpetua un Jefe de Estado al que no ha votado nadie y que viene antepuesto por un dictador (y asesino) fascista… pues no sé si como única razón es muy democrático. Al final resultará que, en el año 2346, el Estado España se deberá regir por la Constitución de 1978, por mucho que haya cambiado su sociedad y el mundo alrededor. O, tal vez, la pretensión sea que esta sociedad no cambie en algunos aspectos, que sea como una burbuja anclada en aquello “que nos dimos entre todos” aunque pasen 40, 120 o 300 años. También Thomas Jefferson nos decía que la tierra pertenece a los vivos, no a los muertos, y se preguntaba:<<¿Es legítimo el gobierno de los muertos sobre los vivos?>>. Cuando los vivos disienten de aquello que decidieron los muertos, no. Y eso es lo que ocurre en Cataluña.

Lo peligroso de todo ello es, como en tantos aspectos de la vida, las consecuencias en el futuro, algo que les suele importar poco a los políticos si va más allá de 4 años o de su carrera (que, en demasiados casos, es su único medio de sustento). Porque el día que los independentistas en Cataluña dispongan de la mayoría social, ya sabrán dos cosas: que las palabras de los políticos de la corte no valen nada (“aprobaré el Estatut…”, “sin violencia se puede hablar de todo”, etcétera) y que la sociedad española está dispuesta a aceptarlo todo, justificando la violencia y saltándose derechos fundamentales. Por ello, si es una cuestión de tiempo que cobren fuerza las palabras de Jordi Cuixart de “ho tornarem a fer” (“lo volveremos a hacer”), la única alternativa civilizada es hacerlo mediante un acuerdo. A no ser que el supremacismo capitalino nos lleve al siempre histórico devenir: un balance de fuerzas, propio, en teoría, de otros tiempos.

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1 COMENTARIO

  1. Señor Tusell, votar es un derecho, y conducir también. Pero para conducir hay que respetar las reglas de la circulación y para votar las reglas de la democracia; porque si no la circulación se vuelve un caos, y la sociedad también.

    No se puede conducir «pacíficamente en contra dirección» alegando que se tiene -derecho a conducir. Ni convocar votaciones sin tener autoridad para ello, alegando que se tiene -derecho a votar.

    Las reglas de tráfico regulan la circulación para que no haya accidentes y la Constitución regula las de la democracia para que no haya incidentes, como los que hubo el 1-O.

    La policía de trafico está obligada a hacer cumplir las leyes de circulación y detener a los que circulan en dirección contraria, y el ministro del interior está obligado a hacer cumplir las leyes que regulan el ejercicio de la democracia.

    Los responsables de lo que sucedió el 1-O no fue la policía que actuó para hacer cumplir la ley, sino los nacionalistas quienes instigaron y animaron a la población a circular en contra dirección.

    Si se incumplen las reglas de tráfico hay choque y muertos, y si se incumplen las de la democracia también hay choques y muertos; para evitarlos existen las unas y las otras.

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