Supremacismo vs referéndum (1 de 2)

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urna
Rompiendo con los estereotipos: hay políticos honestos y comprometidos

“Supremacismo” no tiene entrada en el diccionario de la RAE. Sí la tiene “supremacía”: <<Preeminencia, superioridad jerárquica>>; recordando que “preeminencia” es <<privilegio, exención, ventaja o preferencia que goza alguien respecto de otra persona>>. En el diccionario catalán de referencia sí tiene entrada (traduzco): <<Ideología que, por razones de etnia, de lengua, de religión u otras, propugna la supremacía de un grupo de individuos>>.

El supremacismo puede vislumbrarse cuando a una víctima se la hace responsable de la violencia recibida, cuando el agresor queda exento de responsabilidad pues “no tenía más remedio” que agredir (un eufemismo que esconde el “derecho a agredir”). Entonces, el agresor deviene una víctima (condescendiente) de la víctima real, y el agredido pasa a ser doblemente culpable (de su acción y de la reacción del agresor). Llegamos, así, al momento en que el agresor espera, incluso, que la víctima le pida perdón. La definición del diccionario catalán obvia la “razón de sexo”, pero creo que en las líneas anteriores uno podría reconocer al hombre machista que agrede una mujer “porque ella le ha obligado”, y que, además, espera un acto de arrepentimiento, símbolo de obediencia. El machismo, pues, también sería una forma de supremacismo. La violencia policial en Cataluña, el 1 de octubre de 2017, otro tipo.

La mañana de aquél 1 de octubre estábamos emocionados y preocupados, expectantes y tensos. Se parecía un poco a las previas de un evento deportivo de primera magnitud, a una final de Champions, de un Mundial o de unos JJOO: la sensación de que va a pasar algo y no sabes el resultado, pero que va a pasar, sí o sí. La incertidumbre sobrevolaba todas las conversaciones, pero también una alegría extraña, pues era personal y colectiva a la vez. Finalmente íbamos a votar (como colectivo) pero cada uno iba a elegir su voto (personal).

Fuimos a primera hora al ayuntamiento, de un pueblo de apenas 500 habitantes. Ya había gente en la puerta, mucha más en las inmediaciones. Cola para votar. Y, a la hora indicada, empezaron a dejar entrar los votantes de tres en tres, de cuatro en cuatro. Era lento: el sistema informático, atacado cibernéticamente por el Estado Español, caía continuamente.

Había muchas personas visiblemente emocionadas, sobre todo gente mayor. Los niños jugaban y correteaban por los alrededores: se venía en familia.

Al rato, empezó un murmullo que se extendió a todas las pantallas de los móviles, y se pusieron radios: la Policía Nacional y la Guardia Civil cargaba contra los votantes de otros pueblos y en colegios electorales de Barcelona. Las imágenes, espectaculares, parecían sacadas de otros tiempos o lugares, con una pátina de irrealidad, casi de ficción: la violencia policial se aplicaba con rabia, mucha rabia. Se pegaba con saña. No se disolvía nada, simplemente se pegaba a la gente por el hecho de estar allí, votando.

Sabíamos, claro, que para el Estado nuestra votación era ilegal. Sabíamos que para los políticos sería un marrón qué hacer con el resultado y cómo gestionarlo. Nos era un poco igual: sabíamos que habíamos decidido desobedecer en aras de defender nuestro derecho a votar, de ser sujeto político. Era una manera de luchar pacíficamente por aquello que creíamos. Por aquello a lo que creíamos tener derecho: la libertad se gana con actos de responsabilidad, y queríamos hacernos responsables de nuestro voto. Y así lo hacíamos, pacíficamente, festivamente, y nos pegaban por ello. La policía se ensañaba: porrazos a la cabeza de ancianos y ancianas, patadas, pisotones, puñetazos.

Frente al ayuntamiento aparecieron dos parejas de la Policía Nacional o de la Guardia Civil de paisano. Dos chicos y dos chicas treintañeros se acercaron a preguntar qué hacíamos (¿?). Se les calaba de lejos, tanto por su vestimenta demasiado “de paisano” con riñonera y bolsito, como por su acento castellano totalmente inusual, si no era de turistas en agosto, en este pueblo rezagado. Estaba previsto: “oficialmente” había una exposición de fotos históricas del pueblo, y hacíamos cola para verlas. Una pareja joven de los Mossos estaba a unos veinte metros. Se les veía muy incómodos y nerviosos. Los ignorábamos. Imposible que accedieran al ayuntamiento: todo el pueblo nos habíamos situado como una barrera humana. Los de paisano, marcharon.

Llegó la noticia que unos furgones de la Policía Nacional estaban detenidos en la carretera, a unos 15 quilómetros. ¿Vendrían a nuestro pueblo o irían a otro? Ya habíamos visto suficientes imágenes para saber con qué violencia actuaban. Se decidió que, si venían, nos sentaríamos todos al suelo con las manos en alto, y sin ofrecer resistencia los dejaríamos pasar. Pero no era una garantía de nada. Nadie marchó. Se dieron indicaciones a los niños de irse a casa si venían, los hermanos mayores se encargarían de ello. Los que todavía no habían votado, repetían lo mismo como una letanía: <<jo vull votar>>. Votar era lo importante.

Se montaron mesas de picnic y se hizo un almuerzo colectivo delante del ayuntamiento. Parecía que las cargas habían menguado, pero llegaban vídeos de amigos, familiares, conocidos, a todos los móviles: nadie se imaginaba una violencia de tal calado. Había demasiadas imágenes de policías pegando a gente sin ton ni son, como si fuera una cuestión personal, con una rabia desbocada, un odio hacia una persona desconocida por ser lo que era. Una rabia que recordaba la de policías pegando a aquellos que saben que no tienen derechos, o que tienen menos, es decir, sabiéndose ellos con impunidad. Alguien había dado la orden sabiéndose con las espaldas cubiertas, como luego se demostró durante el juicio del “Procés”: parece ser que, “oficialmente”, nadie dio esa orden, que nadie era responsable. A día de hoy, casi tres años más tarde, nadie se ha responsabilizado.

Por la noche, en casa, vimos las imágenes de TV3: espeluznante. Hicimos zapping por las teles españolas, y vimos claro que no mostraban “exactamente” lo mismo. Aquellas agresiones, aquellas imágenes que mostraban la rabia, el desprecio, el supremacismo del uniformado que se sabe impune (por tanto, superior), esas no se proyectaban. No obstante, en las teles extranjeras, gracias a internet, vimos que sí. De todos modos, lo que se veía en los canales españoles era suficiente para que España saliera a las calles. Si nos consideraban parte (y no propiedad) la gente no podía aceptarlo. Artistas, intelectuales o personajes públicos saldrían o alzarían la voz para condenarlo. Pero casi nada, silencio. El “a por ellos” era algo más que el grito de cuatro exaltados: el silencio de la mayoría de la sociedad española les daba cobijo, amparaba la violencia.

Los políticos callaban… y el resultado del referéndum empezaba a importar poco: con el follón de urnas arriba y abajo y tantas urnas requisadas (en su mayoría, por los Mossos) algunos ya veíamos que no se le podía dar un valor serio al resultado. O, al menos, que internacionalmente no se le iba a dar de una manera efectiva.

Políticamente, podía pasar de todo, podía no pasar nada. Pero, socialmente, a un servidor le sorprendió el enorme silencio de la sociedad española, de todos esos millones de españoles que se dicen de izquierdas, y que no tiene nada que ver con el hecho que no simpaticen con la reivindicación… para callar ante lo que sucedió. La sociedad española dejó claro que hay casi tres millones de catalanes que son españoles porque así lo deciden ellos, y que se les puede agredir, pegar, pisotear, patear, estirar de los cabellos y arrastrar por el suelo por pacíficos que sean… y sin que haya consecuencias. Y, por si alguno dudaba, dos días más tarde un rey, un Jefe de Estado al que nadie ha votado ni elegido para nada, ese señor bendecía la violencia contra los catalanes pacíficos con tono amenazante y belicoso. Que, a posteriori, esa misma sociedad acepte sentencias y encarcelamientos que, internacionalmente, al menos se ponen en duda o condenan, es lo mismo. Que la fiscalía española hable de “reeducar” a los presos políticos, ídem. Que ministros españoles hayan dicho que hay que “españolizar” a los niños catalanes sin que pase nada, más de lo mismo. Todo, todo ello y mucho más, es una muestra de ese supremacismo castellano, hoy en día extendido a lo español, que se basa en el uso de la fuerza y de la imposición.

Hay que precisar que uno no dice que los españoles (las personas agrupadas bajo este término) sean supremacistas tal como lo sería un blanco supremacista que cree en su superioridad (más derechos o “mejores”) sobre un negro. Ni mucho menos. Sino que uno se refiere a una ideología (y recuerden que el diccionario catalán define al supremacismo como una “ideología”) que determina el sistema organizativo del Estado y el modo de aplicación impositivo. Tal ideología, basada en una corte capitalina castellana con derechos de propiedad y supremacía sobre las minorías del Estado, debe ser aplicada por personas, claro. Y esto es complicado en el siglo XXI. Por ello, en el tour de force político catalán que va del 2010 al 2020, se judicializa: una manera de despersonalizarlo (siempre se habla de “justicia” o de “sistema judicial”, parapeto abstracto de las personas-jueces afines a tal ideología… y es fácil rascar y encontrar la procedencia ideológica de tales personas y un alto nepotismo).

En cuanto al tan manido supremacismo catalán que les gusta mencionar a medios y políticos capitalinos, ya me dirán dónde se encuentra en aquellos que piden votar, todos y cada uno de los catalanes, sin importar su lengua, cultura, identidad u origen, dándole el mismo valor a cada uno de los votos.

Otra aclaración atañe al llamado “supremacismo lingüístico” catalán, muy ligado a la escolarización. Tal discurso va dirigido, principalmente, o bien a los habitantes de fuera de Cataluña o bien a un grupo de catalanes con una ideología muy concreta. Cualquier habitante de Cataluña sabe que no hay monolingües catalanoparlantes (son todos bilingües) y sí monolingües castellanohablantes, y que las dificultades saltan cuando alguien se dirige en catalán a un Policía Nacional, Guardia Civil, juez o funcionario del Estado. Los habitantes de Cataluña saben que, como reminiscencia de 40 años de dictadura fascista castellana (con el catalán prohibido en muchos ámbitos) y la supremacía de la lengua castellana sobre el catalán, lo habitual es que un catalanohablante pase al castellano al encontrarse con un castellanohablante… por mucho que este lleve 30 años viviendo en Cataluña o sea nacido aquí. También saben de la abrumadora mayoría de medios que usan el castellano (cines, revistas, canales de TV…) frente al catalán. Algunas de estas consideraciones son lógicas, apoyadas en la importancia y envergadura de la lengua castellana o española, pero otras son simple consecuencia de la dictadura y del supremacismo castellano (para no extenderme en la historia y aburrirles con Felipe V y la prohibición del catalán en las universidades, etcétera).

Y considerar, dentro del ámbito político lingüístico, cómo el Estado Español, en vez de potenciar y defender el catalán como lengua de la UE, hace todo lo contrario. Es decir, el Estado que nos representa es el primero en no defender nuestra lengua, sino despreciarla. ¿Cómo vería usted que su Estado actuase en contra de su lengua? ¿No desearía un Estado propio que, como todos, la defendiese y potenciase? Pero claro, ¿cómo va a defender el Estado Español el catalán en la UE si en su propio congreso está prohibido hablarlo?

Sí ha habido unas pocas voces discordantes en el panorama periodístico, jurídico o intelectual español. Muchas de ellas se han declarado contrarias a la reivindicación y han criticado el quehacer (algunos más, otros menos) de los políticos independentistas, pero no han dudado en denunciar la posición totalitaria, antidemocrática y contraria a los derechos fundamentales del Estado Español. Esto, no solamente honra sus principios y valentía, sino que, cuando son llamados “malos españoles” por la corte capitalina, cabría preguntarse qué tipo de España desea su sociedad.

[Continúa en la segunda parte del artículo]

1 COMENTARIO

  1. «El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido (…) Si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña. E introduciría su mentalidad anárquica y pobrísima»

    Jordi Pujol i Soley.

    «no pretendo que un país haya de tener una raza pura, pero hay una distribución genética en la población catalana que estadísticamente es diferente a la de la población subsahariana, por ejemplo»

    Heribert Barrera Secretario General de ERC.

    «En concreto, los catalanes tienen más proximidad genética con los franceses que con los españoles; más con los italianos que con los portugueses, y un poco con los suizos. Mientras que los españoles presentan más proximidad con los portugueses que con los catalanes y muy poca con los franceses. Curioso…».

    Oriol Junqueras ERC

    «Ahora miras a tu país y vuelves a ver hablar a las bestias. Pero son de otro tipo. Carroñeras, víboras, hienas. Bestias con forma humana, que destilan odio. Un odio perturbado, nauseabundo, como de dentadura postiza con verdín, contra todo lo que representa la lengua».

    Quim Torra (Presidente de la Generalidad)

    Que va señor Tusell; ¿los nacionalistas supremacistas? Si son todos buena gente que de lo único que se ocupan es de hacer picnics democráticos.

    Bueno algunos incendiaron Barcelona, cortaron las vías férreas, las autopistas bloquearon el aeropuerto, cortaron las avenidas, patearon los coche de la policía, a los tiraban pacíficamente las vallas, e impidieron POR LA FUERZA que millones de ciudadanos pudieran libremente desplazarse.

    Votar no es un delito, conducir tampoco. Pero para votar y conducir hay que respetar las reglas, porque si no la catástrofe está servida. Se puede conducir pero no contra dirección. Se puede votar. Pero sin tener competencias no se puede convocar un referendo para romper la nación y destruir la democracia; porque si no, la catástrofe está servida.

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