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El supremacismo de los catalanes

Jordi Sedó
Jordi Sedó
Filólogo y maestro. Su formación es fundamentalmente lingüística. Domina siete idiomas y, profesionalmente, se ha dedicado a la enseñanza, a la sociolingüística y a la lingüística. Se inició en la docencia en un centro suizo y, posteriormente, ejerció en diferentes localidades de Cataluña. Hoy, ya jubilado de las aulas, se dedica a escribir, mayormente libros y artículos periodísticos, da conferencias y es el juez de paz de la localidad donde reside. Su obra escrita abarca los campos de la lingüística, la sociolingüística, la educación y el comentario político. También ha escrito varios libros de narrativa.
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análisis

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Cataluña es y ha sido secularmente un crisol de culturas y de diferentes sensibilidades. Ha sido siempre tierra de paso y sus gentes estamos acostumbradas a acoger a personas que han acudido de todas partes y que han traído consigo diferentes culturas y modos distintos de comprender el mundo. Un fenómeno que, a lo largo del siglo XX, favorecido, en su última parte, por la globalización, se acentuó de manera notable hasta convertirse en masivo.

Así es que nos encontramos, hoy en día, con una sociedad catalana diversísima como consecuencia de las dos grandes oleadas inmigratorias habidas en esta tierra durante el siglo pasado. Después de un crecimiento demográfico sostenido hasta los años cincuenta, se produjo la primera durante el tercer cuarto, procedente de diferentes lugares del estado español, mientras que la segunda, general en el mundo occidental, comenzó a finales del mismo siglo, nutriéndose, en este caso, de población de otros estados, fundamentalmente de África, de la América latina y de Asia, pero también de determinados países europeos.

Este hecho nos ha llevado a una situación tal que la sociedad catalana actual no puede ni siquiera compararse con la que había al comienzo del siglo XX, cuando Cataluña contaba con poco menos de dos millones de habitantes, mientras que hoy somos casi siete y medio entre los cuales, conviven muchas culturas que hemos tenido que aprender a vivir juntas. Literalmente. Y no es fácil, para una sociedad, asumir ese alud de nuevos ciudadanos, todos ellos con sus necesidades más primarias, con sus legítimas costumbres y sus naturales aspiraciones a tener una vida mejor y, sobre todo, con su indiscutible derecho a ser ciudadanos como los demás en la tierra que han escogido para llevar a cabo su proyecto de vida. Y, sin embargo, lo hemos conseguido.

Y la catalana se ha convertido en una sociedad donde no somos mayoría los individuos con ambos apellidos catalanes. Si buscamos el ascendente de un grupo de ciudadanos que vivan en Cataluña, comprobaremos que la mayor parte no los tienen, que muchos no tienen ninguno de los dos y que, hasta en aquellos que sí los tenemos, raro será que no encontremos algún eslabón con raíces fuera de Cataluña. Quien suscribe, sin ir más lejos, a pesar de haber nacido en Cataluña y de tener sus dos apellidos catalanes, tenía una abuela nacida en la provincia de Guadalajara y la otra en la de Teruel. Además, mi esposa es natural de Andalucía y, en consecuencia, mis hijos ya no tienen los dos apellidos catalanes. ¿Bueno, y qué…? Son el ejemplo vivo del catalán medio.

Como consecuencia de este fenómeno, que nos enriquece porque nos proporciona una madurez colectiva y una amplitud de miras que difícilmente pueden alcanzar las sociedades más homogéneas –y, de ahí, una parte de la incomprensión hacia esta tierra que se da en los lugares de España que no han recibido tanta inmigración–, hemos asumido que los catalanes somos una sociedad mestiza que acepta responsablemente su diversidad.

Sin embargo, al mismo tiempo, no podemos renunciar a un sustrato autóctono bien vivo que es pura y genuinamente catalán, base de nuestra naturaleza, que nos da carácter diferencial y que actúa como aglutinante de todos los que vivimos en Cataluña, un aglutinante que una amplia mayoría acepta, sea cual sea su origen. Porque es que cae por su propio peso que, en ningún caso, la inmigración, por masiva que sea, debe imponer su cultura sobre la autóctona, sino asumir la de la tierra donde se instala, respetarla y cultivarla sin que, por ello, deba renunciar a la propia.

Pero hay que vivir aquí para poder comprobar cómo eso se produce de una manera natural y fluye sin quebrantos. Hay que sentirlo desde cerca, percibirlo en todos los resortes a través de los que se mueve esta sociedad. Por eso no hay nadie en Cataluña, excepto cuatro malintencionados, que no se escandalice cuando escucha pronunciar palabras como supremacismo, exclusión o incluso nazismo aplicadas a esta sociedad o a sus representantes electos. Porque nuestra cultura colectiva se nutre, sobre todo, de su propia diversidad. Porque aquí no nos sobra nadie. Porque somos un conjunto de ciudadanos que hemos decidido vivir en paz con nuestros vecinos y acoger de buen grado a todo aquél que desee sumarse al proyecto social común, que lógicamente debe incluir el máximo respeto por la cultura autóctona y ésta debe conservarse sin menoscabo de la de cada cual.

De hecho, en Cataluña, las cruces gamadas y las proclamas supremacistas o racistas, cuando se echan a la calle –lo que ocurre muy de vez en cuando, por cierto, y siempre con escasa afluencia–, suelen ir acompañadas de banderas españolas y brazos en alto. Nunca de banderas catalanas y mucho menos de banderas independentistas. Naturalmente, se trata de grupos que no representan a nadie más que a sí mismos y que hacen un uso de la bandera española que estoy seguro que les repugna a la mayoría de los españoles.

No obstante, no deja de llamar la atención ese interés por asociar la idea de nazismo a la de independentismo por parte de ciertos partidos políticos y medios de comunicación afines. En mi opinión, no es más que un intento de desprestigiar un movimiento que es muy potente en Cataluña y que disgusta profundamente en muchos lugares de España. Por aquí, sin embargo, sólo hemos escuchado sentencias de tipo excluyente a individuos como el señor Xavier García Albiol, que fue presidente del PP de Cataluña y alcalde de Badalona, cuando dijo que iba a “limpiar” las calles de su ciudad, en velada referencia a los inmigrantes extranjeros; al señor Borrell, hoy ministro socialista, cuando habló de “desinfectar” refiriéndose claramente a la neutralización de los independentistas y de nuestras ideas o cuando minimizó el genocidio de los indios americanos por parte de los hoy estadounidenses diciendo que se limitaron a “matar a cuatro indios” y, por supuesto, a los caballeros de Vox, cuyas proclamas racistas y xenófobas sería arduo enumerar de modo exhaustivo. Y ninguno de ellos es, en absoluto, sospechoso de independentismo.

No rehúyo considerar las desafortunadas palabras del presidente Torra en el artículo que se quiso airear a raíz de su nombramiento como presidente de la Generalitat. Pero es cierto que fueron sacadas de contexto y que se les dio un sentido que no tenían. Desafortunadas, sí fueron, sin duda. Porque su autor daba rienda suelta a la indignación y, en su artículo, es palpable la rabia que siente. Pero es ante un hecho concreto y de naturaleza claramente intolerante. Peca, ciertamente, de falta de contención y abusa de algunas palabras ofensivas, eso sí, pero, hay que forzar el texto y descontextualizarlo para entender que se refiera a todos los españoles o, en general, a las personas que hablan en castellano, como se llegó a decir. Si uno se molesta en leer el texto completo, podrá comprobarlo. Ahí les dejo el enlace de la traducción al castellano por si les interesa (https://www.elespanol.com/espana/20180514/bestias-traduccion-articulo-quim-torra-denunciado-arrimadas/307219648_0.html). Verán que Torra, en ningún caso, se refiere a los españoles en general, sino a un tipo de individuo, presumiblemente castellanohablante, eso sí, pero sobre todo intolerante porque abomina del simple hecho de tener que escuchar unas palabras en catalán por la megafonía de un avión de una compañía suiza que volaba desde o hacia Cataluña.

Pero si no le convence mi argumentación, como no me constan otras manifestaciones análogas de partidarios de la soberanía de Cataluña, en el peor de los casos, cabría considerar ésta, como un hecho aislado de alguien que, en aquel entonces no era presidente de la Generalitat ni tenía intención de llegar a serlo y que, por lo tanto, no representaba a nadie y que, además, ya se ha disculpado por su torpeza al expresar su sentimiento.

España debe hacer un esfuerzo para intentar comprender hasta qué punto esta sociedad ha vencido un reto dificilísimo. El de haber sabido adoptar la actitud precisa para vivir en paz en esa fenomenal amalgama de orígenes y culturas. El de haber dado justo con ese equilibrio más allá del cual, hacia un lado o hacia el otro, se hubiera podido producir una descompensación que podría haber dado al traste con la convivencia. Porque es que, además, el esfuerzo se ha dado en ambas direcciones. Por una parte, los que hemos nacido en esta tierra de padres que también habían nacido en ella y que ha sido siempre la nuestra nos hemos adaptado a los usos y costumbres de los que venían de fuera y los hemos aceptado como los ciudadanos de pleno derecho que son, mientras que la inmensa mayoría de ellos, por su parte, en mayor o menor grado, han asumido también que se instalaban en una tierra con una personalidad propia y unas peculiaridades culturales, lingüísticas y sociales distintas de las que traían en su legítima mochila. Y todos juntos hemos construido una manera de funcionar eficiente y respetuosa donde a nadie se le pregunta por su origen porque, en realidad, es un detalle bien poco o nada relevante para la mayor parte de los catalanes. A pesar de lo que se quiera hacer creer.

Y precisamente por eso –aunque no únicamente– una parte importante de los ciudadanos de esta tierra estimamos imprescindible poder ejercer nuestro derecho a la autodeterminación. Porque no es fácil gestionar todo este mosaico sociocultural. Hay que conocer a fondo los sutiles mecanismos que impulsan los movimientos de esta sociedad para actuar con el tacto y la delicadeza precisos para no defraudar expectativas y no herir ninguna de las sensibilidades, que son muchas y muy distintas. Harto más difícil será, pues, intentar gestionar todo eso desde 700 km de distancia, ¿no le parece, amable lector?

Y, sin embargo, los poderes del estado intentan, desde Madrid, meter sus manos en todo lo que pueden y hasta en lo que no deben, entrando en nuestros asuntos y en nuestro Parlamento como un elefante en una cacharrería. ¡Como si los ciudadanos de Cataluña no fuéramos ya mayorcitos como para gestionar nuestras cosas, disponiendo como disponemos de un gobierno propio, escogido democráticamente y que se somete rigurosamente a reválidas periódicas, con participación de todos, autóctonos y no autóctonos, que, sin importar el color de la piel o la lengua en qué nos expresemos, en ejercicio de nuestro libre albedrío, elegimos democráticamente y en pie de igualdad las opciones que consideramos oportunas, aunque no siempre gusten en Madrid…!

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11 COMENTARIOS

  1. Señor Sedó
    «Por aquí, sin embargo, sólo hemos escuchado sentencias de tipo excluyente a individuos como el señor Xavier García Albiol, que fue presidente del PP de Cataluña y alcalde de Badalona, cuando dijo que iba a “limpiar” las calles de su ciudad, en velada referencia a los inmigrantes extranjeros; al señor Borrell»

    Yo le daré un nombre: Josep Anglada i Rius. Ampliamente votado en Vich, seguramente por muchos independentistas por sus declaraciones y proposiciones xenófobas y racistas.

    • Pues tiene usted toda la razón. El señor Anglada era -es, supongo- uno de esos catalanes excluyentes y xenófobos. Y todavía le voy a decir más: si rasca usted un poco, estoy seguro que va a encontrar a unos cuantos más de esos indeseables, pero se trata de casos aislados que no representan a nadie. Muy diferente de los políticos que yo cito en mi artículo, que pertenecen a formaciones que tienen un amplio apoyo en España.
      A pesar de que es cierto que el señor Anglada sacó alguna representación en Vic y en alguna localidad más, siempre fue minoritaria. Nunca entró, por ejemplo, en el Parlamento de Cataluña. Por eso, amable lector, esa gente ya no representa a nadie. Hoy ya no son nadie. Por eso no aparecen en mi artículo, que se refiere a la actualidad más reciente. Y aunque nos estuviéramos refiriendo a aquel entonces, su exigua representación no se puede ni comparar con la de cualquiera de los políticos que cito en mi artículo. Friquis, los hay en todas partes, pero convendrá conmigo que no hay que darles demasiado pábulo. También por eso olvidé mencionar al señor en cuestión, un populista nato que se aprovechaba de incautos, unos con muy mala leche (disculpe la vulgaridad) y otros con mucha ignorancia, para hacerles caer en las redes de la xenofobia y las actitudes excluyentes. Por suerte se debieron dar cuenta a tiempo y Plataforma per Catalunya cayó por su propio peso, entre otras cosas, porque los acólitos de Anglada querían un partido mucho más liberal que la extrema derecha que representaba él.
      Pero aun le diré más: en la época en que apareció el señor Anglada, que nunca obtuvo una representación tan amplia como la de Vox en Andalucía, por ejemplo, y ni siquiera se le acercó, nunca nadie calificó el independentismo de excluyente y xenófobo como muchos hacen hoy. ¿Y sabe por qué? Pues porque el independentismo, entonces, no era peligroso para la integridad del territorio estatal. Porque lo que se pretende hoy atacando a Quim Torra y al independentismo en general, acusándonos de nazis, xenófobos, supremacistas y no sé cuantas barbaridades más no es describir la realidad, sino desprestigiar un movimiento y las ideas que lo sustentan, aunque sea a base de mentiras e infamias. Los Rivera, Casado Arrimadas y demás ya saben que hacen un uso excesivo de las palabras. Son plenamente conscientes de ello, pero eso forma parte de su estilo populista y demagógico de hacer política y de otro modo no podrían subsistir.
      Así es que si mi artículo hubiera pretendido hacer un inventario de los xenófobos catalanes de todos los tiempos, que no es el caso, no habría podido limitarme al señor Anglada porque estoy seguro que hay unos cuantos más en Cataluña, igual que en Cuenca, en Badajoz o en Cádiz, por citar tres provincias al azar (que me perdonen los conquenses, los pacenses y los gaditanos). Pero eso nada tiene que ver con la infundada acusación que se hace a un movimiento que aglutina a más de dos millones de personas por lo menos y que, si se pudiera celebrar un referéndum legalmente, quizás se pondría de manifiesto que aun es más amplio. Por eso no dejan que se celebre.

  2. Pues tiene usted toda la razón. El señor Anglada era -es, supongo- uno de esos catalanes excluyentes y xenófobos. Y todavía le voy a decir más: si rasca usted un poco, estoy seguro que va a encontrar a unos cuantos más de esos indeseables, pero se trata de casos aislados que no representan a nadie. Muy diferente de los políticos que yo cito en mi artículo, que pertenecen a formaciones que tienen un amplio apoyo en España.
    A pesar de que es cierto que el señor Anglada sacó alguna representación en Vic y en alguna localidad más, siempre fue minoritaria. Nunca entró, por ejemplo, en el Parlamento de Cataluña. Por eso, amable lector, esa gente ya no representa a nadie. Hoy ya no son nadie. Por eso no aparecen en mi artículo, que se refiere a la actualidad más reciente. Y aunque nos estuviéramos refiriendo a aquel entonces, su exigua representación no se puede ni comparar con la de cualquiera de los políticos que cito en mi artículo. Friquis, los hay en todas partes, pero convendrá conmigo que no hay que darles demasiado pábulo. También por eso olvidé mencionar al señor en cuestión, un populista nato que se aprovechaba de incautos, unos con muy mala leche (disculpe la vulgaridad) y otros con mucha ignorancia, para hacerles caer en las redes de la xenofobia y las actitudes excluyentes. Por suerte se debieron dar cuenta a tiempo y Plataforma per Catalunya cayó por su propio peso, entre otras cosas, porque los acólitos de Anglada querían un partido mucho más liberal que la extrema derecha que representaba él.
    Pero aun le diré más: en la época en que apareció el señor Anglada, que nunca obtuvo una representación tan amplia como la de Vox en Andalucía, por ejemplo, y ni siquiera se le acercó, nunca nadie calificó el independentismo de excluyente y xenófobo como muchos hacen hoy. ¿Y sabe por qué? Pues porque el independentismo, entonces, no era peligroso para la integridad del territorio estatal. Porque lo que se pretende hoy atacando a Quim Torra y al independentismo en general, acusándonos de nazis, xenófobos, supremacistas y no sé cuantas barbaridades más no es describir la realidad, sino desprestigiar un movimiento y las ideas que lo sustentan, aunque sea a base de mentiras e infamias. Los Rivera, Casado Arrimadas y demás ya saben que hacen un uso excesivo de las palabras. Son plenamente conscientes de ello, pero eso forma parte de su estilo populista y demagógico de hacer política y de otro modo no podrían subsistir.
    Así es que si mi artículo hubiera pretendido hacer un inventario de los xenófobos catalanes de todos los tiempos, que no es el caso, no habría podido limitarme al señor Anglada porque estoy seguro que hay unos cuantos más en Cataluña, igual que en Cuenca, en Badajoz o en Cádiz, por citar tres provincias al azar (que me perdonen los conquenses, los pacenses y los gaditanos). Pero eso nada tiene que ver con la infundada acusación que se hace a un movimiento que aglutina a más de dos millones de personas por lo menos y que, si se pudiera celebrar un referéndum legalmente, quizás se pondría de manifiesto que aun es más amplio. Por eso no dejan que se celebre.
    Jordi Sedó

  3. Pues tiene usted toda la razón. El señor Anglada era -es, supongo- uno de esos catalanes excluyentes y xenófobos. Y todavía le voy a decir más: si rasca usted un poco, estoy seguro que va a encontrar a unos cuantos más de esos indeseables, pero se trata de casos aislados que no representan a nadie. Muy diferente de los políticos que yo cito en mi artículo, que pertenecen a formaciones que tienen un amplio apoyo en España.
    A pesar de que es cierto que el señor Anglada sacó alguna representación en Vic y en alguna localidad más, siempre fue minoritaria. Nunca entró, por ejemplo, en el Parlamento de Cataluña. Por eso, amable lector, esa gente ya no representa a nadie. Hoy ya no son nadie. Por eso no aparecen en mi artículo, que se refiere a la actualidad más reciente. Y aunque nos estuviéramos refiriendo a aquel entonces, su exigua representación no se puede ni comparar con la de cualquiera de los políticos que cito en mi artículo. Friquis, los hay en todas partes, pero convendrá conmigo que no hay que darles demasiado pábulo. También por eso olvidé mencionar al señor en cuestión, un populista nato que se aprovechaba de incautos, unos con muy mala leche (disculpe la vulgaridad) y otros con mucha ignorancia, para hacerles caer en las redes de la xenofobia y las actitudes excluyentes. Por suerte se debieron dar cuenta a tiempo y Plataforma per Catalunya cayó por su propio peso, entre otras cosas, porque los acólitos de Anglada querían un partido mucho más liberal que la extrema derecha que representaba él.
    Pero aun le diré más: en la época en que apareció el señor Anglada, que nunca obtuvo una representación tan amplia como la de Vox en Andalucía, por ejemplo, y ni siquiera se le acercó, nunca nadie calificó el independentismo de excluyente y xenófobo como muchos hacen hoy. ¿Y sabe por qué? Pues porque el independentismo, entonces, no era peligroso para la integridad del territorio estatal. Porque lo que se pretende hoy atacando a Quim Torra y al independentismo en general, acusándonos de nazis, xenófobos, supremacistas y no sé cuantas barbaridades más no es describir la realidad, sino desprestigiar un movimiento y las ideas que lo sustentan, aunque sea a base de mentiras e infamias. Los Rivera, Casado Arrimadas y demás ya saben que hacen un uso excesivo de las palabras. Son plenamente conscientes de ello, pero eso forma parte de su estilo populista y demagógico de hacer política y de otro modo no podrían subsistir.
    Así es que si mi artículo hubiera pretendido hacer un inventario de los xenófobos catalanes de todos los tiempos, que no es el caso, no habría podido limitarme al señor Anglada porque estoy seguro que hay unos cuantos más en Cataluña, igual que en Cuenca, en Badajoz o en Cádiz, por citar tres provincias al azar (que me perdonen los conquenses, los pacenses y los gaditanos). Pero eso nada tiene que ver con la infundada acusación que se hace a un movimiento que aglutina a más de dos millones de personas por lo menos y que, si se pudiera celebrar un referéndum legalmente, quizás se pondría de manifiesto que aun es más amplio. Por eso no dejan que se celebre.
    Jordi Sedó

  4. Me gustaba su artículo hasta que empezó a justificar a Torra. Es como decir «Es usted un idiota y su lengua es de idiotas pero me disculpo si llegó a ofender a alguien (aunque sigo pensando que son idiotas)». Curioso que comparen los movimientos de independencia americanos con este proceso. Para muchos de nosotros aca en América solo es un grupo de europeos de primer mundo que se quieren separar de otro grupo de europeos de primer mundo. No tienen idea de lo que es represión y la cárceles de los presos son hoteles. Para nosotros ustedes son lo mismo.

  5. Sólo puedo decirle que aquí hemos pasado una dictadura que duró 40 años y que también sabemos que las càrceles no son exactamente hoteles.Y en cuanto a la represión, ni le cuento.
    Su simplificación del final me hace comprender que no tiene ested ni la màs remota idea de lo que es Cataluña ni de lo que es España.
    Y, por cierto, ni he comparado nuestro proceso con nada de América ni les he llamado idiotas. Dios me libre de pensar tal cosa.

  6. Sr. Sedó: vaya por delante que no puedo compartir sus opiniones respecto a los motivos por los que los catalanes, más bien una parte, quieren la independencia. Nací en 1954, y estudié en ESADE desde 1971 hasta acabar la carrera, y luego tras vivir fuera algunos años, viví en Bcn entre 1987 y 2007. Conozco por tanto bastante bien Cataluña, es más, le diré que estuve en 1972 en Prada de Conflent en la Universitat Catalana d´Estiu, y no hace falta recordar que aquellos años no eran estos.
    Soy doctor en Economía y he trabajado como directivo de empresas multinacionales en Bcn y en otros paises. Para centrar la cuestión, me referiré a algo que dice vd. en su artículo, y que parece la base de todo su argumento, pero que nadie, aun, me ha sabido explicar: «sustrato autóctono bien vivo que es pura y genuinamente catalán,base de nuestra naturaleza que nos da carácter diferencial…» Me explicaría vd. cual es ese sustrato ? o mejor aun, por qué ningún político o dirigente independentista lo explica debidamente para que el resto de los mortales lo podamos entender? no cree vd. que si lo entendiéramos y aceptáramos los demás, quizás cambiara nuestra percepción del problema?
    Estas afirmaciones intentando justificar lo que a nosotros nos parece injustificable, son del tipo de las que hizo un señor son siempre del mismo tipo, es decir de las que parecen grandilocuentes pero que en realidad no dicen nada, y le pondré un ejemplo: en un programa que vi hace poco en Cuatro, dirigido y presentado por el sr. Cuní, conocido periodista, un tal Jordi Franch, decía textualmente: » estamos en una situación insostenible que nos ahoga, amenazando nuestra manera de vivir » cual es esa situación? en qué se nota el ahogo? como se amenaza su manera de vivir? Porque sinceramente, tengo mi vivienda en Las Corts, y no veo de ninguna manera ni amenazas a la forma de vida de la mayoría de la gente, ni veo ahogos por la calle, ni veo ese sustrato del que habla vd. y que es la base de nuestro carácter diferencial. En qué nota vd. que somos diferentes? donde está ese sustrato? en la lengua? en que tópicos de la tacañería y demás? Gracias

  7. Apreciado Don Alfonso:
    Si siendo usted, como explica, una persona culta que ha vivido tantos años en Cataluña, no ha sido capaz de percibir la naturaleza de ese carácter diferencial al que aludo en mi artículo, difícilmente voy a poder yo, pobre de mí, en unas líneas, hacérselo comprender. Sin embargo, voy a intentar arrojar algo de luz sobre el particular. A ver si soy capaz.
    En primer lugar, hay que comprender que, en Cataluña, como producto de la complejidad de nuestra sociedad, existe una infinita cantidad de distintas sensibilidades, lo que da lugar a percepciones muchas veces dispares de una misma realidad. Al mismo tiempo, hay personas –y no digo que sea su caso puesto que no tengo el placer de conocerle– que son incapaces de reconocer esa diversidad de sensibilidades y creen que todo el mundo tiene que percibir la realidad como la perciben ellos. Y eso es, precisamente, lo que causa conflicto. No son las distintas percepciones de la realidad. Es la negación a reconocer esas otras sensibilidades y su derecho a existir.
    De la misma manera que yo acepto que alguien pueda percibir la realidad de un modo diametralmente opuesto a como la percibo yo, también reclamo mi derecho a que la sociedad, en su conjunto, tenga en cuenta mi peculiar manera de ver las cosas, sobre todo, siendo como es que no constituye una rareza, sino que, al contrario, un significativo porcentaje de ciudadanos también las ve como yo.
    Me pregunta usted cuáles son esas características diferenciales de nuestra sociedad. Pues bien, he aquí la primera. Nuestra diversidad. Una diversidad que se instala, a partir de los años cincuenta, en una tierra donde sus gentes tenían un modo de vivir propio, una demografía limitada que acabó creciendo hasta multiplicarse por tres en pocas décadas, una lengua y unas costumbres y que, de pronto, tienen que adaptarse a la nueva situación y se ven obligadas a hacerlo bajo el yugo de un estado fascista de referentes castellanos que no tolera la diferencia. Ese va a ser el sustrato que va a configurar la actual manera de ser de los ciudadanos que viven hoy en Cataluña.
    Hoy, ya adaptados a la nueva situación, responsablemente aceptada por todos, autóctonos y no autóctonos, no podemos medirlo todo por un único rasero, sino que debemos tener en cuenta todas esas sensibilidades de las que hablaba más arriba. El sustrato y, naturalmente, el superestrato que viene a instalarse en esta tierra. Y eso no se puede hacer de ningún otro modo más que con democracia. Votando maneras de organizarnos y acatar lo que pidan las mayorías, respetando a las minorías. Y si resulta que la mayoría quiere independencia, pues habrá que aceptarlo y, si no, pues habrá que respetar también lo contrario. Pero lo que no se puede hacer es decir que, de votar, ni hablar y meter a gente en la cárcel más de un año sin juicio. ¿Usted no ve ahí un agravio suficientemente importante como para reclamar algún derecho a la diferencia? Fíjese que esa dureza extrema y, en muchos detalles arbitraria, no se aplica más que al independentismo. Ni a los disturbios que se producen en las calles por otras causas, ni a la manada, ni a los que interrumpieron violentamente en un acto que hacía la Generalitat en su sede en Madrid, ni a los casos de corrupción ni a tantos otros imputados por distintas causas que se han dado en España. Los hay que están en la calle hasta con sentencia condenatoria dictada.
    Con respecto a ese sustrato del que hablo, en mi artículo, repito que si usted no ha sido capaz de percibirlo habiendo vivido aquí, no tengo la pretensión de saber mostrárselo, seguramente porque debe usted de pertenecer a ese respetable grupo de ciudadanos que perciben la realidad de un modo distinto al mío, seguramente porque nuestra escala de prioridades es distinta. Y eso tiene que ver –también– con ese sustrato. Permítame decirle que yo he nacido en Cataluña de padres catalanes y siento que mi lengua es el catalán y que no lo es el español, una bellísima lengua, por cierto, que me satisface sobremanera dominar, pero que tuve que aprender a la fuerza en la escuela en lugar de haberme permitido hacerlo por placer. No me negará que es natural que yo perciba la realidad nacional de un modo distinto a aquél que llegó a Cataluña a la edad de 40 años, en pleno franquismo y procedente de una provincia española de habla castellana. O de sus hijos, que tendrán una concepción de las cosas seguramente distinta de la de sus padres pero también de la mía. Y hay personas que son capaces de aceptar que la propia experiencia genera una determinada manera de percibir las cosas y otras que se encierran en su verdad, que creen absoluta.
    Pregunta usted si una de esas características diferenciales es la lengua. Por supuesto. Esa es una de las más importantes, aunque no la única. Y, naturalmente, también forma parte de ese sustrato de que le hablo. Porque hoy todo el mundo ha asumido que, en Cataluña, también hay unos ciudadanos de lengua materna castellana y que hay otros que son de lengua materna catalana. Y hay un consenso muy mayoritario en que lo óptimo es dominar las dos, a pesar de que no todo el mundo domina la catalana y eso hace que la mayoría, autóctona o no, comprenda que debe haber algún tipo de discriminación positiva.
    Déjeme que le cuente, a modo de ejemplo, una anécdota de mi infancia. Fui a una escuela religiosa en los oscuros años cincuenta y sesenta (yo también soy de 1954). Y a la edad de nueve años, recuerdo que mi abuela, por cierto, aragonesa inmigrada, me enseñó a rezar el padrenuestro en catalán, cosa que, a pesar de que hoy no soy creyente, entonces me hizo mucha ilusión porque, en aquella época, sí lo era. Y, en la escuela, sólo lo enseñaban en castellano. Con la inocencia típica de la edad, fui a decírselo al religioso que era mi profesor pensando que me felicitaría. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al darle la noticia de lo que yo creía que le llenaría de satisfacción, me espetó sin contemplaciones: “Hijo mío, no reces en catalán porque Dios no te va a entender”. Entonces me obligó a arrodillarme y a rezar tres veces el padrenuestro en voz alta en castellano. ¿Cree usted que eso se me puede olvidar? Me abocó a considerar que Dios, que lo sabía todo, había decidido ignorar mi lengua, aquélla en que me hablaban mis padres, mis abuelos y la mayoría de mis vecinos. Me abocaron a la dicotomía de pensar que Dios era un imbécil, cosa imposible de asumir por alguien de nueve años con el cerebro lavado por los curas o que lo que yo hablaba no existía en realidad.
    Pues como ésta le podría contar más de una experiencia, como recibir un bofetón en la cara por parte de un sargento por estar hablando en catalán con un compañero en horas libres con la suave recomendación de –disculpe la grosería– “¡Habla bien, coño!”. ¿Cree usted que cosas como estas contribuyeron a infundirme amor por la lengua española? ¿Puede ser mi percepción de la realidad igual que la del ciudadano inmigrado que llegó a la edat de cuarenta años, procedente de una provincia española de habla castellana?
    ¿Quiere usted más características diferenciales? ¿Quiere usted más amenazas a nuestra manera de vivir? Porque tengo varias más… Le hablaría de tener que soportar durante muchas legislaturas un gobierno español de un partido que hoy tiene en el Parlamento catalán sólo cuatro diputados y que siempre ha sido, en mi país, una fuerza muy minoritaria; le hablaría de un tratamiento discriminatorio en la asignación de presupuesto para infraestructuras; le hablaría de la insistencia del estado español en que se reinstituya la fiesta de los toros en Cataluña queramos o no, cuando aquí priorizamos el rechazo al maltrato animal y muy pocos son los que echan en falta la llamada fiesta nacional (ya sé que aún quedan los correbous y creo que también deberían desaparecer); le hablaría de la proscripción de tener selecciones deportivas catalanas cuando, en el Reino Unido, por ejemplo, eso no ocasiona el más mínimo problema; le hablaría del estatuto de autonomía que, una vez aprobado por el 90% de los diputados en el Parlamento catalán y ya refrendado por la población, el Tribunal Constitucional se atrevió a enmendar (vea https://diario16.com/mosca-les-ha-picado-los-catalanes-esta-ultima-decada); le hablaría de las decenas de leyes que el Parlamento catalán ha aprobado y que el Constitucional ha echado atrás pasando por encima de la voluntad de los ciudadanos de Cataluña, representada por sus diputados, en la elección de los cuales he participado yo mismo, pero también aquel ciudadano venido de una provincia española de habla castellana y también sus hijos. ¿Cómo se atreven a corregir nuestra voluntad colectiva? Una voluntad colectiva que responde a determinadas sensibilidades y que, por lo visto, coincide muy poco con la española. Eso es carácter diferencial. Eso son agravios comparativos.
    No sé… Si quiere usted saber de qué hablo cuando aludo a características diferenciales, compárese usted mismo con un portugués, por ejemplo. ¿Ve usted características diferenciales entre usted y él en cuanto a su nacionalidad? Es evidente que ambos tienen dos ojos y una nariz, que se alimentan y respiran y muchas otras coincidencias más. ¿Pero, diferencias, no ve usted ninguna? ¿Culturales, sociales, históricas, lingüísticas…? ¿Renunciaría usted a las peculiaridades colectivas que usted comparte con sus conciudadanos para abrazar las portuguesas? ¿Aceptaría usted ser tratado como un portugués? Pues es eso.
    Disculpe la extensión de mi respuesta. Es lo que sucede cuando tienes las cosas muy claras y, a un tiempo, entiendes que otros puedan tener puntos de vista distintos: que hay que extenderse en la exposición de argumentos. Lamento no haber sabido explicarlo mejor. No pretendo haberle convencido de nada, por supuesto. Sólo he querido justificar unas afirmaciones mías que, por lo visto, debí haber explicado con menos torpeza en mi artículo. Lo único que puedo decirle es que, si no inmediatamente, sí en las próximas semanas, tengo previsto publicar algunos otros artículos en este mismo medio en los cuales pienso desarrollar algunas de esas ideas de manera algo más pormenorizada.

    • Disculpe que no le haya contestado aun, pero estoy de viaje hasta el próximo 8 de enero. En cuanto vuelva le responderé debidamente, pues tengo un enrome interés en conocer sus argumentos.
      Gracias y felices fiestas.
      Saludos

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