Patios, porterías y canastas de todos los colegios se sentirán solos en poco más de un mes, cuando los alumnos comiencen a disfrutar de un merecido descanso tras un largo año escolar. Por delante queda la recta final del curso, los agobios de exámenes finales, los trabajos en grupo, las risas, peleas y carreras por los pasillos y la constante pregunta de aquellos docentes entregados sobre si están haciendo bien su trabajo y, por tanto, satisfaciendo la difícil y comprometida tarea de enseñar y educar a los niños. Con más razón se lo preguntan los profesores de materias artísticas, aquellos que desde hace años no encuentran piedras sino pedruscos en el camino y que luchan diariamente en el aula por sus ideales a pesar de las continuas propuestas políticas de un país que se empeña en no dejar a las artes el hueco que merecen. Esta semana les escribo desde un centro de Castilla, uno especial con mayúsculas, que defiende un proyecto honesto y valiente donde la música, en pleno momento de crisis como asignatura de la educación pública, compone uno de los ejes vertebradores de su planteamiento educativo.

Quizá el quid de la cuestión resida en que hemos perdido, o en que nunca tuvimos, para nuestra educación la conciencia clara del trabajo en equipo, la sensación como padres de que la labor educativa que comienza en casa sigue en el colegio para volver a ser continuada en el hogar, desde un mismo foco, desde un mismo conjunto de convicciones. Hace muchos años que piso las aulas con la prioridad de otorgar confianza a mis alumnos como trampolín y herramienta clave para alcanzar una autonomía e independencia que, bajo unas premisas dadas, facilitará su desarrollo y su vida adulta. Desde luego nada cercano a los exámenes que únicamente consiguen un trabajo orientado a aprobar, a los horarios fijos establecidos para cada asignatura y descanso que obligan a estructuras estancas que no obedecen a picos reales de cansancio en la curva de atención, a los espacios organizados en profesor frente a alumnos que establecen una clara estructura de poder y cierran todo margen a la flexibilidad y a la pila de deberes fuera del horario lectivo que termina con el tiempo de juego que necesitan los pequeños, todo en favor de una educación que apuesta por formar buenas personas, en la responsabilidad y en el esfuerzo, con capacidad crítica y analítica, que puedan ver desarrolladas sus inquietudes.

Obviando la gran importancia que tiene adquirir conocimientos teóricos y prácticos sobre el arte y su historia, las enseñanzas artísticas, utilizadas transversalmente, pueden ayudar a afianzar multitud de conocimientos. Trabajar a partir del arte en general plantea un panorama abierto que saca al alumno de su posición de oyente estático y abre un mundo infinito de posibilidades donde poder ser más creativo a la par que autónomo, en definitiva, más libre. ¿Por qué no aprender a sumar desde la música, a reconocer las comunidades autónomas desde los sonidos de su folclore o el abecedario desde la letra de una canción y sí siempre mediante un libro repartido en unidades de conocimiento estáticas? Estos son tan solo algunos ejemplos, pero el abanico de posibilidades es tan amplio como lo sea la dedicación e imaginación del profesor.

Y es que su figura es una pieza clave del sistema y, la forma de introducirla en la profesión, un proceso que debería ser revisado. Resulta irónico un método de oposición basado en adquirir conocimientos para aprobar un examen si se confía, como es mi caso, en un planteamiento educativo que huye en el aula de lo mismo aplicado a los alumnos. Bajo mi mirada, el profesor ha de ser el experto en educación en el que familia y alumno confían y, como tal, el conductor del espacio de aprendizaje, uno que no se centra únicamente en transmitir información sino en la complicada labor de enseñar a pensar mediante la experimentación y el descubrimiento individual o grupal como motor motivacional para aprender en un ambiente distendido y sin competiciones. El círculo se cierra con la mirada interesada de un alumnado cada día más autónomo que disfruta de un tiempo en el aula que despierta su curiosidad y que comprueba además, con la ausencia de deberes, la grandeza de que existe vida más allá de la escuela, todo en una dinámica activa que ayuda a profesor y alumno a seguir creciendo juntos y que dignifica el enseñar como profesión mientras se coloca la educación en el lugar que debe estar, como principal recurso de un país. Solo queda sumar a estos principios mi creencia de que lo artístico tiene mucho que aportar a esta forma de enseñanza.

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