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“Siempre llevamos encima a nuestros muertos”

Los cuentos de La primera vez que vi un fantasma, de la ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe, invitan a reflexionar sobre cómo enfrentar las pérdidas

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análisis

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En este libro, “no hacía más que buscar fantasmas y los encontraba”

José Ovejero

“Los monstruos, cuando nos encontramos, jamás volvemos a estar solos”

Solange Rodríguez Pappe

 

Parpadeó una vez, otra vez, y no estaba. Nunca antes había visto un fantasma, pero éste ni le clavó la mirada, ni se quedó a charlar, sencillamente se esfumó. En la madrugada, mientras descansaba en la cama de un hotel de Las Vegas, aquella imagen borrosa y ¿masculina?, comparable con una voluta de humo, apareció durante un segundo, tiempo apenas suficiente para uno o dos pestañeos. Ella no tuvo chance de asustarse y se quedó con las ganas de preguntarle qué buscaba o qué peligros quería advertirle.

A lo largo de varias noches, eso sí, había intentado manifestarse en el ruido del grifo de la bañera y en los cajones de la cómoda abiertos, hasta que decidió mostrarse, en mitad de la habitación, para que no dudara que, en efecto, algo extraño pasaba en ese lugar. Solange Rodríguez Pappe, que siempre ha sido dada a la imaginación y a percibir cosas que el resto de las personas ni siquiera nota, sintió curiosidad, más no miedo, y precisamente eligió como título de su nuevo libro el pensamiento que se le cruzó en ese instante: “La primera vez que vi un fantasma”, publicado por la editorial Candaya.

Sentadas en un banquito de la librería Rafael Alberti, en Madrid, donde arrancó el #FantasmitaTour, un viaje por diferentes ciudades de España en las que la escritora ecuatoriana presentó su obra, conversamos acerca de la extrañeza, turbación y nostalgia que producen estos relatos; además de cómo la frase: “Yo también he visto un fantasma” está volviéndose popular en los mensajes que recibe: “La gente me escribe para compartir sus experiencias sobrenaturales e incluso me envían las fotografías para corroborar las historias. Mira esta —dice señalando la pantalla de su móvil—”. En la imagen nos percatamos de una “presencia” asomada en la ventana de una casa en Guayaquil, que apareció cuando una muchacha descargó la foto en su ordenador.

Aunque todo este asunto nos causa gracia, no podemos negar que en el imaginario latinoamericano abundan situaciones extrañas relacionadas con los espíritus, encontrando su espacio en la tradición oral, a través de mitos y leyendas, así como en la literatura. “Yo soy una profunda admiradora del relato oral. Hay teorías que hablan sobre el relato primigenio que arranca en la tradición oral, y generalmente estas son historias de fantasmas, apariciones y fenómenos que no terminamos de entender”.

Inspirándose en sus orígenes, escribió “El atanudos”, un cuento que más bien parece una leyenda urbana. Una chica con el pelo trenzado, que relata un hecho fantasmagórico a sus amigos cuando están jugando a “la botellita” y uno de ellos le impone el reto de narrar una historia espeluznante. Este libro, que es un “plantar la cara” a las pérdidas y a la memoria, hace que conectemos con los temores que arrastramos desde la infancia.

 

Cuando eras una niña, ¿tenías miedo a los fantasmas?

Hay cosas que nunca me han dado miedo. Cuando era una niña contaba cosas raras a mis amigas buscando asustarlas, porque siempre me ha interesado mucho contar e inventar. Incluso, antes le temía a mi imaginación porque se me ocurren cosas terribles y siento que eso no es muy normal.

 

Por ejemplo…

Hay una en la que no puedo dejar de pensar y es la de un niño que pierde a su hermana. La madre está muy triste, entra en depresión y el niño ha escuchado que hay un barrio donde van a parar los muertos. Un día decide buscar ese lugar que en realidad no es un barrio de muertos sino de pobres, y a él, que es un niño de clase alta, la gente de ese sitio le parece zombie, rara, muerta. Allí encuentra una chica parecida a su hermana, la rescata, la viste con su ropa y se la presenta a su mamá el día de su cumpleaños…

 

Esta historia, que consideras terrible, ¿la has escrito?

Todavía no. Está en mi cabeza. Cuando se me ocurren este tipo de cosas me pregunto: “¿Qué pasa conmigo?”. Una vez lo hablé con Luisa Valenzuela, una escritora argentina que admiro, y le dije que si estas cosas también estaban en su mente, qué hacía con ellas. Me respondió: “Las escribo, porque es mejor que salgan, que no se queden dentro de uno”.

“América Latina es profundamente violenta: explícita y excesiva”

 

Esa capacidad de imaginar no te aleja de la realidad. En el libro hallamos apariciones sobrenaturales, pero está presente tu sensibilidad por temas terrenales…

Creo que el escritor tiene que estar inserto en su contexto y saber lo que está pasando, sin perder jamás la capacidad de imaginar, porque eso es lo que nos hace recursivos por encima de todas las cosas. Hace poco leía un ensayo de Alberto Chimal, Literatura de imaginación en México, en el que señala que es errado pensar que la imaginación o la ficción y la realidad son dos oposiciones, porque en la mente humana todo convive. El pensamiento mágico y lógico son parte de nuestra estructura, pensarlas como elementos binarios es un error. Antes temía por las cosas que se me ocurrían porque no sabía con quién hablarlas, pero en la escritura es posible soltar todo lo que pasa por mi cabeza.

 

Llevas más de la mitad de tu vida escribiendo cuentos…

Hasta ahora tengo publicados nueve libros. La gente recién está descubriendo mi literatura en España pero en Ecuador llevo produciendo desde el año 2000. Además, Ecuador es un país tan fragmentado que, aunque a mí me conozcan en la costa, en la sierra no saben quién soy. A partir de lo que está pasando aquí, con Candaya, es que dicen: “Hay una escritora de Guayaquil que se llama Solange Rodríguez Pappe”. Entonces me ha tocado recorrer ese camino, en el que el cuento es un género que admiro profundamente, y que en América Latina viene de una importante tradición oral. Algunos dicen que el cuento está muriendo, todo lo contrario, mientras existamos como civilización va a seguir vivo.

 

Para escribir, ¿de qué fantasmas te despojas? ¿o con qué fantasmas habitas?

Un escritor es sus fantasmas. Está habitado por ellos todo el tiempo; sino, tiene que buscar habitarse. Creo que los escritores somos nuestro propio laboratorio de experiencias, a pesar de que en algunos casos vivirlas pueda ser pavoroso, de qué otra manera conoceremos el mundo. Experiencias nuevas no significa lanzarse en parapente o hacer un trío, que está bien si lo quieres hacer, pero me refiero a estar en contacto con distintas realidades y leer mucha literatura, no necesariamente la que estás acostumbrado. “Sueño profundo”, de la japonesa Banana Yoshimoto, me dejó patidifusa. Es un cuento sobre una mujer que se conecta con otras personas mientras sueña. Quizás antes no lo hubiese leído, pero creo que debemos buscar otras posibilidades para enriquecernos.

 

Dicen por ahí: “No le tengas miedo a los muertos, sino a los vivos”. ¿A quiénes les temes más?

Yo vengo de una ciudad muy violenta. Bueno, tú sabes que América Latina es profundamente violenta: explícita y excesiva. Todo sucede a gritos, todo pasa por imponerse. Ahora que sufrí un proceso de afonía, estaba pensando que si tú te quedas sin voz, no existes, porque tienes que gritar la dirección al taxista para que te lleve, gritar para que te atiendan, gritar a tus alumnos para que te oigan. Es la manera de hacerte ver, discretamente no puedes estar. Creo que venir de una sociedad violenta de alguna manera condiciona esa voz. Y claro, allí le tememos más a los vivos que a los muertos, porque es parte de una condición en la que tienes que sobrevivir. Somos sobrevivientes.

 

En el relato “A tiempo para desayunar” el personaje dice: “Mi miedo fundamental es morir”. ¿Cuál es el tuyo?

Enloquecer. Creo que es importante tener control de la imaginación, pero qué pasa cuando no puedes extinguir esa línea entre ficción y realidad, qué haces con esa convivencia. Me lo pregunto todos los días. Hace poco tuve una alucinación, por primera vez, y vi que caían gotas del techo en mi casa. Pensé que era una gotera, iba a poner un balde, y no había nada. Dije: “¿Qué pasa conmigo?”. Intento que esta presencia constante de la imaginación no me cause miedo. Hay momentos en los que sí se desborda, pero tienes que aprender a vivir en ese límite. Escribir estas cosas delirantes y riesgosas exige tener este hilo fuertemente atado a la realidad y así saber que tienes que regresar a recogerlo: la idea es que no se quede adentro. Ojalá nunca pierda el hilo.

 

Más que miedo a los fantasmas, en el libro se percibe el miedo a ser olvidado. La escritura, para ti, ¿es una forma de permanecer? ¿Qué buscas con las palabras?

Creo que las mujeres que trabajamos la literatura de la imaginación en América Latina estamos armando una tradición sin saber lo que estaba haciendo la otra. Liliana Colanzi, Mariana Enríquez, Vera Giaconi, Samanta Schweblin, Giovanna Rivero son escritoras que trabajan esta línea y resulta que hay un nexo entre todas. Mi aspiración sería formar parte de esa raíz de mujeres que estamos creando un nuevo discurso femenino, muy poderoso, muy diferente a los discursos anteriores pero con mucha imaginación. Creo que es un recurso que, incluso, nos permite plantearnos posibles soluciones a ciertos problemas como sociedad.

 

¿Cuáles te interesaba mostrar en La primera vez que vi un fantasma?

Por ejemplo, la violencia de género. En “Matadora”, la niña pregunta a la madre: “¿Esto es lo que sienten las mujeres mamá, miedo y ganas de que nos hagan cosas?”. Es una niña que no encaja, que no se adapta y siente una atracción por los hombres que pueden ser crueles. La madre quiere ascender socialmente y no sabe cómo protegerla, entonces me interesaba tratar la violencia, así como el tema de la memoria. “Paseo de domingo”, que es un cuento entrañable, habla de prepararnos para la muerte de la gente que amamos. En esta historia el personaje se hace cargo de la pérdida de su madre, imaginando que sale con ella los fines de semana como ha hecho toda la vida. Pero la realidad es que siempre llevamos encima a nuestros muertos, la realidad es que después de morir estos seres que amamos siguen con nosotros. En el fondo nunca se van a ir.

 

En ese relato, la hija intenta proteger a la madre para que no se mire en el espejo. ¿Tú a quién intentas proteger?

Mis papás están viejos, se están deteriorando. Todos los domingos salgo con mi madre y, sin embargo, no es la misma persona, es una mamá que más bien trato como a una hija. Cuando los padres envejecen, ocurren un giro: Si antes eran ellos quienes nos llevaban de la mano, ahora pasa al revés, y experimentamos la soledad porque sabemos que nadie más en el mundo nos protegerá. Entonces, ahí estamos, inventando recursos para que eso duela menos. Eso también es la literatura. Ese es mi paseo de domingo.

 

¿Qué fantasmas te acompañan?

Mi abuelo siempre está conmigo. Fue un hombre que quiso escribir pero nunca publicó nada. Recuerdo que cuando era jovencita entraba a su cuarto y lo veía bosquejando papeles. Una vez me dijeron que el primer libro es el que honra a los muertos, el que salda las deudas familiares. Mi primer libro, Tinta sangre, se lo dediqué a él.

 

¡Cuántos fantasmas en estos cuentos! ¿Qué crees que le pedirán a los lectores?

Los fantasmas buscan hacerse ver para comunicar un mensaje, para ser recordados. Creo que estos fantasmas, si los he pintado bien, son fantasmas que nos pertenecen. En algún momento vamos a perder a una madre, todos hemos intentado pertenecer, todos hemos tenido miedo a la oscuridad, todos hemos creído ver formas que no están. Este es un libro donde está presente la nostalgia, donde la gente trata de hacerse cargo de las pérdidas.

 

Y tú, ¿cómo enfrentas tus pérdidas?

Hace poco alguien que me preguntaba qué pretendía con este libro. Creo que ha sido prepararme, aunque sé que cuando llegue la hora no lo estaré. Porque si bien no he vivido grandes pérdidas, en algún momento las cosas se van a ir: adultecer es que las cosas se vayan y, de paso, las pérdidas siempre son diferentes. Intento hacerme cargo pero seguramente fallaré.

 

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