Hitler no llegó al poder únicamente por su carisma personal y sus discursos incendiarios contra comunistas y judíos. De hecho apenas concedía entrevistas a los periódicos (muchos lo tenían vetado) y el El Observador del Pueblo, el rotativo oficial del partido nazi, tiraba unos pocos ejemplares. El candidato tampoco se prodigaba demasiado en la radio, un medio de comunicación que Hitler solo controló y empleó masivamente tras su llegada al poder. En realidad fue un cúmulo de circunstancias económicas y políticas, una confluencia fatal de factores, los que llevaron en volandas al líder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) a ganar las elecciones federales de 1933.

En aquellos años Alemania sufría el azote del desempleo y la ruina económica, la falta de confianza del pueblo en la democracia era total, la rabia popular contra las elites y los partidos establecidos se extendía por doquier y la debilidad de las instituciones hacía que se tambaleara la República de Weimar. La crisis política, económica y moral era endémica y generalizada, un escenario propicio para el salvapatrias demagogo de turno que promete el cielo a millones de parias desesperados.

El ambiente enrarecido y depresivo, la locura colectiva y el sufrimiento del pueblo alemán fue el mejor caldo de cultivo para que cuajara la ideología totalitaria nazi, un programa que, dicho sea de paso, destruyó la democracia desde dentro, como pretenden hacer algunos en el siglo XXI. También jugaron un importante papel las patrullas de las SA, la fuerza paramilitar de Hitler que consiguió que un buen número de votantes de izquierda se quedaran en sus casas por miedo.

De momento en España no hay comandos de Vox patrullando por las calles, aunque tal como está el patio de enloquecido quizá mejor no dar ideas. Afortunadamente los españoles todavía votamos con libertad, pero la abstención de la izquierda sigue siendo el peor enemigo de la democracia. Que se lo pregunten si no a los andaluces. Los partidos de las derechas y también los ultras emergentes (eufóricos y permanentemente movilizados) sueñan con comparecer a unas elecciones donde apenas vote la mitad del censo. Esa desmovilización ciudadana desencantada con el sistema, esa desactivación de las urnas, es el primer paso en la hoja de ruta ultraderechista para alcanzar el poder. El siguiente, una vez conquistado el Gobierno, será amordazar a la prensa libre, enterrar el país en una fosa común de oscuro silencio, como hizo Franco durante cuarenta años de dictadura y como pretende hacer Santiago Abascal cerrando La Sexta y los medios más críticos.

Todo el discurso del líder de Vox va dirigido a tratar de corroer los cimientos de la socialdemocracia, del Estado de Derecho y de las políticas de igualdad impulsadas por gobiernos de izquierdas. De ahí que los líderes del partido ultraderechista verde abusen hasta la saciedad de términos peyorativos e insultantes como “pijiprogre”, “feminazi” o “piojosos” para referirse a socialistas y comunistas. El lenguaje agresivo, faltón, macarra y claramente pseudofascista es un arma poderosa que suele emplear Abascal en sus mítines cada vez más concurridos para amedrentar a sus rivales políticos. El gañido salvaje e histriónico, la vena del cuello hinchada, el dedo índice acusador y el rictus severo siempre airado y violento forman parte de la parafernalia retórica del político bilbaíno. Como sucede en todo líder extremista que se precie, el secreto de su éxito no está en el fondo (el programa es lo de menos) sino en tres o cuatro ideas míticas fuertes que conecten con el odio del personal. Infundir el terror (cómo se dice importa más que lo que se dice) forma parte del manual de instrucciones para políticos de corte autoritario. Ya lo decía Jardiel: “Todos los hombres que no tienen nada importante que decir hablan a gritos”.

De alguna manera, Abascal ya ha ganado las elecciones al imponer su agenda de temas a la derecha tradicional y su “nuevo estilo” retro y duro que recuerda a los discursos falangistas de José Antonio Primo de Rivera en los días previos al estallido de la Guerra Civil. De hecho, en sus mítines el líder de Vox no suele dejar pasar la oportunidad de recordar nuestra trágica contienda, como si estuviese deseando que se repita de nuevo. Ayer mismo se refirió al nuevo Frente Popular formado por “comunistas y separatistas” y dejó caer una nueva barbaridad: “La Guerra Civil la provocó el PSOE”.

Asistimos por tanto a un fenómeno fuerte y peligroso con el que conviene no frivolizar ni minusvalorarlo. Al fascismo de nuevo cuño solo se le puede derrotar de una manera: votando, llenado las urnas de papeletas civilizadas, honestas y decentes. No olvidemos que el fascismo es la vuelta a la selva, a la caverna, al terror. Por eso es tan importante que la izquierda rompa el miedo, el fatalismo ante la difícil situación política, la desidia ante un futuro incierto, y salga a votar mañana. Si usted se considera un demócrata convencido no se quede en casa. Y si lo hace, no se queje cuando vea pasar bajo el balcón el monstruo de mil cabezas como banderas, los uniformes cantando el novio de la muerte y el gran desfile de la victoria que preparan los nostálgicos del antiguo régimen.

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