Era una tarde del pasado mes de abril, el día 11 para ser más exacto. En las gradas del Teatro del Barrio nos arracimábamos más de doscientas personas para recordar a Shangay, nuestro Shangay con quien tanto quisimos. Su inseparable amiga y albacea sentimental, literaria y política, Paloma, tomaba la palabra y nos comunicaba que había una ausencia notable en la sala: la de un sector del movimiento LGTBI. Hubo gestos de sorpresa, de condena y de indignación entre el público. Era lógico. Semejante injusticia no cabía en nuestro entendimiento. ¿Cómo era posible? ¿Qué había ocurrido?
Pasado el primer impulso de rabia, reflexioné y entendí. En realidad, si se pensaba con detenimiento, no podía ser de otro modo. En este país, y aún más entre cierta “izquierda” posmoderna y con ínfulas de lobby de poder, las activistas como Shangay son mucho más que entes molestos, mucho más que piedras en su camino de alfombras rojas, cócteles imposibles y conciliábulos de nueva élite. Son (y eso no pueden perdonarlo esos neoprofetas a sueldo del poder) las personas que desnudan sus vergüenzas y su entrega a la ideología dominante, las que ponen de manifiesto su integración en el sistema y su sumisión al mismo.
En su demoledor libro Adiós, Chueca diseccionó las consecuencias del capitalismo en el mundo gay (gaypitalismo lo llamó acertadamente) y enfrentó al espejo de sus reflexiones a un sector del movimiento LGTBI que había hecho de la reivindicación por los derechos del colectivo un negocio y un modo de ascenso social a su costa. Hirió muchas sensibilidades, hizo temblar cimientos, extrajo muecas de desagrado. Eso era lo que quería. Poner a la sociedad frente al reflejo de su propio horror, someterlo a la brutal visión de su desnudez y su amoralidad. Así los destapó. No se lo podían perdonar.
Shangay era maricón, feminista, rojo, republicano y ateo (eso decía siempre). Pero además no tenía pelos en la lengua y le llamaba a las cosas por su nombre, algo demasiado infrecuente en estos tiempos. Ese fue su pecado (entiéndase esta palabra con un barniz positivo). Un pecado consciente y elegido, como el de los buenos ateos que paladean la infracción con el placer de ser fieles a sí mismos y no al dogma impuesto. Shangay no quiso jamás integrarse en ese mundo construido sobre la base de no cuestionar el sistema político, económico y social. Es más, despreciaba profundamente ese cosmos. Como tantas de nosotras, por cierto.
Hubiera sido mucho más cómodo para él aceptar sus reglas, asumir la dictadura política y moral y dedicarse a la buena vida, como un intelectual-bufón orgánico cualquiera del régimen. Hubiera sido mucho más sencillo montarse en la ola de ese océano de mediocres y surfear en las aguas del gaypitalismo con la cartera rebosante de billetes y el respeto de los palmeros del sistema como banda sonora.
Pero ese no era Shangay. Y bendito sea siempre por no serlo. Por eso, a los homenajes y los recordatorios que se suceden, nunca van los voceros del oficialismo ideológico, avergonzados por la esperpéntica deformación que su reflejo muestra en el espejo que constituye la obra vital y escrita de Shangay frente a sus rostros. Y precisamente por eso, no es casualidad, sí va la gente digna a recordarle y lamentar su pérdida; gente como Elena Ortega (madre del preso político Alfon), las trabajadoras de Telemadrid, la Plataforma de afectadas por la Hepatitis C, los Bukaneros y tantos otros colectivos que no se conforman con el discurso del poder sino que lo enfrentan decididamente. Por eso va e irá siempre el Partido Comunista (porque siempre fue su casa, porque era un comunista ejemplar) y la izquierda que cuestiona el actual estado de las cosas; porque cuando nos asomamos al espejo de Shangay, lejos de avergonzarnos, mejoramos como personas y como colectivos, corregimos fallos, crecemos, aprendemos de su ejemplo. Porque igual que Alicia en el cuento de Carroll, nos atrevemos a traspasar el umbral y entrar en ese otro mundo, que cuestiona la realidad que nos han preconfigurado, y nos llenamos de armas y argumentos para combatir la injusticia del sistema.
Las conversaciones con él, con quien tanto quisimos y queremos, duraban horas (y no es una exageración). Su voz se ha desvanecido pero queda su obra, su pensamiento, su ejemplo. Y eso es mucho, muchísimo. Se le echa de menos físicamente pero en nuestros corazones y en nuestra reflexión diaria siempre está presente. Y gracias a su obra, sus imágenes y la incansable labor de Paloma, aún es posible visitar ese otro país (libre, igualitario, hermoso) al otro lado del espejo de Shangay. Que así sea mucho tiempo.